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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA PLENARIA
DE LA CONGREGACIÓN PARA EL CLERO


Jueves 15 de octubre de 1998

 

Venerados señores cardenales
y hermanos amadísimos en el episcopado y en el sacerdocio:

1. Me alegra encontrarme con vosotros, con ocasión de la plenaria de la Congregación para el clero, que os ha reunido con sentimientos de profundo amor a ese insustituible «don y misterio » que es el sacerdocio ministerial. Os saludo cordialmente y, de modo particular, al señor cardenal Darío Castrillón Hoyos, que en nombre de todos me ha dirigido nobles palabras de devoción y afecto.

El propósito de vuestra plenaria es ayudar a los sacerdotes a cruzar con las debidas disposiciones la Puerta santa del ya inminente gran jubileo, llevando en el corazón renovados sentimientos de adhesión a la propia identidad y de empeño en la entrega a la dinámica misionera que deriva de ella.

Habéis elegido oportunamente para vuestra reflexión un tema de fundamental importancia: «El presbítero, guía de la comunidad, maestro de la palabra y ministro de los sacramentos en la perspectiva de la nueva evangelización». Ese tema adquiere todo su significado si se examina a la luz del jubileo. En efecto, en el Año santo 2000 no sólo queremos celebrar un acontecimiento cronológico singular, sino también hacer memoria de las «magnalia Dei» (Hch 2, 11), documentadas a lo largo de los dos mil años de historia de la Iglesia, que es prolongación de la encarnación del Verbo en los diversos lugares y tiempos. El jubileo pretende suscitar un corazón «contrito y humillado» por nuestras culpas personales, reavivar el impulso misionero, con la convicción de que sólo Jesucristo es el Salvador, e introducir a cada uno en la alegría del encuentro con el amor misericordioso de Dios, que quiere que todos los hombres se salven (cf. 1Tm 2, 4).

2. El sacerdocio de Cristo es una consecuencia de la Encarnación. Al nacer de María, siempre Virgen, el Hijo unigénito de Dios entró en el orden de la historia. Se convirtió en sacerdote, el único sacerdote, y, por eso, quienes en la Iglesia están revestidos de la dignidad del sacerdocio ordenado, participan de un modo específico en su único sacerdocio. El sacerdocio ordenado es un componente insustituible del edificio de la redención; es un canal por el que fluyen normalmente las aguas frescas necesarias para la vida. Este sacerdocio, al que se es llamado por pura gratuidad (cf. Hb 5, 4), es un punto central de toda la vida y misión de la Iglesia.

Mediante el sacramento del orden, el sacerdote es transformado en el «mismo Cristo», para realizar las obras de Cristo. Se actúa en él, gracias a un carácter específico, la asimilación a Cristo, cabeza y pastor. El carácter indeleble es una nota inseparable de la consagración sacerdotal (cf. Presbyterorum ordinis, 2; Lumen gentium 21; Catecismo de la Iglesia católica, n. 1558): don de Dios, dado para siempre. Por tanto, el sacerdote, ungido en el Espíritu Santo, debe proponerse la fidelidad absoluta e incondicional al Señor y a su Iglesia, porque el compromiso del sacerdocio posee en sí el signo de la eternidad.

El sacerdote, como Cristo y en Cristo, es enviado. La «misión» salvífica que se le confía para el bien de los hombres es exigida por su misma «consagración sacerdotal» (cf. Lumen gentium 28), y ya está implícita en la «llamada» con la que Dios interpela al hombre. Así pues, «vocación, consagración y misión» constituyen el tríptico de una misma realidad, elementos constitutivos de la esencia del sacerdocio (cf. Pastores dabo vobis, 16).

