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MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A UN CONGRESO EUROPEO PARA DIRECTORES NACIONALES
Y OBISPOS RESPONSABLES DE LA PASTORAL SOCIAL Y DEL TRABAJO

 

Al venerado hermano monseñor
FERNANDO CHARRIER
obispo de Alessandria
presidente de la comisión episcopal para los problemas sociales y el trabajo

1. La Asamblea especial para Europa del Sínodo de los obispos de 1991 fue un momento de gran importancia en el camino de la nueva evangelización emprendido por las Iglesias del continente. Quiso reafirmar las raíces cristianas comunes de Europa, indispensables para el actual proceso de integración europea.

En efecto, los padres de la nueva Europa y cualificados representantes del mundo de la cultura llegaron a la convicción de que esa integración no puede limitarse a la construcción de la «Europa de los mercados», sino que debe tener como objetivo principal una Europa de los pueblos, en la que la historia, las tradiciones, los valores, la legislación y las instituciones de las diversas naciones se conviertan en motivo de diálogo e intercambio recíproco con vistas a una cooperación eficaz para la realización de una Europa política, en la que la aspiración a la unidad no vaya en detrimento de las riquezas y las diferencias de cada pueblo.

Las situaciones de dificultades económicas y políticas presentes en los diversos Estados interpelan a las Iglesias, que están llamadas a ser punto de encuentro y factor de unidad para todo el género humano (cf. Gaudium et spes, 42). Se les pide un renovado esfuerzo para que la verdad sobre el hombre y sobre la sociedad, el bien de la libertad, y especialmente de la religiosa, la justicia social, la solidaridad, la subsidiariedad y el carácter central de la persona humana se estabilicen en la mentalidad, en la legislación y en los comportamientos de los pueblos europeos.

2. Como recordé el 13 de diciembre de 1991, al concluir la Asamblea especial del Sínodo de los obispos, en el umbral del tercer milenio la situación del continente se presenta tan variada y compleja que hace difícil el camino hacia la anhelada integración. Eso atañe también a los creyentes en Cristo, a causa de las divisiones que se han producido entre ellos a lo largo del segundo milenio. El camino ecuménico exige el compromiso de todos, se realiza en todos los niveles mediante gestos y palabras, y puede encontrar un terreno fecundo en el ámbito de la pastoral social y del trabajo.
En efecto, las situaciones y los problemas sociales son comunes tanto a los católicos como a los creyentes de otras confesiones cristianas, y todos están llamados a trabajar juntos para que no se considere al hombre como un medio de producción, sino como un sujeto eficiente del trabajo y su verdadero artífice y creador (cf. Laborem exercens, 7). Por eso, el trabajo humano puede constituir un terreno privilegiado para superar «las dolorosas laceraciones que contradicen abiertamente la voluntad de Cristo y son un escándalo para el mundo» (Tertio millennio adveniente, 34). Este esfuerzo común, que desde hace tiempo realizan los trabajadores, resulta más fácil hoy tras la caída de las ideologías que durante decenios fueron motivo de contraposiciones e instrumentalizaciones políticas.

Más allá de las inspiraciones ideales personales, los trabajadores actúan juntos en las diversas organizaciones en defensa de sus derechos. Como escribí en la encíclica Laborem exercens, «si es verdad que el hombre se alimenta con el pan del trabajo de sus manos, es decir, no sólo con el pan de cada día que mantiene vivo su cuerpo, sino también con el pan de la ciencia y del progreso, de la civilización y de la cultura, entonces es también verdad perenne que se alimenta con ese pan con el sudor de su frente; o sea, no sólo con el esfuerzo y la fatiga personales, sino también en medio de tantas tensiones, conflictos y crisis que, en relación con la realidad del trabajo, trastocan la vida de cada sociedad y aun de toda la humanidad» (n. 1). Esta solidaridad, fundada en la cultura común, en análogas condiciones de vida y en idénticos problemas, puede constituir un buen marco de encuentro para el diálogo religioso con el fin de llegar a la unidad por la que Cristo nuestro Señor pidió en la última cena: «para que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti» (Jn 17, 21).

