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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL PRIMER GRUPO DE OBISPOS DE ESTADOS UNIDOS
EN VISITA «AD LIMINA»


Viernes 27 de febrero de 1998

 

Eminencia;
queridos hermanos en el episcopado:

1. Al comenzar esta serie de visitas ad limina de los pastores de la Iglesia en Estados Unidos, os doy cordialmente mi bienvenida a vosotros, miembros del primer grupo de obispos, procedentes de la región eclesiástica de Nueva York, y envío un afectuoso saludo a todos los miembros de la Conferencia episcopal. Al reunirme con vosotros, quiero, en primer lugar alabar sinceramente a Dios por la comunidad católica de vuestro país, que procura ser cada vez más obediente al Señor en el amor y la fidelidad (cf. Ef 5, 24), avanzando en medio de los peligros de este mundo y el consuelo de Dios, anunciando la cruz de salvación y la muerte del Señor, hasta que venga (cf. 1 Co 11, 26). En particular, le expreso mi gratitud a usted y a sus hermanos en el episcopado por la amistad espiritual y la comunión en la fe y el amor que nos une en el servicio al Evangelio. Os agradezco vuestra participación, de diversas formas, en mi solicitud pastoral por la Iglesia universal. Durante todo mi pontificado he tenido innumerables ocasiones de experimentar el amor y la solidaridad hacia el Sucesor de san Pedro, que caracterizan a los católicos de Estados Unidos. En este año de preparación al gran jubileo, dedicado al Espíritu Santo, pido al «Señor, que da la vida» que recompense a la Iglesia en Estados Unidos con sus dones, que fortalecen y consuelan.

2. El jubileo nos invita a recordar y celebrar las bendiciones que el Padre ha derramado sobre nosotros en Jesucristo, el Señor de la historia y el Pastor supremo de nuestras almas (cf. 1 P 5, 4). Libres del pecado y lavados en la sangre del Cordero, hemos llegado a ser verdaderamente hijos de Dios, capaces de dirigirnos a él con absoluta confianza, porque sabemos que nos ama y nunca nos abandonará. Aunque nuestro ministerio nos recuerda constantemente los sufrimientos de tantos hermanos nuestros, especialmente los pobres y los perseguidos por su fe en Cristo, confiamos en que, al acercarse el tercer milenio, Dios está preparando una gran primavera cristiana (cf. Redemptoris missio, 86).

Por la encarnación del Hijo de Dios, la eternidad ha entrado en el tiempo. El tiempo se ha convertido en el escenario dramático donde se despliega la historia de la salvación; así, los aniversarios y los jubileos se transforman en tiempos de gracia, «un día bendecido por el Señor», «un año del Señor» (cf. Tertio millennio adveniente, 32). El gran jubileo del año 2000 será un tiempo de bendiciones únicas para la Iglesia y para el mundo, una gracia ya preparada por ese extraordinario acontecimiento eclesial de los últimos tiempos: el concilio Vaticano II, cuyos frutos aún están madurando para alcanzar su plenitud. Puesto que los documentos del Concilio representan el punto fundamental de referencia para la comprensión que la Iglesia tiene de sí misma y de su misión en este período de la historia, es conveniente que nuestra preparación para el gran jubileo incluya una seria meditación sobre cómo hemos recibido y aplicado, en nuestra condición de obispos, el rico cuerpo de enseñanzas elaborado por los padres conciliares (cf. ib., 36). En mis encuentros de este año con los obispos de Estados Unidos, me propongo reflexionar sobre algunos temas del Concilio, en un esfuerzo por descubrir cómo podemos asegurar mejor la realización de todo lo que Dios desea para la Iglesia.

3. ¿Cuál es el mayor desafío que debemos afrontar como obispos de la Iglesia? ¿Cuál es la necesidad más urgente de nuestros contemporáneos? Los hombres y mujeres de hoy, como los de todos los tiempos y lugares, anhelan la salvación. Desean redescubrir la verdad del señorío de Dios sobre la creación y la historia, encontrar su autorrevelación y experimentar su amor misericordioso en todas las dimensiones de su vida. La gran verdad que hay que proclamar en esta, y en todas las épocas, es que Dios ha entrado en la historia humana para que los hombres y mujeres puedan llegar a ser verdaderamente hijos de Dios. La constitución dogmática sobre la divina revelación, Dei Verbum, nos recuerda claramente que la verdad que proclamamos no es sabiduría humana, sino que depende completamente de la revelación de Dios mismo: «Quiso Dios (...) revelarse a sí mismo y manifestar el misterio de su voluntad: por Cristo, la Palabra hecha carne, y con el Espíritu Santo, pueden los hombres llegar hasta el Padre y participar de la naturaleza divina» (n. 2). Este es el centro del mensaje cristiano y la verdad fundamental que los obispos deben proclamar «a tiempo y a destiempo» (2 Tm 4, 2).

