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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LA ASAMBLEA PLENARIA DE LA CONGREGACIÓN
PARA LA EVANGELIZACIÓN DE LOS PUEBLOS


Viernes 20 de noviembre de 1998

 

Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado;
amadísimos hermanos y hermanas:

1. Me alegra daros mi cordial bienvenida a todos vosotros, miembros de la plenaria y oficiales del dicasterio para la evangelización de los pueblos. Agradezco al señor cardenal Jozef Tomko las amables palabras que ha querido dirigirme, también en nombre de los presentes. Os saludo a cada uno y os agradezco el generoso empeño con que os dedicáis a la difusión del mensaje evangélico.

El tema de vuestra plenaria de este año versa sobre «la dimensión misionera de los institutos de vida consagrada y de las sociedades de vida apostólica». Se trata de un tema de gran importancia y actualidad, porque sigue la línea de las enseñanzas de la encíclica Redemptoris missio y de la exhortación apostólica Vita consecrata.

Habéis hecho muy bien en centrar vuestras reflexiones en el papel de la vida consagrada en la misión ad gentes. En efecto, es grande la contribución que da a la evangelización la numerosa multitud de monjes, religiosos y miembros de institutos de vida religiosa y misionera, y de sociedades de vida apostólica. Durante el último siglo también las religiosas se han insertado en gran número en el dinamismo misionero, manifestando con su carisma peculiar el rostro misericordioso de Dios y el corazón materno de la Iglesia.

La historia de todos los pueblos se ha enriquecido con el influjo de la presencia de los consagrados, con su testimonio, con su actividad caritativa y evangelizadora, y con su sacrificio. Y todo esto no es sólo historia del pasado. En los territorios de misión, siguen siendo numerosos los sacerdotes religiosos; con las religiosas y los hermanos, constituyen la mayoría de las fuerzas vivas para la misión. En los países en que la Iglesia ha reanudado recientemente su presencia, los religiosos siguen estando en la vanguardia de la proclamación del Evangelio a todos los pueblos.

Hoy quisiera renovar a los religiosos y a las religiosas mi más vivo aliento y mi gratitud. Queridos hermanos, el Papa y toda la Iglesia cuentan con vosotros, sobre todo para la misión ad gentes, que constituye la tarea primordial y el paradigma de toda la misión de la Iglesia (cf. Redemptoris missio, 34 y 66).

2. A la luz de las enseñanzas del concilio Vaticano II, son numerosos los signos del Espíritu que influyen en la vida consagrada y en su papel misionero. También gracias a los Sínodos, en la Iglesia se ha tomado mayor conciencia de la vocación misionera que afecta a los diversos estados de vida: cristianos laicos, ministros ordenados y consagrados. Dentro de la comunidad cristiana estos estados son necesarios y complementarios; por eso, hay que promoverlos y animarlos en la comunión recíproca.

Además, durante los años del posconcilio, los miembros de los institutos de vida consagrada y de las sociedades de vida apostólica se han dedicado con generosidad a la renovación propuesta por la Iglesia y a la profundización de sus carismas específicos. Así, han redescubierto la dimensión misionera insita en la constitución y en la praxis de cada uno de ellos.

Demos gracias al Señor también porque las vocaciones a la vida consagrada en sus diversas formas están aumentando de modo evidente en las Iglesias jóvenes, lo cual hace tener buenas esperanzas con respecto al futuro de la misi ón. Los religiosos y las religiosas que provienen de esas Iglesias ayudan con su presencia activa y contribuyen a la obra misionera universal.

También los obispos, pastores del pueblo cristiano, animadores de la comunión eclesial e impulsores del compromiso pastoral, durante estos años han comprendido con más claridad su papel de custodios y promotores de los carismas de la vida consagrada. Como escribí en la citada exhortación apostólica Vita consecrata: «Los obispos en el Sínodo lo han confirmado muchas veces: de re nostra agitur, es algo que nos afecta. En realidad, la vida consagrada está en el corazón mismo de la Iglesia como elemento decisivo para su misión» (n. 3). A este propósito, dirijo un apremiante llamamiento a los obispos responsables de institutos diocesanos, numerosos en muchos territorios de misión, para que dediquen especial atención a la formación y al crecimiento espiritual de los candidatos.