3. La exigencia de confrontación brota de la urgencia de la evangelización en un campo, el social, que hoy absorbe gran parte de las energías y del tiempo de la clase directiva y de la gente común. El anuncio del Evangelio en este ámbito, hecho de forma actualizada y más incisiva, puede favorecer la nueva era de civilización que la perspectiva de la unidad europea está abriendo para el continente. Los europeos están redescubriendo cada vez más la tarea de «exportar » las riquezas de cultura y civilización que proceden de sus raíces cristianas. Para cumplir esa histórica misión, los cristianos de Europa no pueden por menos de interpelarse sobre su propia fidelidad al Redentor, a su palabra y a su vida; sobre la acogida atenta y disponible de las enseñanzas del Magisterio; y sobre el efectivo arraigo de algunas de sus formas actuales de vida en la fe cristiana, fundamento de la civilización europea.

Dado que «una fe que no se convierte en cultura es una fe no plenamente acogida, no totalmente pensada, no fielmente vivida» (Discurso al primer congreso nacional italiano del Movimiento eclesial de compromiso cultural, 16 de enero de 1982, n. 2: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 2 de mayo de 1982, p. 19), el encuentro de los responsables de la pastoral social y del trabajo de las Iglesias de Europa tiene como finalidad reafirmar la prioridad de la evangelización de la dimensión social de la vida, con vistas a una nueva cultura europea, sostenida por la milenaria tradición cristiana. El renovado anuncio del Evangelio, que quiere ayudar a los hombres de Europa a construir un continente abierto y solidario, pasa necesariamente por algunos momentos que constituyen objetivos comunes de los proyectos pastorales.

4. Europa necesita esperanza, pero sólo puede darla quien ofrece al hombre perspectivas de gran alcance espiritual y moral, como son las que brotan de la atención a los signos de los tiempos y de la lectura sapiencial de la historia, a la luz de la palabra de Dios, acogida y meditada en sintonía con la Iglesia.

Frente a los nuevos problemas de la globalización de la cultura, de la política, de la economía y de la administración, urgen reglas seguras, suscitadas por la visión de la vida que se halla presente en el pensamiento social cristiano, en el que es decisivo el compromiso contemporáneo en favor de la globalización de los valores de la solidaridad, la equidad, la justicia y la libertad.

En esta perspectiva se sitúan el concilio Vaticano II y el Magisterio social reciente que, aun reconociendo los valores de la modernidad, los arraigan en el acontecimiento de Cristo Señor para defenderlos de posibles desviaciones. Por lo demás, la nueva evangelización no se limita a oponerse al secularismo, sino que busca instaurar modos de vivir la fe capaces de regenerar el entramado cívico de las comunidades y de la vida democrática.

5. Después de la primera Asamblea especial para Europa del Sínodo de los obispos, las Iglesias han redescubierto la utilidad de reunirse para intercambiar experiencias y dificultades, y para programar líneas comunes en el esfuerzo de evangelización del mundo del trabajo.

La perspectiva de la integración política exige a las Iglesias un renovado empeño común para afianzar la Europa del próximo milenio sobre las bases duraderas y fecundas del cristianismo. En el marco actual, el compromiso de la pastoral social y del trabajo debe ayudar a redescubrir y vivir la verdad evangélica en los areópagos de la economía, la política y el trabajo. En efecto, antes que el territorio se han de considerar los ámbitos de vida del hombre y las culturas. Sobre todo en este contexto la Iglesia escucha la llamada que el macedón dirigió durante un sueño al apóstol Pablo: «Ven (...) y ayúdanos» (Hch 16, 9). Ojalá que el gran jubileo del año 2000 encuentre a la Iglesia más generosa y dispuesta a acoger el mandato del Señor: «Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura» (Mc 16, 15), para llevar por doquier con renovado ardor el anuncio de la salvación.

Con estos deseos, a la vez que encomiendo vuestro encuentro a la maternal intercesión de la Virgen de Nazaret y de san José, le imparto una especial bendición apostólica a usted, venerado hermano, a los obispos, a todos los que han intervenido, a los que forman parte del variado mundo del trabajo y a los que esperan encontrar un empleo.

Vaticano, 10 de noviembre de 1998

JUAN PABLO II



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