3. Recordar estas realidades hablar de la índole insustituible del sacerdocio ordenado, equivale a realizar hoy una acción que, para quien analiza a fondo la vida eclesial, no puede menos de resultarle verdaderamente providencial. En efecto, no faltan tentativas más o menos explícitas de desnaturalizar todo el evento eclesial, tal como lo quiso su divino Fundador. De hecho, por voluntad de Cristo, su Iglesia, pueblo de Dios en camino, está constituida y estructurada como sociedad jerárquicamente ordenada (cf. Lumen gentium, 20), en la que, aunque todos están revestidos de la misma dignidad, no todos desempeñan las mismas funciones, sino que con diversos ministerios, es decir, oficios o servicios, cada uno contribuye según su propio estado a dar testimonio del Evangelio en el mundo.

Por eso, os animo en vuestro empeño de destacar la misión del presbítero a la luz de la reflexión que estáis realizando en esta plenaria.

4. El presbítero es, ante todo, guía del pueblo encomendado a él. La estructura de la Iglesia trasciende tanto el modelo «democrático» como el «autocrático», porque se funda en el «envío» del Hijo por parte del Padre y en la asignación de la «misión» mediante el don del Espíritu Santo a los Doce y a sus sucesores (cf. Jn 20, 21). Esta enseñanza ya está presente en la Presbyterorum ordinis, en donde el decreto conciliar trata de la «autoridad con la que el propio Cristo construye, santifica y gobierna su pueblo» (cf. n. 2). Se trata de una autoridad que no tiene origen en la base; por tanto, ningún consenso de la base puede definir autónomamente su extensión y su ejercicio.

El presbítero es, además, en unión con su obispo, maestro de la Palabra. Es maestro, aunque es ante todo su servidor (cf. ib., 4). Todos los fieles, en virtud de los sacramentos de la iniciación cristiana, están llamados a evangelizar, según su propio estado de vida; pero el ministro ordenado cumple esta misión con una autoridad y una gracia que no le vienen de la ciencia y la competencia, siempre necesarias, sino de la ordenación (cf. Pastores dabo vobis, 35).

El presbítero es, por último, ministro de los sacramentos. En efecto, no puede haber una auténtica evangelización que no tienda a desembocar en la celebración de los sacramentos. Por tanto, no puede haber una evangelización que no se oriente hacia esa celebración (cf. Presbyterorum ordinis, 5).

5. Todo esto debe vivirse en la perspectiva de la nueva evangelización, que tiene uno de sus momentos fuertes en el compromiso del gran jubileo. Aquí se entrecruzan providencialmente los caminos trazados por la carta apostólica Tertio millennio adveniente, por los Directorios para los presbíteros y los diáconos permanentes, por la Instrucción sobre algunas cuestiones relativas a la colaboración de los fieles laicos en el sagrado ministerio de los sacerdotes, y por cuanto será fruto de la presente plenaria.

Gracias a la aplicación universal y convencida de estos documentos, la expresión ya habitual «nueva evangelización» podrá hacerse realidad operante más eficazmente. El título mismo de vuestra plenaria destaca la peculiaridad del sacerdote, su ser en la Iglesia y ante ella (cf. Pastores dabo vobis, 16). Ayudar a los sacerdotes a redescubrir las características fundamentales del sagrado ministerio será para ellos la mejor preparación para cruzar el umbral de la Puerta santa convertidos a la verdad de sí mismos: la de personas configuradas con Cristo, cabeza y pastor, en virtud de un carácter específico. Sólo de aquí nace la misión, que exige que cada cristiano sea exactamente lo que debe ser y actúe en consecuencia. De este modo se comprende la índole insustituible de los diversos estados de vida en la Iglesia.

Así pues, hay que lograr que la identidad y la especificidad de cada uno sean cada vez más claras. Sólo respetando las identidades diversas y complementarias, la Iglesia será plenamente creyente y, por consiguiente, creíble, y podrá entrar, llena de esperanza, en el nuevo milenio (cf. ib., 12).

En esta perspectiva, mientras os invito a poner todas vuestras iniciativas en las manos de Aquella que, como el alba, anuncia la llegada siempre nueva del Señor Jesús en la historia, os imparto a todos mi bendición.



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