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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LAS OBRAS MISIONALES PONTIFICIAS


Viernes 5 de junio de 1998

 

Venerados hermanos en el episcopado y el sacerdocio;
amadísimos hermanos y hermanas
:

1. Al término de vuestra asamblea general anual, habéis deseado, como en el pasado, encontraros conmigo, y es para mí una gran alegría acogeros y saludaros cordialmente. Aprovecho la ocasión para expresaros mi profundo agradecimiento por la incansable e intensa labor que realizáis al servicio de la Iglesia misionera. Saludo, ante todo, al cardenal Jozef Tomko, prefecto de la Congregación para la evangelización de los pueblos, que se ha hecho intérprete de vuestros sentimientos; a monseñor Charles Schleck, secretario adjunto de la Congregación y presidente de las Obras misionales pontificias; a los secretarios generales, a los consiliarios, a los directores nacionales, procedentes de muchos países del mundo, y al personal de los secretariados generales. Con afecto os renuevo mi sincera y fraterna bienvenida.

2. A través de cada uno de vosotros quisiera hacer llegar mi saludo a las comunidades eclesiales de donde venís. Algunas de ellas tienen una antigua y gloriosa tradición misionera, y han desempeñado un papel significativo en la difusión del Evangelio. Con el envío generoso de misioneros y la utilización de notables recursos económicos, han favorecido el nacimiento y el desarrollo de las Iglesias jóvenes, muchas de las cuales, durante estos años, están celebrando el centenario de su evangelización. Pero, no podemos menos de expresar públicamente nuestra estima también por las diócesis que, a pesar de carecer de personal apostólico y de medios económicos, se esfuerzan por responder con valentía al mandato misionero, abriéndose a las exigencias de la llamada universal a la salvación, en la medida que se lo permiten sus limitadas posibilidades. ¡Qué providencial realidad de intercambio mutuo entre las Iglesias, en el que cada una comparte con las demás los dones recibidos de Dios! Se trata de un impulso del Espíritu Santo, que abre el corazón de cada creyente, con una significativa experiencia apostólica, a las necesidades del mundo entero. Gracias a la ayuda de todos los bautizados es posible difundir a un número cada vez mayor de personas la perenne verdad del Evangelio.

Sí, es obra del Espíritu el impulso a elevar la mirada de las propias necesidades inmediatas para dirigirla a las exigencias de cuantos están «como ovejas que no tienen pastor» (Mc 6, 34), y «quieren ver a Jesús» (Jn 12, 21).

Queridos directores nacionales de las Obras misionales pontificias, es importante el papel que os corresponde en esta acción evangelizadora. Que vuestra solicitud por sensibilizar a los miembros de las comunidades cristianas con vistas a la obra de evangelización sea siempre vuestra preocupación primera y fundamental. El trabajo que os compete como responsables de estas Obras es un servicio dirigido de suyo a toda la Iglesia; un servicio que las cuatro Obras, que «tienen en común el objetivo de promover el espíritu misionero universal en el pueblo de Dios» (Redemptoris missio, 84), prestan de modo diverso y complementario.

Mientras que la Obra pontificia de la Santa Infancia tiene como objetivo infundir en los católicos, desde su más tierna edad, un espíritu auténticamente misionero, la Obra pontificia de San Pedro apóstol tiene como finalidad la formación de los seminaristas, los religiosos y las religiosas en las Iglesias de fundación reciente. Es necesario que esta actividad de sensibilización misionera implique a todo el pueblo de Dios y llegue a ser una exigencia que todos sientan. Tener vivo este anhelo apostólico corresponde sobre todo a la Obra pontificia de la Propagación de la fe, cuya finalidad es hacer que en la nueva evangelización participen las familias, las comunidades de base, las parroquias, las escuelas, los movimientos, las asociaciones y los institutos religiosos, de modo que cada diócesis tome conciencia de su vocación misionera universal (cf. Estatutos de las Obras misionales pontificias, Roma 1980, II, 9/a) no sólo por lo que concierne a la colecta de ayudas materiales y a la cooperación espiritual, sino también por lo que se refiere a la promoción de las vocaciones misioneras, tanto «ad tempus» como «ad vitam ».

Doy gracias también al Señor por el trabajo que la Unión misionera pontificia está realizando, y la aliento a dirigir todos sus esfuerzos a la animación de los animadores y a la formación de los formadores, respondiendo de ese modo a su vocación específica. Precisamente por eso, fue definida «el alma de las demás Obras» (cf. Pablo VI, carta ap. Graves et increscentes).

3. Amadísimos hermanos y hermanas, al concluir este encuentro, os expreso de corazón el deseo de que vuestro celo apostólico, alimentado por la oración constante y una devoción filial a María santísima, acompañe día tras día vuestra actividad. Que el icono de la Virgen, recogida en contemplación orante en el cenáculo con los Apóstoles, sea la imagen de las comunidades cristianas siempre a la escucha de Dios y dispuestas a recibir fuerza del Espíritu Santo. ¡Dejaos guiar por el Espíritu de Dios! Colaborad con él en la animación de todo el pueblo cristiano, para que sea fiel a Cristo, que quiere que se dedique generosamente a la edificación de su Reino. «Se impone a todos los cristianos .recuerda el concilio Vaticano II. la obligación gloriosa de colaborar para que todos los hombres, en el mundo entero, conozcan y acepten el mensaje divino de salvación» (Apostolicam actuositatem, 3).

El futuro de la misión y vuestro programa es: «Hoy y más allá del año 2000», como bien lo expresa el título de vuestro congreso.

A la vez que os pongo en las manos misericordiosas de María, Estrella de la evangelización, os aseguro mi constante recuerdo en la oración. Os exhorto a proseguir por el camino emprendido y os imparto de corazón una bendición apostólica especial, que extiendo a todos vuestros colaboradores en el incansable trabajo de animación misionera.

 



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