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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS DE COLORADO, WYOMING, UTAH, ARIZONA
Y NUEVO MÉXICO EN VISITA «AD LIMINA»


Sábado 17 de octubre de 1998

 

Queridos hermanos en el episcopado:

1. Con gran alegría os saludo a vosotros, pastores de la Iglesia en los Estados de Colorado, Wyoming, Utah, Arizona y Nuevo México. Vuestra visita ad limina, que os trae para «ver a Pedro» (cf. Ga 1, 18), quiere ser, en la vida de las Iglesias particulares que presidís, una oportunidad «para estrechar la unidad en la fe, la esperanza y la caridad, y hacer conocer y apreciar cada vez más el inmenso patrimonio de valores espirituales y morales que toda la Iglesia, en comunión con el Obispo de Roma, ha difundido en el mundo entero» (Pastor bonus, Anexo I, 3).

En esta serie de encuentros con los obispos de Estados Unidos, he puesto de relieve que la aplicación fiel y esmerada de las enseñanzas del concilio Vaticano II es el camino indicado por el Espíritu Santo a toda la Iglesia, a fin de que se prepare para el gran jubileo del año 2000 y el comienzo del nuevo milenio. La renovación de la vida cristiana, una de las finalidades principales de los trabajos del Concilio, fue también el objetivo que llevó al Papa Juan XXIII a promover una revisión del Código de derecho canónico (cf. Discurso a los cardenales de la Curia romana, 25 de enero de 1959), deseo que reafirmaron los padres del Concilio (cf. Christus Dominus, 44). Tras un largo trabajo, el fruto de esta revisión ha sido el nuevo Código de derecho canónico, promulgado en 1983, y el Código de cánones de las Iglesias orientales, promulgado en 1990. Hoy deseo reflexionar en algunos aspectos de vuestro ministerio relacionados con el lugar que ocupa el derecho en la Iglesia.

2. El objetivo inmediato de la revisión del Código era asegurar que incorporara la eclesiología del concilio Vaticano  II. Y, dado que la enseñanza del Concilio pretendía suscitar nuevas energías para una nueva evangelización, es evidente que la revisión del Código forma parte de la serie de gracias y dones que el Espíritu Santo ha derramado de modo tan abundante sobre la comunidad eclesial para que, fiel a Cristo, entre en el próximo milenio procurando testimoniar la verdad, salvar y no juzgar, servir y no ser servida (cf. Tertio millennio adveniente, 56).

Para comprender mejor la relación entre derecho y evangelización, debemos considerar las raíces bíblicas del derecho en la Iglesia. El Antiguo Testamento insiste en que la Torah es el mayor don de Dios a Israel, y todos los años el pueblo judío sigue celebrando la solemnidad denominada fiesta de la Torah. La Torah es un gran don porque abre al pueblo, en todo tiempo y lugar, el camino de un Éxodo siempre nuevo. Nosotros, como Israel, debemos hacer esta reflexión: hace mucho tiempo nuestros antepasados salieron de la esclavitud de Egipto, pero nosotros, ¿cómo podemos salir de la esclavitud que nos aflige, del Egipto de nuestro tiempo y lugar? La respuesta bíblica es: encontraréis la libertad, si obedecéis a esa ley divina. Por tanto, en el centro de la revelación bíblica está el misterio de una obediencia liberadora, que alcanza su máxima expresión en Cristo crucificado, que «obedeció hasta la muerte» (Flp 2, 8). La suprema obediencia hizo posible la liberación definitiva de la Pascua.

Por eso, en la Iglesia el derecho tiene como fin defender y promover «la gloriosa libertad de los hijos de Dios» (Rm 8, 21); ésta es la buena nueva que Cristo nos envía a transmitir al mundo. Considerar el derecho como algo espiritualmente liberador contrasta con cierta interpretación del derecho difundida en la cultura occidental, que tiende a verlo como un mal necesario, una especie de control exigido para garantizar los frágiles derechos humanos y contener las pasiones humanas rebeldes, pero que desaparecería en el mejor de todos los mundos posibles. Ésta no es la concepción bíblica; ni tampoco puede ser la de la Iglesia.

La autoridad en la Iglesia, al ser un ministerio sagrado al servicio de la proclamación de la palabra de Dios y la santificación de los fieles, sólo puede entenderse como un medio para el desarrollo de la vida cristiana de acuerdo con las exigencias radicales del Evangelio. El derecho eclesiástico configura la comunidad o el cuerpo social de la Iglesia, siempre con vistas al objetivo supremo que es la salvación de las almas (cf. Código de derecho canónico, cánones 747, 978 y 1752). Dado que este fin último se alcanza sobre todo mediante la novedad de la vida en el Espíritu, las disposiciones del derecho buscan salvaguardar y fomentar la vida cristiana, regulando el ejercicio de la fe, los sacramentos, la caridad y el gobierno eclesiástico.

