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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS DE VENEZUELA
EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»


Martes 9 de mayo de 1995

 

Queridos hermanos en el episcopado:

1. Os recibo con sumo gusto en esta audiencia colectiva con la que culmina la visita ad Limina. Una de sus finalidades es venerar las tumbas de los santos Pedro y Pablo, Príncipes de los Apóstoles, significando así como una peregrinación espiritual a los orígenes de la Iglesia. Mediante los encuentros personales conmigo y con los Dicasterios de la Curia Romana, manifestáis vuestra relación de auténtica fraternidad y devoción hacia la Iglesia de Roma y su Obispo, estableciendo un estrecho vínculo de unión con la entera comunidad eclesial.

Al mutuo gozo de este encuentro se une el de la reciente Beatificación de la Madre María de San José, la primera venezolana elevada al honor de los altares. Esta celebración ha constituido un acontecimiento singular para la vida de la Iglesia en vuestro País. Como vosotros mismos decíais en la Exhortación pastoral “Dios ha estado grande con nosotros y estamos alegres”, se trata de un hecho que llama “a la renovación y fortalecimiento de la fe, a tomar conciencia de que por el bautismo el hombre renace espiritualmente para tender a la santidad” (Exhortación pastoral de los Obispos venezolanos, Dios ha estado grande con nosotros y estamos alegres, 9).

Agradezco las amables palabras que me ha dirigido Monseñor Ramón Ovidio Pérez Morales, Arzobispo de Maracaibo y Presidente de la Conferencia Episcopal. Correspondo a las mismas asegurándoos mi aprecio y mi reconocimiento por el generoso trabajo pastoral que realizáis en las comunidades eclesiales que os han sido confiadas y en las que sois “principio y fundamento visible de unidad” (Lumen gentium, 23). Mi saludo y agradecimiento se extiende a cada una de las Iglesias locales que presidís en la caridad y el servicio, a los sacerdotes, religiosos y religiosas y fieles laicos que, unidos a vosotros, se esfuerzan por vivir y anunciar de palabra y con las obras los valores del Reino de Dios en la sociedad venezolana.

2. Como guías y animadores de vuestro querido pueblo, con la palabra alimentáis su fe y su esperanza y lo orientáis hacia la caridad verdadera que tiene su origen en Dios, para que los católicos sean verdaderamente sal de la tierra y luz del mundo y contribuyan a la necesaria transformación de la sociedad con frutos de vida, de santidad y de justicia para todos.

El Obispo es padre y pastor de toda la comunidad diocesana, estando especialmente al lado de los más necesitados y abandonados. Por eso todos los fieles han de sentiros siempre cercanos y misericordiosos, a la vez que independientes y llenos de celo apostólico para proclamar constantemente y en todas partes la verdad que hace libres. Esa cercanía a todos debe expresarse también de forma visible y concreta, de modo que vuestra presencia en medio de la comunidad diocesana os haga fácilmente asequibles a quienes con confianza y amor desean acercarse porque se sienten necesitados de orientación, ayuda y consuelo, pues como exhorta San Pablo a Tito, el obispo ha de ser “hospitalario, amigo de bien, sensato, justo, piadoso, dueño de sí” (Tt 1, 8).

3. La Iglesia en Venezuela, que durante tantos años tuvo escasez de sacerdotes y de vocaciones religiosas, dependiendo de la generosidad misionera de otras Iglesias hermanas, goza hoy del don de un notable aumento de clero, así como de nuevas formas de vida consagrada laical. Junto con la acción de gracias a Dios por ese florecimiento debéis esforzaros en asegurar una sólida y continua formación humana, teológica y espiritual de los presbíteros, lo cual ha de constituir un desvelo primordial en vuestra oración y en la organización de los medios adecuados para ello, a fin de que reaviven el don que recibieron (cf 2Tm 1, 6).

Debido a la situación peculiar de la Iglesia en vuestro País, muchos sacerdotes ejercen su ministerio en condiciones humanamente difíciles, pues el territorio es extenso y la soledad se hace sentir en muchas ocasiones. Por ello es fundamental para su perseverancia y crecimiento espiritual –además de ofrecerles siempre vuestra cercanía y una palabra confortadora– la organización de encuentros de fraternidad sacerdotal, de reflexión pastoral y de formación permanente, así como los retiros y ejercicios espirituales que recomienda la disciplina canónica. Los más jóvenes de entre ellos deben ser ayudados también con planes especiales de seguimiento y apoyo para que puedan llevar como carga ligera el peso y la ardua responsabilidad que se les confía.

