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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS MIEMBROS DE LA OBRA DE LA IGLESIA

Sábado 7 de marzo de 1998

 

Queridos hermanos y hermanas:

1. Con gusto recibo hoy a los miembros de la Obra de la Iglesia que, formando este numeroso grupo, habéis querido peregrinar hasta Roma para renovar los sentimientos de amor y afecto al Papa, Sucesor del apóstol Pedro, y el compromiso de entrega y servicio a la Iglesia de Jesucristo. Os mueve a ello la reciente aprobación pontificia de vuestra Obra, que ha sido reconocida como institución eclesial, compuesta por las tres ramas de vida consagrada: sacerdotal, laical masculina y femenina, en torno a las cuales se organizan las demás ramas: adheridos, militantes y colaboradores. Al daros la bienvenida, os agradezco vuestra presencia aquí y, de modo especial, todo lo que hacéis en los diversos campos de apostolado que los obispos os han confiado.

2. La Obra de la Iglesia surgió en 1959, de manos de la que hoy es vuestra presidenta, la Madre Trinidad Sánchez Moreno. Posteriormente, erigida como Pía Unión en la archidiócesis de Madrid, ha ido recorriendo diversas etapas hasta llegar al momento, tan deseado por la fundadora y por todos los miembros, de la promulgación del decreto que la reconoce como de derecho pontificio. En estos años la Obra de la Iglesia se ha distinguido por su fidelidad y amor al Papa, así como por su espíritu de cooperación en las diócesis donde tiene centros. Por esto habéis querido estar también presentes en Roma, ofreciendo vuestra colaboración en algunos campos de apostolado. Así lo pude comprobar en la visita pastoral que realicé a la parroquia Nuestra Señora de Valme, confiada a sacerdotes de vuestra institución, conociendo más de cerca las actividades que lleváis a cabo.

3. En este encuentro de hoy deseo animaros a vivir con generosidad el misterio de la Iglesia, que en Cristo «es como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (Lumen gentium, 1). Para ello, seguid trabajando con fidelidad al Papa y a los obispos, para mostrar a los hombres de nuestro tiempo lo bello y atractivo de ese don de Dios a la humanidad, como es su Iglesia.

A este respecto, siguiendo las orientaciones de mi exhortación apostólica Vita consecrata, es aconsejable que los consagrados y consagradas reciban una formación permanente mediante una adecuada formación teológica, conscientes de que de ellos se espera una nueva y luminosa propuesta de amor, con el testimonio de una castidad que agranda el corazón, de una pobreza que elimina barreras y de una obediencia que construye comunión en la comunidad, en la Iglesia y en el mundo. Todos, además, debéis profundizar en las enseñanzas que la Escritura y la Tradición nos presentan sobre la Iglesia, de modo que vuestro amor a ella esté basado en la sólida doctrina que después transmitiréis en vuestros apostolados.

4. La Virgen María, proclamada Madre de la Iglesia, fue presentada por el concilio Vaticano II como «ejemplo de aquel amor de madre que debe animar a todos los que colaboran en la misión apostólica de la Iglesia para engendrar a los hombres a una vida nueva» (ib., 65). Que su materna intercesión os acompañe en vuestro camino y os haga ser fieles a los compromisos que, dóciles al Espíritu Santo, habéis asumido para gloria de Dios y servicio de la Iglesia. Que os sea también de ayuda la bendición apostólica que os imparto con afecto.

 



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