3. El bien común que el derecho protege y promueve no es un orden meramente externo, sino el conjunto de las condiciones que hacen posible la realidad espiritual e interna de la comunión con Dios y de la comunión entre los miembros de la Iglesia. Por consiguiente, como normas fundamentales, las leyes eclesiásticas obligan en conciencia. En otras palabras, la obediencia a la ley no es una mera sumisión externa a la autoridad, sino un medio de crecimiento en la fe, en la caridad y en la santidad, bajo la guía y por la gracia del Espíritu Santo. En este sentido, el derecho canónico tiene características particulares, que lo distinguen del derecho civil y que impiden la aplicación de las estructuras legales de la sociedad civil a la Iglesia sin las necesarias adaptaciones. Es preciso apreciar estas características para superar algunas de las dificultades que han surgido recientemente con respecto a la comprensión, la interpretación y la aplicación del derecho canónico.

Entre esas características, figura la índole pastoral del derecho y del ejercicio de la justicia en la Iglesia. De hecho, la índole pastoral del derecho canónico es la clave para una correcta interpretación de la equidad canónica, la actitud de la mente y del espíritu que mitiga el rigor de la ley, para favorecer un bien mayor. En la Iglesia, la equidad es una expresión de la caridad en la verdad, orientada a una justicia más elevada que coincide con el bien sobrenatural de la persona y de la comunidad. La equidad, por tanto, debería caracterizar la actuación del pastor y del juez, que deben inspirarse continuamente en el modelo del buen Pastor, «que consuela al que ha sido herido, guía al que ha errado, reconoce los derechos de quien ha sido dañado, calumniado o injustamente humillado» (Pablo VI, Discurso a la Rota romana, 8 de febrero de 1973, III: L.Osservatore Romano, edición en lengua española, 18 de febrero de 1973, p. 11). Elementos como la dispensa, la tolerancia, las causas eximentes o atenuantes, y la epiqueya, no han de entenderse como una disminución de la fuerza de la ley, sino como un complemento, ya que garantizan realmente que se respete la finalidad fundamental del derecho. De igual modo, las censuras eclesiásticas no son punitivas sino medicinales, dado que aspiran a suscitar la conversión del pecador. Toda ley en la Iglesia tiene la verdad y la caridad como sus elementos constitutivos y sus principios inspiradores fundamentales.

4. El Código especifica los deberes de los obispos con respecto a la institución de tribunales y a su actividad. No basta asegurar que los tribunales diocesanos dispongan de personal y medios para funcionar correctamente. Vuestra responsabilidad como obispos, por la cual os animo a velar de forma especial, consiste en asegurar que los tribunales diocesanos desempeñen fielmente el ministerio de la verdad y la justicia. En mi ministerio he sentido siempre el peso de esta particular responsabilidad. Como Sucesor de Pedro, tengo motivos para sentir una profunda gratitud hacia mis colaboradores en los diversos tribunales de la Sede apostólica: especialmente hacia la Penitenciaría apostólica, el Tribunal supremo de la Signatura apostólica y el Tribunal de la Rota romana, que me ayudan en ese ámbito de mi ministerio relacionado con la correcta administración de la justicia. El derecho canónico concierne a todos los aspectos de la vida de la Iglesia y, por tanto, impone a los obispos muchas responsabilidades; pero no cabe duda de que estas responsabilidades se sienten con mayor intensidad y resultan más complejas en el ámbito del matrimonio. La indisolubilidad del matrimonio es una enseñanza que proviene de Cristo mismo, y los pastores y los agentes pastorales tienen como primer deber ayudar a las parejas a superar cualquier dificultad que pueda surgir. Remitir las causas matrimoniales al tribunal debería ser el último recurso. Hay que ser muy prudentes al explicar a los fieles lo que significa una declaración de nulidad, para evitar el peligro de que la consideren como un divorcio con nombre diferente. El tribunal ejerce un ministerio de verdad: su finalidad es «comprobar si existen factores que por ley natural, divina o eclesiástica, invalidan el matrimonio; y llegar a emanar una sentencia verdadera y justa sobre la pretendida inexistencia del vínculo conyugal» (Discurso a la Rota romana, 4 de febrero de 1980, n. 2: L.Osservatore Romano, edición en lengua española, 24 de febrero de 1980, p. 9). El proceso que lleva a una decisión judicial acerca de la presunta nulidad del matrimonio debería demostrar dos aspectos de la misión pastoral de la Iglesia. En primer lugar, tendría que manifestar claramente el deseo de ser fieles a la enseñanza del Señor sobre la naturaleza permanente del matrimonio sacramental. En segundo lugar, debería inspirarse en una auténtica solicitud pastoral para con los que recurren al ministerio del tribunal a fin de que aclarar su situación en la Iglesia.

