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VISITA PASTORAL A BOLONIA
(27-28 DE SEPTIEMBRE DE 1997)

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LAS MONJAS DE CLAUSURA

Domingo 28 de septiembre de 1997

 

Amadísimas hermanas:

1. Con gran alegría os saludo afectuosamente a todas vosotras, que os habéis reunido en esta magnífica catedral de Bolonia y, a través de vosotras, deseo dirigirme a las monjas de clausura de los monasterios de Italia, unidas espiritualmente a las celebraciones del Congreso eucarístico nacional. Saludo al querido cardenal Eduardo Martínez Somalo, que ha celebrado esta mañana la santa misa para vosotras; asimismo, saludo al querido cardenal Giacomo Biffi, arzobispo de Bolonia, y a los obispos y sacerdotes presentes. El Congreso eucarístico, que se vive en estos días en Bolonia, es un acontecimiento espiritual extraordinario, que interesa a todo el pueblo de Dios. Y os interesa particularmente a vosotras, cuya vocación contemplativa se sitúa en el corazón mismo de la Iglesia. En efecto, vuestra misión consiste en alimentar y sostener la acción pastoral de la Iglesia con la valiosa contribución de la contemplación, la oración, el sacrificio, que continuamente ofrecéis en vuestros conventos, cuya silenciosa presencia manifiesta a los hombres de nuestro tiempo el inicio del reino de Dios.

2. Al igual que la Iglesia, también la comunidad monástica nace de la Eucaristía, se alimenta con el sacramento del Cuerpo y la Sangre del Señor y hacia él está constantemente orientada. Cada día la liturgia os invita a contemplar, a través del costado traspasado de Cristo en la cruz, el misterio del amor eterno del Padre, para testimoniarlo luego en vuestra vida totalmente consagrada a Dios. A vosotras Jesús os revela el misterio de su amor, para que lo conservéis, como María, en el silencio fecundo de la fe, convirtiéndoos como ella en colaboradoras en la obra de la salvación.

Amadísimas hermanas, vuestra vida, centrada y conservada en el misterio de la Trinidad, os hace partícipes del íntimo diálogo de amor que el Verbo entabla de forma ininterrumpida con el Padre en el Espíritu Santo.

Así, vuestro diario «sacrificium laudis », unido al cántico que constituyen vuestras vidas de personas consagradas en la vocación de clausura, anticipa ya en esta tierra algo de la eterna liturgia del cielo. La contemplativa, afirmaba la beata Isabel de la Trinidad, «debe estar siempre dedicada a dar gracias. Cada uno de sus actos y movimientos; cada uno de sus pensamientos y aspiraciones, al mismo tiempo que la arraigan más profundamente en el amor, son como un eco del Sanctus eterno» (Escritos, Retiro, 10, 2).

3. La Eucaristía es el don que Cristo hizo a su Esposa en el momento de dejar este mundo para volver al Padre. Queridas hermanas, la comunidad cristiana reconoce en vuestra vida un «signo de la unión exclusiva de la Iglesia- Esposa con su Señor» (Vita consecrata,  59). El misterio de la esponsalidad, que pertenece a la Iglesia en su totalidad (cf. Ef 5, 23-32), asume en las vocaciones de especial consagración un relieve particular, que alcanza su expresión más elocuente en la mujer consagrada, pues, por su misma naturaleza, es figura de la Iglesia, virgen, esposa y madre, la cual mantiene íntegra la fe que le dio a su Esposo, engendrando a los hombres a una vida nueva en el bautismo.

En la monja de clausura, además, precisamente porque está consagrada a vivir en plenitud el misterio esponsal de la unión exclusiva con Cristo, «se realiza el misterio celeste de la Iglesia» (San Ambrosio, De institutione virginis, 24, 255: PL 16, 325 C). Al misterio del «cuerpo entregado» y de la «sangre derramada », que toda Eucaristía representa y actualiza, la monja de clausura responde con la oblación total de sí misma, en la renuncia completa «no sólo de las cosas, sino también del "espacio", de los contactos externos, de tantos bienes de la creación» (Vita consecrata, 59). La clausura constituye una manera particular de «estar con el Señor», participando en su anonadamiento en una forma de pobreza radical, mediante la cual se elige a Dios como «lo único necesario» (cf. Lc 10, 42), amándolo exclusivamente como el Todo de todas las cosas. De ese modo los espacios del convento de clausura se dilatan en horizontes inmensos, porque están abiertos al amor de Dios que abraza a toda criatura.

