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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LA PLENARIA DEL CONSEJO PONTIFICIO «COR UNUM»


Viernes 18 de abril de 1997

 

Señores cardenales;
queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

1. Me alegra recibiros con ocasión de la XXII asamblea plenaria del Consejo pontificio «Cor unum». Saludo, en particular, a vuestro presidente, monseñor Paul Josef Cordes, a quien agradezco sus palabras de presentación. Quiero daros las gracias por vuestra entrega diaria al servicio de la Iglesia en el seno del Consejo y en los diferentes organismos católicos de todos los continentes. Sois protagonistas y animadores atentos, para afrontar las situaciones de urgencia, reaccionar frente a todas las formas de pobreza y esclavitud, y promover el desarrollo integral de las personas y los pueblos. Doy gracias con vosotros al Señor por lo que nos permite realizar para aliviar la miseria y los sufrimientos de nuestros hermanos.

Vuestro dicasterio, cuyo nombre evoca la unanimidad de la primera comunidad cristiana —que tenía un solo corazón en la oración, en la comunión y en la fracción del pan (cf. Hch 2, 42-47)—, cumple la misión de manifestar en la Iglesia la caridad, que tiene como fuente a Cristo. Y «la edificación del Cuerpo de Cristo se realiza mediante la caridad» (San Fulgencio de Ruspe, Carta a Ferrandus, 14).

2. Vuestra asamblea es, ante todo, una ocasión para hacer el balance de los veinticinco años de existencia del Consejo, creado en 1971 por Pablo VI. Sois administradores de Dios, encargados de gestionar con esmero los donativos de los fieles, sensibilizar a los cristianos ante las necesidades de sus hermanos, reavivar incesantemente los impulsos de generosidad en la Iglesia, armonizar y coordinar las diferentes intervenciones. Mediante vuestros programas de acción y vuestros trabajos, sois también fermentos de unidad en la Iglesia y portadores de esperanza para todos los pobres, que toman conciencia de la importancia del Evangelio en la transformación del mundo. Guiando las reflexiones teológicas y exegéticas para profundizar el sentido espiritual del servicio caritativo, devolvéis su nobleza a la caridad, que no puede reducirse a gestos aislados sin compromiso a largo plazo. Al mismo tiempo, habéis desarrollado oportunamente la formación en la práctica de la caridad, a fin de que la civilización del amor se extienda por todo el mundo.

Nuestra sociedad sufre numerosas crisis: aumenta el número de pobres, desplazados, marginados y personas sin casa; y crecen las desigualdades sociales y las formas de trabajo inhumano. El Consejo pontificio «Cor unum», al que el Papa Pablo VI dio una identidad específica que hay que conservar, es esencial para afrontar estas realidades. En una perspectiva global de las necesidades de nuestro mundo, tiene como objetivo armonizar las fuerzas y las iniciativas de los organismos católicos de ayuda, mediante el intercambio de información y una mayor cooperación (cf. carta Amoris officio dirigida al cardenal Villot, 15 de julio de 1971), en estrecha colaboración con los obispos diocesanos, que tienen la responsabilidad de guiar al pueblo de Dios y animar la vida pastoral, así como con el conjunto de las instituciones de las Iglesias particulares y con los demás organismos de la Curia romana que se ocupan de cuestiones relacionadas con la caridad, entendida en el sentido amplio del término. Del mismo modo, le corresponde entablar relaciones confiadas con los organismos especializados de la ONU, a los que felicito por su esfuerzo en favor de la erradicación de la pobreza, mediante un programa de gran amplitud, según el espíritu de los compromisos de la cumbre mundial de Copenhague.

El sentido de la caridad requiere que, cualquier intervención de ayuda, socorro y asistencia, se realice con espíritu de servicio y don gratuito, en beneficio del conjunto de las personas, sin segunda intención de eventual paternalismo o proselitismo, lo que haría pensar que la caridad se realiza con fines en parte políticos o económicos.

3. La actual asamblea de vuestro dicasterio también tiene como objetivo preparar el Año de la caridad, que precederá al gran jubileo del año 2000. La contemplación de la Trinidad lleva al hombre a vivir en el amor y lo impulsa a la caridad. San Mateo nos recuerda el vínculo profundo que existe entre la oración y la limosna. La oración dilata el corazón y hace que los hombres estén atentos; al desarrollar la fraternidad, la comunión nos permite tomar conciencia de que somos hijos de un mismo Padre (cf. Mt 6, 1-15). Por eso, acudiendo a la fuente del amor, podremos amar verdaderamente (cf. Centesimus annus, 25).

