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DISCURSO DEL PAPA JUAN PABLO II
A LAS MISIONERAS COMBONIANAS

Viernes 9 de octubre de 1998

 

Amadísimas hermanas:

1. Bienvenidas a este encuentro, con el que, como culminación de vuestro XVII capítulo general, habéis querido manifestar al Vicario de Cristo vuestra afectuosa devoción y vuestra renovada fidelidad a su magisterio de Pastor universal de la Iglesia.

Saludo a la madre Adele Brambilla, a quien felicito por su reciente elección como superiora general, deseándole que Dios la ilumine, para que sepa guiar a las Misioneras Combonianas hacia nuevas metas de celo apostólico y de servicio a los hermanos más pobres. Dirijo un saludo particular a la madre Mariangela Sardi, superiora general saliente, manifestándole mi gran aprecio por el generoso y competente trabajo que ha realizado, y le deseo que siga sirviendo a la causa misionera y a la Iglesia con el entusiasmo y la sabiduría de quien ha consagrado totalmente su vida al Señor. Por último, os saludo a todas vosotras, que representáis el compromiso de la congregación entera en favor de los pobres y de cuantos no conocen a Cristo. ¡Gracias por todo el bien que realizáis y gracias por ser en el mundo discretas y activas constructoras de la civilización del amor!

2. «El amor de Cristo nos apremia» (2 Co 5, 14). A cien años del primer capítulo general, las palabras del apóstol Pablo siguen resonando en vuestro instituto, impulsándoos a «trabajar en todo el mundo para consolidar y difundir el reino de Cristo, llevando el anuncio del Evangelio a todas partes, hasta las regiones más lejanas» (Vita consecrata,  78). En este siglo de historia, vuestra congregación ha crecido y se ha difundido en muchas naciones de África, Asia, América y Europa.

Por eso, durante estos días de estudio y oración, habéis querido, ante todo, dar gracias al Señor por todo el bien que, a través de vuestro instituto, realiza en el mundo. También gracias a vosotras el anuncio gozoso y liberador del Evangelio se proclama en muchas regiones, y el amor misericordioso del Señor se testimonia y se manifiesta mediante el compromiso de la educación, la asistencia sanitaria y la promoción social. Además, el Señor ha querido daros recientemente un signo especial de su predilección, llamando a algunas de vuestras hermanas, y particularmente las que trabajan en el sur de Sudán y en la República democrática del Congo, a participar en el misterio de su cruz.

3. La invitación a ir por todo el mundo para anunciar la salvación a todas las gentes (cf. Mt 28, 19), que el Señor os ha dirigido a cada una de vosotras, abre ante vuestro corazón de mujeres totalmente entregadas a la causa del Evangelio un escenario a veces complejo y lleno de sufrimientos, pero rico también en perspectivas y esperanzas.

Os llegan llamadas insistentes de los pueblos que en los diferentes continentes, pero especialmente en África, aún no creen en Cristo: de las multitudes de desplazados, de emigrantes, de refugiados, de hombres y mujeres apiñados en los grandes suburbios urbanos de los países del tercer mundo o de niños abandonados y solos, víctimas de vergonzosa explotación y del hambre; de mujeres que en muchos países en vías de desarrollo esperan que se tutele su dignidad, para llegar a ser protagonistas de la vida familiar, civil y eclesial.

¿Cómo no tener presentes, asimismo, los problemas de la justicia, de la paz y de la salvaguardia de la creación, que constituyen casi una nueva frontera de la misión, o los planteados por la urgencia del diálogo interreligioso, sobre todo en los países donde el islamismo es la religión de la mayoría de los habitantes? Y ¿qué decir de los dramas causados por las guerras y los conflictos étnicos?

4. Estas situaciones dramáticas se presentan ante vosotras como otras tantas oportunidades para verificar el itinerario recorrido hasta ahora, y como desafíos a abriros a nuevos caminos de la misión ad gentes. Siguiendo el ejemplo del beato Daniel Comboni, sed santas y audaces, animadoras misioneras incansables en la Iglesia, mirando al futuro con esperanza y con el deseo ardiente de «hacer de Cristo el corazón del mundo».

Esta actitud os ayudará a vivir la creciente internacionalidad y pluralidad cultural de vuestras comunidades como riqueza que hay que acoger con gratitud y como ocasión para testimoniar, frente al individualismo dominante, la fraternidad universal que nace de la fe en Cristo. Así, vuestra congregación podrá vivir con serenidad y esperanza los problemas de la disminución numérica y del envejecimiento, e invertir con valentía y convicción energías y medios en la animación misionera de la Iglesia, en la formación permanente de los miembros del instituto y en la pastoral vocacional.

Encomendándoos totalmente a Aquel para quien «nada es imposible» (Lc 1, 37), y sostenidas solamente por la fuerza de la fe y la caridad, podréis ser testigos de solidaridad para todos aquellos con quienes os encontréis y, «haciendo causa común» con los más débiles, abrir el corazón de muchos a las exigencias de la justicia y de la paz.

5. Vuestro fundador, al que tuve la alegría de proclamar beato el 17 de marzo de 1996, al llamaros «Pías Madres de la Nigricia», quiso encomendaros la tarea de ser expresión privilegiada de la maternidad de la Iglesia para los pobres de África y de todo el mundo.

Amadísimas Misioneras Combonianas, os invito a frecuentar diariamente la escuela de María, para vivir con entusiasmo vuestro carisma. Que su amor materno os sostenga en los esfuerzos y en las alegrías de vuestro compromiso misionero y os ayude a ser para los humildes y los pobres un signo luminoso de la ternura de Dios.

Con estos deseos, invocando la protección del beato Daniel Comboni, os imparto a cada una de vosotras, a las religiosas que viven en situaciones difíciles de misión, a las jóvenes en formación, a las religiosas ancianas y enfermas y a toda la congregación, una especial bendición apostólica.



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