4. Sabéis bien cuán importante es el Seminario llamado, no sin razón, “el corazón de la diócesis”. Por eso, os exhorto a visitarlo con frecuencia y conocer a cada uno de vuestros seminaristas, ayudándolos con vuestra palabra y animándolos con vuestro ejemplo. Debéis enseñarles a vivir el precioso don del celibato con espíritu de entrega a Cristo; a practicar el apostolado; a estar siempre disponibles al servicio de la Iglesia en el modo como ella espera; así como a desarrollar el espíritu misionero que, si las circunstancias lo aconsejaran, los haga capaces de ir a otras tierras para anunciar a Jesucristo.

La dirección espiritual, el asesoramiento psicológico necesario para alcanzar una personalidad equilibrada y recia, así como el cultivo de un ideal sacerdotal ajeno a vanidades mundanas y fiel a Jesucristo, modelo de pastores, han de ser medios imprescindibles para su buena formación. Además, los seminaristas han de contar con la ayuda cercana de los formadores, los cuales dotados de una sólida preparación académica, deben distinguirse por un testimonio de vida sacerdotal íntegra. Así no sólo ejercerán con competencia su oficio sino que serán, a la vez, modelos para los candidatos al sacerdocio que les son confiados.

5. He constatado con satisfacción el incremento de la activa participación de los laicos en la vida eclesial en vuestro País. Por vuestra parte, sé que proponéis con valentía y acierto las grandes directrices que han de animar a los fieles para hacer frente a tristes fenómenos de corrupción, inmoralidad y situaciones económicas que han degradado la vida de muchos venezolanos, especialmente de los más pobres.

Como expuse en la Exhortación apostólica postsinodal “Christifideles laici”, quiero recordar ahora que “para animar cristianamente el orden temporal... los fieles laicos de ningún modo pueden abdicar de la participación en la "política"; es decir, de la multiforme y variada acción económica, social, legislativa, administrativa y cultural, destinada a promover orgánica e institucionalmente el bien común” (Christifideles laici, 42). Por eso, es necesaria una acción pastoral que favorezca la formación y responsabilidad de los cristianos para la vida pública, los cuales uniendo capacidad técnica, honestidad y sentido de servicio, desarrollen su vocación de ciudadanos para el bien de los demás y de la Nación misma.

Compete a la Iglesia proponer, a la luz del Evangelio y de su Doctrina Social, los principios y líneas de conducta que lleven a soluciones moralmente justas, capaces de superar el desánimo y favorecer el crecimiento integral del País, en fidelidad a su tradición católica, salvaguardando la libertad y justicia social.

Además, es particularmente urgente despertar en los jóvenes esta vocación cristiana de servicio público y de rescate ético, pues su gran potencial humano con frecuencia no encuentra cauces adecuados. A ellos quiero recordar el llamado que hice hace diez años en mi Visita Pastoral a vuestro País: “No olvidéis, pues, que Venezuela espera justamente de los seglares comprometidos en la vida de su pueblo que sean leales, abiertos al diálogo y colaboradores con todos los hombres de buena voluntad. Espera la fidelidad de esa vocación. Esa es vuestra responsabilidad. Ese será vuestro mérito. Esa es vuestra misión propia” (Al laicado de Venezuela en la catedral de Caracas, n. 5, 28 de enero de 1985).

6. La rica experiencia que ha significado el “Año de la Familia” me ha llevado a meditar de nuevo y anunciar el Evangelio de la vida, especialmente con la publicación de la reciente Encíclica sobre el valor y el carácter inviolable de la vida humana. Con la colaboración y la comunión de todos los Obispos del mundo, he querido así hacer frente a las amenazas que se ciernen sobre el ser humano en diversas fases de su existencia.