Ese último año de preparación, durante el cual dirigiremos nuestra mirada hacia el Padre de toda misericordia, es particularmente oportuno, ya que «la caridad es la forma de todas las virtudes » (santo Tomás de Aquino, Summa Theologica, II-II, q. 23, a. 8). La caridad nos introduce en el misterio de Dios, nos hace disponibles al Espíritu Santo, nos permite redescubrir el valor de la reconciliación con el Señor y con nuestros hermanos (cf. Tertio millennio adveniente, 50), y nos lleva a realizar obras buenas (cf. Jn 14, 12-17).

4. Es importante reavivar continuamente entre los fieles el deseo de manifestar el amor del Señor, que no hace diferencia entre las personas y busca, ante todo, el bien de los demás (cf. Veritatis splendor, 82). «Mediante las obras de caridad, nos hacemos prójimo de aquel a quien hacemos el bien» (Orígenes, Comentario al Cantar de los cantares, I), y tendemos la mano a nuestros hermanos; así, la Iglesia testimonia que cada persona vale más que todo el oro del mundo, y se preocupará mientras haya hombres y mujeres que sufren catástrofes o conflictos, que mueren de hambre y que no tienen lo necesario para alimentarse, vestirse, cuidar su salud y mantener a quienes tienen a su cargo.

5. Con el testimonio de la caridad fraterna, los discípulos de Cristo contribuyen también a la justicia, a la paz y al desarrollo de los pueblos. «La caridad representa el mayor mandamiento social. Respeta al otro y sus derechos. Exige la práctica de la justicia y es la única que nos hace capaces de ésta. Inspira una vida de entrega de sí mismo» (Catecismo de la Iglesia católica, n. 1.889). El deseo de hacer que reine la justicia y la paz en nuestro mundo supone que nos preocupamos por compartir los recursos. La caridad contribuye a ello, puesto que crea vínculos de estima recíproca y amistad entre las personas y los pueblos. Suscita la generosidad de los hombres, que toman conciencia de la necesidad de una mayor solidaridad internacional. Conviene recordar que esto no puede realizarse sin un verdadero servicio a la caridad, que requiere no sólo saber compartir lo superfluo, sino también privarse de lo necesario. Como mostró muy bien san Ambrosio de Milán, distinguir entre lo necesario y lo indispensable permite a cada uno estar más abierto a sus hermanos necesitados con mayor generosidad, purificar su relación personal con el dinero y moderar su apego a los bienes de este mundo (cf. De Nabuthe).

6. El jubileo debe ayudar a que todos los miembros de la Iglesia y todos los hombres de buena voluntad tomen conciencia de que se necesita su cooperación para afrontar el desafío de la comunión, la distribución equitativa de los bienes y la unión de las fuerzas; así, todos contribuirán a la edificación de una sociedad más justa y más fraterna, premisas del Reino, ya que el amor es un testimonio del Reino futuro, el único que puede transformar radicalmente el mundo. La caridad devuelve la esperanza a los pobres, que descubren verdaderamente que Dios los ama; todos tienen su lugar en la construcción de la sociedad y tienen derecho a disponer de lo que es útil para su subsistencia.

El amor a los pobres manifiesta la exigencia de la justicia social, como recuerda el documento El hambre en el mundo, que vuestro dicasterio publicó el año pasado. Pero, al mismo tiempo, conviene afirmar que la caridad va más allá de la justicia, puesto que es una invitación a pasar del orden de la simple equidad al orden del amor y de la entrega de sí, para que los vínculos que entablan las personas se funden en el respeto a los demás y en el reconocimiento de la fraternidad, que constituyen los fundamentos esenciales de la vida en sociedad. Labor de evangelización

7. Quienes practican la caridad realizan un profunda labor de evangelización; «pues el espíritu de pobreza y el de caridad son gloria y testimonio de la Iglesia de Cristo» (Gaudium et spes, 88). A veces, la acción en la comunión es más elocuente que todas las enseñanzas; y los hechos, unidos a la palabra, son testimonios particularmente eficaces. Los discípulos del Señor deben recordar que servir a los pobres y a los que sufren significa servir a Cristo, que es la luz del mundo. Con su vida diaria en el amor que viene de él, los fieles contribuyen a difundir la luz en el mundo. La caridad es, asimismo, la suprema realización de los hombres; los conforma con el Señor y los hace libres ante los bienes terrenos. Así, pueden examinarse verdaderamente para saber si poseen los bienes o los bienes los poseen a ellos, si se sienten atraídos por las riquezas o si su corazón está disponible para sus hermanos.

8. Al término de este encuentro, queridos hermanos y hermanas, confío la actividad del Consejo pontificio «Cor unum» a la intercesión de la Virgen María, pidiéndole que os sostenga como sostuvo a los Apóstoles en el cenáculo, mientras esperaban al Espíritu de Pentecostés. Os imparto de corazón mi bendición apostólica a todos vosotros, a quienes colaboran con vosotros en las obras de caridad y a vuestros seres queridos.

 



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