En la carta apostólica Tertio millennio adveniente, formulé la pregunta: «¿En qué medida la palabra de Dios ha llegado a ser plenamente el alma de la teología y la inspiradora de toda la existencia cristiana, como pedía la Dei Verbum (n. 36). De parte de todos, pero especialmente de los obispos, la fidelidad a la palabra revelada requiere una actitud de acogida atenta y oración. Requiere que nosotros mismos nos dejemos renovar y transformar por nuestro encuentro con su palabra viva. Así, seremos capaces de ayudar a los fieles a comprender que la sagrada Escritura es un don que recibimos dentro de la Iglesia. No se trata meramente de un «texto » para analizar; es, sobre todo, una invitación a la comunión con el Señor. Hay que leerla y acogerla con espíritu de apertura a dicha invitación. Esto no significa acercarse a la Escritura con una actitud acrítica; sino evitar lecturas basadas en un racionalismo estéril o en presiones culturales que comprometen la verdad bíblica. Estos enfoques impiden oír la llamada de Dios y privan al texto sagrado de su fuerza salvífica (cf. Rm 1, 16). San Pablo da gracias a Dios por quienes han aceptado la Escritura según lo que es realmente: la palabra de Dios, que obra en la comunidad de los creyentes (cf. 1 Tm 4, 13).

Hay que rendir homenaje a los numerosos y excelentes exegetas y teólogos católicos de Estados Unidos, que se han esforzado incansablemente por ayudar al pueblo cristiano a captar más nítidamente la palabra de Dios recogida en la Escritura, «de forma que reciba mejor, para vivir plenamente en comunión con Dios» (Discurso a la asamblea plenaria de la Pontificia Comisión Bíblica sobre la interpretación de la Biblia en la Iglesia, 23 de abril de 1993, n. 9: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 30 de abril de 1993, p. 6). Este importante esfuerzo sólo dará los frutos que deseaba el Concilio si es apoyado por una intensa vida espiritual en el seno de la comunidad creyente. Sólo el amor que «procede de un corazón limpio, de una conciencia recta y de una fe sincera» (1 Tm 1, 5), nos permite captar el lenguaje de Dios, que es Amor (cf. 1 Jn 4, 8).

4. Para que la nueva evangelización sea eficaz, nuestra catequesis debe transmitir la verdad plena del Evangelio, porque esta plenitud de verdad es la verdadera fuente de nuestra capacidad de enseñar con autoridad: una autoridad que los fieles reconocen fácilmente, cuando expresamos las verdades esenciales y transmitimos lo que hemos recibido (cf. 1 Co 15, 3). Nuestro oficio de enseñar «no está por encima de la palabra de Dios, sino a su servicio, para enseñar puramente lo transmitido, pues por mandato divino, y con la asistencia del Espíritu Santo, lo escucha devotamente (pie audit), lo custodia celosamente (sancte custodit), lo explica fielmente (fideliter exponit)» (Dei Verbum, 10).

Por el ministerio de la predicación y la enseñanza, toda la comunidad creyente debe llegar a entender y amar la Escritura y la Tradición, que unidas nos llevan a captar la presencia salvífica de Dios en la historia y nos muestran el camino que lleva a la comunión real de vida con él. De ese modo, toda la Iglesia entrará más profundamente en el misterio de la salvación, y llegará a comprender que la historia humana es el lugar del encuentro entre Dios y el hombre, el lugar en que se ofrece, se recibe y se construye la comunión con Dios.

5. El mensaje evangélico es siempre el mismo, aunque lo proclamemos en una cultura en constante transformación. Necesitamos reflexionar en la evolución de la cultura contemporánea, para discernir los signos de los tiempos que afectan a la proclamación del mensaje salvífico de Cristo. Por una parte, vemos que la gente por doquier tiene deseos de libertad y felicidad; eso indica una gran hambre espiritual. Se busca satisfacer esta hambre de diversos modos; pero el fracaso de muchas de las soluciones propuestas, ya sean filosofías, ideologías o modas, ha llevado, en la cultura contemporánea, a un gran malestar, e incluso a una corriente de desesperación. A menudo se define nuestro tiempo como una época de incertidumbre; esta incertidumbre, convertida en un principio que niega la posibilidad de conocer la verdad de las cosas, afecta a la vida moral, a la vida de oración y a la rectitud teologal de la fe del pueblo (cf. Tertio millennio adveniente, 36).

