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 DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LAS RELIGIOSAS SIERVAS DE MARÍA DE PISTOIA

 Lunes 5 de enero de 1998

 

Amadísimas hermanas:

1. Os acojo con alegría, mientras estáis reunidas en Roma para el capítulo general de vuestra congregación. Agradezco a vuestra superiora general, madre Luisa Giuliani, las palabras que me ha dirigido en nombre de todas, y le deseo que realice con generosidad y copiosos frutos el mandato que le ha sido confirmado.

Vuestra reunión, queridas hermanas, coincide casi con el tiempo litúrgico de Navidad, tiempo muy propicio para recoger, a la luz de la fe, todas las experiencias e, imitando el ejemplo de la Virgen María, meditar en el designio de Dios, en nuestra vocación y en la misión que él nos encomienda.

Vuestra familia religiosa está consagrada a la Madre de Dios; os invito, de modo particular, a aprender de ella cada vez más profundamente la virtud del discernimiento, con plena docilidad a la acción del Espíritu Santo, al que está dedicado este año, como preparación al gran jubileo del año 2000.

2. También el tema del actual capítulo: «Con María, la mujer nueva, al servicio de Dios en nuestros hermanos», os invita a volver a comenzar una nueva etapa en vuestro camino, bajo la guía de ella, que es modelo de consagración y seguimiento según el espíritu del radicalismo evangélico (cf. Vita consecrata, 28).

Vuestra reflexión, basada en el carisma que marca la identidad de vuestro instituto, ha subrayado la importancia de la formación permanente y ha puesto de manifiesto las exigencias de la misión en los ámbitos de la educación, la asistencia, la sanidad y la pastoral.

A propósito de la formación permanente, quisiera recordar el primado de la vida en el Espíritu. «En ella la persona consagrada encuentra su identidad y experimenta una serenidad profunda, crece en la atención a las insinuaciones cotidianas de la palabra de Dios y se deja guiar por la inspiración originaria del propio instituto. Bajo la acción del Espíritu se defienden con denuedo los tiempos de oración, de silencio, de soledad, y se implora de lo Alto el don de la sabiduría en las fatigas diarias (cf. Sb 9, 10)» (ib., 71).

3. Vuestros trabajos están proporcionando orientaciones fundamentales para la vida de cada religiosa y de cada comunidad: ante todo, el compromiso de renovar, a ejemplo de las madres fundadoras, vuestro «ser» y vuestro «servir»; luego, la conciencia de la necesidad de poner siempre a Cristo en el centro de vuestra existencia, así como de renovar y consolidar constantemente relaciones de comunión; en fin, en el campo del apostolado, la orientación a hacer vuestra la opción de «humanizar la vida» en los diversos ámbitos de vuestro servicio: escuelas, casas-familia, hospitales, hogares para ancianos, y centros que responden a diferentes formas de marginación.

No puedo menos de alentaros a proseguir con renovado entusiasmo en estas líneas de acción que el Espíritu del Señor os está sugiriendo en un momento tan importante para la vida del instituto, como es la celebración del capítulo general: abrid vuestro corazón para acoger las mociones interiores de la gracia de Dios.

4. Vuestra visita, queridas hermanas, me brinda la oportunidad de expresaros mi gratitud y mi aprecio por vuestro compromiso, y de confirmaros en vuestros propósitos. Sabéis bien cuán grande es la estima de la Iglesia por la vida consagrada. De dicha estima dio un testimonio singular la Asamblea del Sínodo de los obispos sobre la vida consagrada, que fue, ante todo, un coro de acción de gracias por el gran don de la vida consagrada. En efecto, se sitúa en el corazón mismo de la Iglesia y es un elemento decisivo para su misión (cf. ib., 3), a la que da una contribución específica mediante el testimonio de una vida entregada totalmente a Dios y a los hermanos (cf. ib., 76).

Ojalá que, con la ayuda materna de María santísima, éste sea el compromiso de cada una de vosotras y de toda vuestra congregación. Con este deseo, os imparto de corazón a vosotras y a vuestras hermanas una especial bendición apostólica.

 



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