5. La justicia exige que la actividad de los tribunales se lleve a cabo de manera esmerada y con estricta observancia de las disposiciones y procedimientos canónicos. Como moderadores de vuestros tribunales diocesanos, tenéis el deber de asegurar que los oficiales del tribunal sean idóneos (cf. Código de derecho canónico, cánones 1420, § 4; 1421, § 3; 1428, § 2; 1435) y posean un doctorado o, por lo menos, una licenciatura en derecho canónico. Cuando esto no sea posible, deberán contar con la debida dispensa de la Signatura apostólica, después de haber recibido una formación especializada para su cargo. Por lo que respecta a los oficiales del tribunal, os exhorto particularmente a velar para que el defensor del vínculo sea diligente en la presentación y exposición de todo lo que pueda aducirse razonablemente contra la nulidad del matrimonio (cf. ib., c. 1432). Los obispos en cuyos tribunales se llevan causas de segunda instancia deberían asegurar que las traten con seriedad y no confirmen casi automáticamente el juicio del tribunal de primera instancia.

Ambas partes de una causa matrimonial tienen derechos que han de respetarse escrupulosamente. Son, entre otros, el derecho a ser escuchados para la formulación de la duda; el derecho a conocer sobre qué bases se instruirá el proceso; el derecho a designar testigos; el derecho a examinar las actas; el derecho a conocer y refutar los argumentos de la otra parte y del defensor del vínculo; y el derecho a recibir una copia de la sentencia final. Hay que informar a las partes sobre el modo como pueden impugnar la sentencia definitiva, incluyendo el derecho a apelar en segunda instancia al Tribunal de la Rota romana. Por lo que concierne a los procesos instruidos sobre la base de incapacidad psíquica, es decir, sobre la base de una grave anomalía psíquica que incapacita a las personas para contraer matrimonio válido (cf. ib., c. 1095), el tribunal debe recurrir a la ayuda de un psicólogo o de un psiquiatra que comparta la antropología cristiana, de acuerdo con la concepción que tiene la Iglesia de la persona humana (cf. Discurso a la Rota romana, 5 de febrero de 1987).

Un proceso canónico nunca debe ser considerado como una mera formalidad que hay que cumplir o como una serie de reglas que hay que manejar. El juez no ha de pronunciar una sentencia de nulidad del matrimonio si antes no ha conseguido la certeza moral de la existencia de dicha nulidad; la mera probabilidad no basta para dictar sentencia (cf. ib., n. 6; Código de derecho canónico, c. 1608). La certeza moral, que no es sólo probabilidad o convicción subjetiva, «se caracteriza, desde el punto de vista positivo, por la exclusión de toda duda bien fundada o razonable; desde el punto de vista negativo, admite la posibilidad absoluta de lo contrario, y en esto difiere de la certeza absoluta» (Pío XII, Discurso a la Rota romana, 1 de octubre de 1942, n. 1). La certeza moral procede de una serie de indicaciones y demostraciones que, tomadas separadamente, podrían no ser decisivas, pero que, si se consideran en su conjunto, pueden excluir toda duda razonable. Si el juez no puede alcanzar la certeza moral en el proceso canónico, debe sentenciar en favor de la validez del vínculo matrimonial (cf. Código de derecho canónico, c. 1608, § 3 y § 4): el matrimonio goza del favor de la ley.

6. Queridos hermanos en el episcopado, estas breves consideraciones tienen como finalidad animaros a velar por la aplicación fiel de la legislación canónica: esto es esencial, si la Iglesia quiere cumplir con fidelidad su misión salvífica (cf. constitución apostólica Sacrae disciplinae leges). Vuestro ministerio episcopal debería tener como preocupación central promover una mayor estima de la importancia del derecho canónico en la vida de la Iglesia y la aplicación de medidas para garantizar una administración más eficaz y esmerada de la justicia. La fidelidad a la ley eclesiástica tendría que ser una parte vital de la renovación de vuestras Iglesias particulares. Es una condición para suscitar nuevas energías con vistas a la evangelización, en el umbral del tercer milenio cristiano. Encomiendo vuestros esfuerzos pastorales, orientados a esa finalidad, a la intercesión materna de María, Espejo de justicia, y a vosotros, a los sacerdotes, a los religiosos y a los fieles laicos de vuestras diócesis, imparto de buen grado mi bendición apostólica.



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