Por otra parte, mucha gente está cobrando cada vez mayor conciencia de que, para construir sociedades libres, justas y prósperas, y crear así las condiciones que satisfagan las aspiraciones más profundas y nobles del espíritu humano, la cultura mediante la cual se relacionan y se comunican debe corresponder a determinadas verdades básicas sobre la persona humana. Mi última visita a vuestro país tuvo lugar en 1995, durante la celebración del 50° aniversario de la Organización de las Naciones Unidas. En la sede de la Asamblea general expresé mi convicción de que la aceleración en la búsqueda humana de la libertad es uno de los grandes procesos de la historia moderna en todo el mundo. Este proceso se pone claramente de manifiesto por el hecho de que los pueblos del mundo reivindican una mayor participación en la decisión de las opciones políticas y económicas que les atañen (cf. Discurso a la Asamblea general de la Organización de las Naciones Unidas, 5 de octubre de 1995, n. 2). ¿No vemos, en el desarrollo de la historia, el avance gradual de algunas verdades evangélicas: la dignidad de la persona humana, un mayor respeto a los derechos humanos, un debido reconocimiento de la igual dignidad de la mujer y un rechazo de la violencia como medio de resolver los conflictos?

6. Sin embargo, la afirmación de algunos valores morales no es todavía la proclamación de Jesucristo, el único mediador entre Dios y los hombres (cf. 1 Tm 2, 5). Nuestra época necesita escuchar la verdad revelada sobre Dios, sobre el hombre y sobre la condición humana. Es el momento propicio para el kerigma. El desafío pastoral del gran jubileo consiste en proclamar con renovado vigor que «Jesucristo es el único Salvador del mundo, ayer, hoy y siempre» (cf. Hb 13, 8). Y la comunidad católica en Estados Unidos está llamada a obrar así, en un clima cultural en el que muchos de sus elementos más poderosos dudan de la existencia de la verdad objetiva y absoluta, y rechazan la misma idea de una enseñanza autorizada. El desafío del escepticismo radical puede llevar a la idea de que la Iglesia está al margen de la vida contemporánea. Pero aceptar esta suposición puede impulsar a pensar que el catolicismo, y de hecho el cristianismo en general, es sólo una forma, entre muchas otras, de una realidad humana genérica definida «religión».

Este no es el mensaje del concilio Vaticano II, que proclamó con firmeza el carácter central de Jesucristo para la historia humana y la misión esencial de la Iglesia de predicar el Evangelio a todas las naciones: porque «no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos» (Hch 4, 12). La Iglesia es enviada al mundo con una finalidad, y esta finalidad evangélica es hacer que el mundo comprenda su historia y sus aspiraciones de un modo más adecuado, más verdadero, a través del Evangelio. Si esta es la verdad que proclamamos, entonces la Iglesia no estará nunca al margen, aunque parezca débil a los ojos del mundo. Frente a una modernidad que ha perdido la capacidad de realizar la noble aspiración de lograr la completa liberación del hombre, de todo hombre y de toda mujer, la Iglesia sigue siendo testigo del significado pleno de la libertad humana. Está comenzando una nueva fase en la historia de la libertad, y en estas circunstancias es necesario que la Iglesia, especialmente a través de sus pastores, enseñe y muestre que «las capacidades liberadoras de la ciencia, de la técnica, del trabajo, de la economía y de la acción política darán sus frutos si encuentran su inspiración y su medida en la verdad y en el amor, más fuertes que el sufrimiento, que Jesucristo ha revelado a los hombres» (Congregación para la doctrina de la fe, Instrucción sobre libertad cristiana y liberación, 22 de marzo de 1986, n. 24).

El desafío es enorme, pero el tiempo es propicio, porque las otras fuerzas culturales se han agotado, no son creíbles o carecen de recursos intelectuales adecuados para satisfacer el anhelo humano de una liberación auténtica, aunque esas fuerzas aún logran ejercer una fuerte atracción, especialmente a través de los medios de comunicación social. El gran logro del Concilio es haber llevado a la Iglesia a afrontar la modernidad con la verdad sobre la condición humana, que nos dio Jesucristo; él es la respuesta al interrogante que plantea toda vida humana. La misión de un obispo consiste en ser testigo convincente y maestro valiente de la verdad que libera al hombre (cf. Jn 8, 42).

7. Queridos hermanos en el episcopado, durante la última cena Jesús exhortó y animó a sus discípulos: «Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él, y haremos morada en él» (Jn 14, 23). Sabemos que el Espíritu habita en la Iglesia y guía a los fieles hacia una comprensión cada vez más profunda de la palabra de Dios, porque Cristo anunció a sus discípulos: «el Espíritu os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho » (Jn 14, 26). El Espíritu Santo os asista siempre en el cumplimiento de la misión que el Concilio confió, sobre todo, a los pastores de la Iglesia: comunicar la verdad y la gracia de Cristo a los hombres y mujeres de nuestro tiempo (cf. Ad gentes, 2; Redemptoris missio, 1).

Encomiendo a la intercesión de María, Madre de la Iglesia y patrona de Estados Unidos, las alegrías y dificultades de vuestro ministerio y las necesidades y esperanzas de vuestras Iglesias particulares y de toda la comunidad católica que está en vuestro país. A cada uno de vosotros, y a todos los sacerdotes, religiosos y laicos de vuestras diócesis, imparto cordialmente mi bendición apostólica.



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