Por eso me complace que hayáis proclamado este año 1995 como “Año por la vida”, convocando a los venezolanos a hacer que todas las “reflexiones, compromisos y acciones vayan orientadas tanto a la toma de conciencia, como a mostrar una actitud de defensa y proclamación del don preciado de la vida en todas sus manifestaciones” (Exhortación pastoral de los Obispos de Venezuela, Compromiso por la vida, 8). Vuestra invitación ha brotado de la contemplación atenta, con espíritu pastoral, de la realidad de vuestro País, que calificáis de “grave situación” en contraste con la verdad cristiana sobre la “grandeza de la vida humana”, a la vez que exhortáis a todos a asumir, con ilusión y esperanza el “empeño por la vida”. Os animo, pues, a proseguir con decisión y paso firme por el camino emprendido.

7. Dentro de pocos años celebraréis el V Centenario de la llegada del Evangelio a vuestro amado País. Será un verdadero momento de gracia, que debe potenciar la “nueva evangelización”. En coincidencia con ese acontecimiento, la preparación del Jubileo del Año 2000 ofrece también una ocasión propicia para presentar a todos la salvación que nos trae Jesucristo.

Objetivo prioritario de este gran Jubileo es “el fortalecimiento de la fe y del testimonio de los cristianos”, para lo cual “es necesario suscitar en cada fiel un verdadero anhelo de santidad, un fuerte deseo de conversión y de renovación personal en un clima de oración siempre más intensa y de solidaria acogida del prójimo, especialmente del más necesitado” (Tertio millennio adveniente, 42).

Por medio de vosotros, queridos Hermanos en el Episcopado, quiero invitar a los hijos de la Iglesia en Venezuela a una conversión más profunda y a su renovación espiritual. De cara al Año jubilar se hace urgente una más viva adhesión de fe a los misterios que nos son comunicados por la Revelación divina, que tienen como centro la persona, enseñanza y obras de Jesucristo. Por eso, la fe se ha de robustecer continuamente mediante la meditación frecuente de la Palabra de Dios, con la ayuda de una catequesis permanente que permita a todos los fieles gustar las riquezas de la sabiduría cristiana y experimentar el gozo de la verdad.

Asimismo, hay que alentar a todos los creyentes en Cristo a un seguimiento más íntimo y fiel de Jesucristo, muerto y resucitado, dando testimonio con la propia vida. Como enseña el “Catecismo de la Iglesia católica”, “la fidelidad de los bautizados es una condición primordial para el anuncio del Evangelio y para la misión de la Iglesia en el mundo; para manifestar ante los hombres su fuerza de verdad y de irradiación, el mensaje de salvación debe ser autentificado por el testimonio de vida de los cristianos” (Catecismo de la Iglesia católica, n. 2044).

Además, tanto los fieles individualmente como las comunidades cristianas han de ejercitarse en la práctica asidua de la oración, para que de esa forma el trato personal con el Señor mueva a todos a corresponder cada vez más generosamente a su gracia, que los santifica, de modo que puedan “permanecer en la intimidad de Dios” (Tertio millennio adveniente, 8). En este sentido, una pastoral litúrgica renovada permitirá participar con mayor intensidad de la gracia que fluye del misterio pascual, principalmente en la celebración de la Eucaristía, de la cual hay que potenciar la observancia del precepto dominical, y de los otros sacramentos; asimismo, se irá formando el corazón y la mente de los fieles enseñándoles la dignidad y belleza de los símbolos litúrgicos y educándolos en el sentido de Dios y en la esperanza de las realidades últimas.

8. Al terminar este encuentro deseo reiteraros, queridos Hermanos, mi gratitud por los esfuerzos realizados en los diferentes campos de acción pastoral; por el buen espíritu con que guiáis al Pueblo de Dios; por la decidida voluntad de servir al hombre a través del anuncio del evangelio que salva a todo el que cree en Jesucristo (Rm 1, 16). Al alentaros a proseguir con renovado empeño en vuestra misión, os pido que llevéis mi afectuoso saludo y bendición a vuestros sacerdotes, religiosos, religiosas y fieles, en especial a aquéllos que están enfermos, son ancianos o sufren por cualquier causa, los cuales tienen siempre un lugar particular en el corazón del Papa.

Que Nuestra Señora de Coromoto, a la que se asocia la nueva Beata María de San José, interceda ante el Señor por la santidad de todos los fieles de Venezuela, por la prosperidad en paz de la Nación, por el bienestar de cada una de sus familias.

Con estos fervientes deseos, os imparto de corazón la Bendición Apostólica.  

 



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