3. A pesar de los grandes progresos logrados hasta ahora, las necesidades de la misión ad gentes siguen siendo todavía inmensas y urgentes. En la Redemptoris missio escribí: «La actividad misionera representa aún hoy el mayor desafío para la Iglesia. Mientras se aproxima el final del segundo milenio de la Redención, resulta cada vez más evidente que las gentes que todavía no han recibido el primer anuncio de Cristo son la mayoría de la humanidad» (n. 40). Y añadí: «Nuestra época, con la humanidad en movimiento y búsqueda, exige un nuevo impulso en la actividad misionera de la Iglesia. Los horizontes y las posibilidades de la misión se ensanchan, y los cristianos estamos llamados a la valentía apostólica, basada en la confianza en el Espíritu» (ib., 30). También con ocasión del nombramiento de obispos en algunas diócesis, especialmente de Asia, me doy cuenta de que la misión es aún incipiente.

La misión ad gentes, en el umbral del tercer milenio, exige un renovado impulso y nuevos misioneros, interpelando ante todo, en virtud de su vocación, precisamente a los consagrados. Lo subrayé en la mencionada exhortación apostólica: «Este deber continúa urgiendo hoy a los institutos de vida consagrada y a las sociedades de vida apostólica: el anuncio del Evangelio de Cristo espera de ellos la máxima aportación posible. También los institutos que surgen y que operan en las Iglesias jóvenes están invitados a abrirse a la misión entre los no cristianos, dentro y fuera de su patria. A pesar de las comprensibles dificultades que algunos de ellos puedan atravesar, conviene recordar a todos que, así como la fe se fortalece dándola, también la misión refuerza la vida consagrada, le infunde un renovado entusiasmo y nuevas motivaciones, y estimula su fidelidad. Por su parte, la actividad misionera ofrece amplios espacios para acoger las variadas formas de vida consagrada» (Vita consecrata, 78).

Por consiguiente, invito a los institutos de consagración especial a comprometerse aún más en la misión ad gentes, convencido de que este celo misionero les atraerá vocaciones auténticas y será levadura para la verdadera renovación de las comunidades.

Me dirijo ahora a vosotros, queridos pastores de Iglesias antiguas y jóvenes, pidiéndoos no sólo que cultivéis la vida consagrada, sino también que la impulséis en ese sentido. Los institutos exclusivamente misioneros esperan ser confirmados y apoyados en la primera evangelización y en la animación misionera (cf. Redemptoris missio, 65-66); las religiosas y los religiosos, tanto contemplativos como activos, necesitan ser estimulados a «contribuir de modo especial a la tarea misional, según el modo propio de su instituto» (Código de derecho canónico, c. 783; cf. Redemptoris missio, 69); es preciso animar a las personas consagradas, al igual que a los sacerdotes diocesanos y a los laicos, a comprometerse en la misión ad gentes, aunque sea durante períodos limitados de su ministerio (cf. Redemptoris missio, 67-68, 71-72).

La Iglesia entera necesita este nuevo compromiso apostólico. En efecto, la evangelización y la obra misionera son la contribución inicial y fundamental que da a la humanidad. Espíritu misionero de los consagrados

4. Es evidente que la misión no consiste y no se agota en una actividad de mera organización, sino que está relacionada estrechamente con la vocación universal a la santidad (cf. Redemptoris missio, 90). Esto vale para todo cristiano y, con mayor razón, para los cristianos que viven su fe compartiendo el proyecto de un instituto de vida consagrada o de una sociedad de vida apostólica. Están llamados a una relación íntima con Dios, que es amor (cf. Vita consecrata, 84). La profesión religiosa les exige una conformación cada vez más integral y visible a Cristo casto, pobre y obediente (cf. ib., 93). La vida comunitaria los impulsa a vivir la comunión y a ser signos e instrumentos de unidad en el pueblo de Dios (cf. ib., 51), al tiempo que el servicio eclesial los invita a la coherencia entre su vida y su actividad apostólica (cf. ib., 85).

«Tender a la santidad» es, en síntesis, el programa de toda vida consagrada. «Dejando todo por Cristo, anteponiéndolo a cualquier otra cosa para poder participar plenamente en su misterio pascual » (ib., 93): éste es el sentido de un seguimiento capaz de implicar y transformar a las personas.

A este programa y a este seguimiento las comunidades de vida consagrada, también en las Iglesias jóvenes, han de dedicar la mayor atención y han de convertirse en oasis y en «escuelas de verdadera espiritualidad evangélica», señalándose a sí mismas y señalando a los demás fieles y al mundo los valores definitivos y las metas últimas del camino humano.

Encomendando a la protección de María santísima, Reina de los Apóstoles, vuestra asamblea plenaria, invoco su asistencia materna sobre todos los consagrados y las consagradas implicados en la acción misionera en todos los rincones de la tierra.

A todos y a cada uno os aseguro mi recuerdo en la oración, y os imparto de buen grado una especial bendición apostólica.

 



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