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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL SEMINARIO DE FLORENCIA

Jueves 30 de abril de 1998

 

Señor cardenal;
amadísimos superiores y alumnos del seminario arzobispal de Florencia:

1. He acogido con mucho gusto vuestra petición de encontraros con el Papa. Sé que corresponde a un deseo vuestro profundo, que ha manifestado vuestro arzobispo, el venerado y querido hermano cardenal Silvano Piovanelli, a quien saludo cordialmente y doy las gracias. Mientras lo escuchaba, me venían a la memoria las imágenes de vuestra casa de formación, que el Señor me dio la alegría de visitar, en octubre de 1986, con ocasión de mi peregrinación apostólica a la diócesis y a la ciudad de Florencia.

Hoy es como si vosotros hubierais venido a devolverme esa visita, para testimoniar que el seminario sigue vivo y activo. En efecto, queridos superiores y alumnos, a quienes os doy mi más afectuosa bienvenida, sé que los miembros de vuestra comunidad provienen de diversas diócesis. Forman parte de ella seminaristas de Florencia, San Miniato, Volterra, Massa Marittima y Piombino, sin olvidar a los jóvenes procedentes de Polonia y de Kerala (India). Por tanto, sois una comunidad que, en cierta medida, puede llamarse legítimamente internacional.

No os ha traído hoy aquí una circunstancia específica. Y, sin embargo, ¿qué momento podía ser más adecuado que este, en vísperas del domingo llamado del «buen Pastor»? Precisamente en este domingo, el cuarto de Pascua, se celebra la Jornada mundial de oración por las vocaciones. El contexto litúrgico y eclesial brinda a nuestro encuentro un marco muy significativo, y nos invita a sentirnos unidos, en comunión de oración y de propósitos, con todas las comunidades vocacionales esparcidas por el mundo, en particular con aquellas en que, precisamente durante este período del año, se celebran las ordenaciones sacerdotales.

2. Toda la Iglesia es, en realidad, «comunidad vocacional», pues existe porque está llamada y enviada por el Señor para evangelizar a las naciones y hacer crecer en medio de ellas el reino de Dios. El alma de ese dinamismo espiritual, en virtud del cual todo bautizado está invitado a descubrir el don de Dios y a ponerlo al servicio de la edificación común, es el Espíritu Santo. He subrayado esta singular realidad en el Mensaje que dirigí con ocasión de la XXXV Jornada mundial de oración por las vocaciones. El Espíritu es como el viento que impulsa las velas de la gran barca de la Iglesia. Sin embargo, si observamos bien, ésta se sirve también de otras innumerables velas pequeñas, que son los corazones de los bautizados. Queridos hermanos, cada uno está invitado a izar su propia vela y a desplegarla con valentía, para permitir que el Espíritu actúe con toda su fuerza santificadora. Al permitir que el Espíritu actúe en la historia personal, se da también la mejor contribución a la misión de la Iglesia.

¡No temáis, queridos seminaristas, desplegar vuestra vela al soplo del Espíritu! Dejad que su fuerza de verdad y amor anime todas las dimensiones de vuestra joven existencia: vuestro compromiso espiritual, las intenciones profundas de vuestra conciencia, la profundización del estudio teológico y las experiencias de servicio pastoral, vuestros sentimientos y afectos, y vuestra misma corporeidad. Todo vuestro ser está llamado a responder al Padre por el Hijo en el Espíritu, para que toda vuestra persona se transforme en signo e instrumento de Cristo, buen pastor.

3. Queridos hermanos, os estáis preparando para ser, en la Iglesia y para la Iglesia, «representación sacramental de Jesucristo, cabeza y pastor» (Pastores dabo vobis, 15), a fin de proclamar con autoridad su Palabra y repetir sus gestos de perdón y salvación, sobre todo con el bautismo, la penitencia y la Eucaristía, y ejercer su amorosa solicitud, hasta la entrega total de sí por la grey (cf. ib.). Esta expresión, «representación sacramental », es muy fuerte y elocuente, y hace falta meditarla a fondo y, sobre todo, interiorizarla en el recogimiento de la oración.

En efecto, ¿quién podría considerarse a la altura de esa dignidad? Vienen a la memoria las palabras de la carta a los Hebreos: «Y nadie se arroga tal dignidad, sino el llamado por Dios» (Hb 5, 4). Se trata de acoger este don inmerecido con la disponibilidad humilde y valiente de María, que dice al ángel: «¿Cómo ser á esto?», y después de escuchar su iluminadora respuesta, se entrega sin reservas: «Heme aquí; hágase en mí según tu palabra» (cf. Lc 1, 34-38).

Queridos hermanos, el seminario es el tiempo providencial ofrecido a los llamados para renovar, día tras día, este «sí» al Padre por el Hijo en el Espíritu. A partir de este «sí» el ministerio sacerdotal puede llegar a ser, en las modalidades concretas de su devenir histórico, un «Amén» a Dios y a la Iglesia configurado con el «Amén» salvífico del buen Pastor, que da la vida por sus ovejas (cf. 2 Co 1, 20).

Para ello, oro por vosotros y con vosotros. Para ello, invoco la amorosa intercesión de la Reina de los Apóstoles, mientras os imparto de corazón a cada uno una especial bendición apostólica.



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