Por tanto, la clausura no es sólo un medio de inmenso valor para lograr el recogimiento, sino también un modo sublime de participar en la Pascua de Cristo. La vocación a la vida contemplativa os inserta en el Misterio eucarístico, favoreciendo vuestra participación en el sacrificio redentor de Jesús por la salvación de todos los hombres.

4. A la luz de estas verdades se manifiesta el vínculo estrechísimo que existe entre contemplación y misión. Mediante la unión exclusiva con Dios en la caridad, vuestra consagración resulta, misteriosa pero realmente, fecunda. Esta es vuestra modalidad típica de participar en la vida de la Iglesia, la contribución insustituible a su misión, que os hace «colaboradoras de Dios mismo y apoyo de los miembros débiles y vacilantes de su Cuerpo inefable» (Santa Clara de Asís, Tercera carta a Inés de Praga, 8: Fuentes Franciscanas, 2.886).

En vuestra «forma de vida» se hace visible también a los hombres de nuestro tiempo el rostro orante de la Iglesia, su corazón totalmente rebosante de amor a Cristo y lleno de gratitud al Padre. De cada convento se eleva incesantemente la oración de alabanza e intercesión por el mundo entero, cuyos sufrimientos, expectativas y esperanzas vosotras estáis llamadas a acoger y compartir.

Vuestra vocación contemplativa constituye también un gozoso anuncio de la cercanía de Dios; anuncio muy importante para los hombres de hoy, que necesitan redescubrir la trascendencia de Dios y, al mismo tiempo, su presencia amorosa al lado de cada persona, especialmente de los pobres y desorientados.

Vuestra vida, que con su apartamiento del mundo, manifestado de forma concreta y eficaz, proclama el primado de Dios, constituye una llamada constante a la preeminencia de la contemplación sobre la acción, de lo eterno sobre lo temporal. En consecuencia, se propone como una representación y una anticipación de la meta hacia la que camina la comunidad eclesial: la futura recapitulación de todas las cosas en Cristo.

5. Que todo ello es verdad lo demuestra de modo significativo el ejemplo de santa Teresa de Lisieux, de cuya muerte recordamos este año el primer centenario, y que el próximo día 19 de octubre tendré la alegría de proclamar doctora de la Iglesia. Su breve existencia, que transcurrió en una vida oculta, sigue hablándonos del atractivo de la búsqueda de Dios y de la belleza de la entrega total a su amor.

En su anhelo ardiente de cooperar en la obra de la redención, como sabéis, se preguntaba cuál era su misión específica en la Iglesia. Ninguna opción le resultaba plenamente satisfactoria, hasta el día en que, iluminada interiormente, comprendió que la Iglesia tenía un corazón, y que este corazón ardía de amor: «En el corazón de la Iglesia, mi madre —decidió entonces—, yo seré el amor». Para realizar esta singular vocación al amor, es preciso que no os dejéis encandilar por la sabiduría mundana, pues sólo a los pequeños revela el Padre sus misterios, entrando en su corazón, que, según una hermosa expresión de santa Clara de Asís, es «mansio et sedes», «morada y sede» de la divina Majestad (cf. Tercera carta a Inés de Praga, 21- 26: Fuentes Franciscanas, 2.892-2.893).

Vuestras comunidades de clausura, con su propio ritmo de oración y ejercicio de la caridad fraterna, en donde la soledad se colma de la suave presencia del Señor y el silencio prepara el espíritu para la escucha de sus sugerencias interiores, son el lugar donde cada día os formáis en este conocimiento amoroso del Verbo del Padre. Os deseo de corazón que vuestra vida esté impregnada de esta constante aspiración hacia Dios, de una incesante oblación eucarística que transforme la existencia en total holocausto de amor, en unión con Cristo, por la salvación del mundo.

6. Gracias, amadísimas monjas de clausura, por el don precioso de vuestra aportación específica a la vida de la Iglesia y en particular por la oración con que acompañáis este Congreso eucarístico nacional.

Gracias por vuestra presencia como religiosas contemplativas, que mantienen viva en el corazón de la Iglesia la llamada a un amor total a Cristo esposo. La comunidad cristiana os agradece este testimonio.

Con vuestra vida de unión con el Señor sed signos elocuentes de su amor a toda la humanidad. Así daréis a todos la contribución espiritual de la esperanza y la alegría, orientando a los hombres hacia el encuentro con Cristo, nuestra auténtica paz.

A vosotras, a vuestras comunidades de clausura y a vuestras hermanas contemplativas de Italia, imparto de corazón una bendición apostólica especial.

 



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