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DISCURSO DEL PAPA JUAN PABLO II
A LOS PARTICIPANTES EN LA XIV ASAMBLEA PLENARIA
DEL CONSEJO PONTIFICIO PARA LA PASTORAL
DE LOS EMIGRANTES E ITINERANTES


Viernes 25 de junio de 1999

 

Venerados hermanos en el episcopado;
amadísimos hermanos y hermanas:

1. Constituye para mí un motivo de alegría acogeros al término de los trabajos de la reunión plenaria del Consejo pontificio para la pastoral de los emigrantes e itinerantes. Saludo a todos con afecto y, a la vez que os agradezco vuestra visita, os expreso mi profundo aprecio por el empeño que ponéis en el servicio a la Santa Sede. Agradezco particularmente a monseñor Stephen Fumio Hamao, presidente de este Consejo pontificio, las amables palabras que me ha dirigido en vuestro nombre.

Durante estas jornadas, habéis reflexionado en el papel que desempeñan las peregrinaciones a los santuarios en la vida de la Iglesia. Estos lugares de oración, como ya he tenido oportunidad de subrayar, son «como hitos que orientan el caminar de los hijos de Dios sobre la tierra» (Homilía a los fieles de Corrientes, Argentina, 9 de abril de 1987, n. 6: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 3 de mayo de 1987, p. 12). Observando su rica realidad, es fácil constatar que representan un gran don de Dios a su Iglesia y a la humanidad entera. Intensa experiencia de fe

2. El hombre aspira a encontrar a Dios, y las peregrinaciones lo habitúan a pensar en el puerto al que puede arribar durante su búsqueda religiosa. Allí el fiel puede cantar con el salmista su sed y su hambre del Señor: «Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo. Mi alma está sedienta de ti; mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca, agostada, sin agua. ¡Cómo te contemplaba en el santuario (...)! Tu gracia vale más que la vida» (Sal 62, 2-4).

Estos «oasis del espíritu» ofrecen así a la comunidad eclesial un clima singularmente favorable para meditar la palabra de Dios y celebrar los sacramentos, en particular los de la penitencia y la Eucaristía. Además, en ellos es posible realizar provechosas experiencias de fe, así como manifestar el propio amor a los hermanos con obras de caridad y de servicio a los necesitados.

Desde este punto de vista, los obispos, en las diversas partes del mundo, siempre han promovido los santuarios como centros de profunda espiritualidad, en los cuales los creyentes, además de reavivar su fe, toman cada vez mayor conciencia de los deberes que derivan de ella en el campo social, y se sienten comprometidos a prestar su ayuda concreta para que el mundo se transforme progresivamente en el reino de justicia y paz que indican las palabras inspiradas del profeta Isaías: «Pues de Sión saldrá la Ley, de Jerusalén la palabra del Señor. (...) De las espadas forjarán arados; de las lanzas podaderas. (...) Nadie hará daño, nadie hará mal en todo mi santo monte, porque la tierra estará llena del conocimiento del Señor, como cubren las aguas el mar» (Is 2, 3-4; 11, 9).

Si se analizan a fondo las cosas, se descubre que la paz y la solidaridad entre los hombres nacen de la reconciliación de la persona con Dios. Por tanto, es preciso que los peregrinos tengan posibilidades concretas de oración y silencio en los santuarios, para favorecer el encuentro con Dios y la experiencia íntima de la ternura de su amor. De modo particular necesitan esta experiencia los emigrantes, los refugiados y los desplazados, probados por situaciones dolorosas e injustas; la sienten la gente de mar, el personal de la aviación civil, los nómadas y los trabajadores del circo; y proporciona consuelo espiritual a cuantos, por diferentes razones, se encuentran lejos de sus seres queridos.

3. Son diversas las actitudes interiores con que las personas acuden al santuario. Muchos fieles van para vivir momentos intensos de contemplación y oración, así como de profunda renovación espiritual. Algunos también los frecuentan de vez en cuando, con ocasión de celebraciones particulares. Otros los visitan sólo para buscar descanso, por intereses culturales o simplemente por curiosidad. Será tarea del Ordinario del lugar para los santuarios diocesanos, y de la Conferencia episcopal para los nacionales, fijar las normas pastorales oportunas a fin de dar una respuesta adecuada a las expectativas de cada uno. Es importante que se presente a todos la iniciativa misericordiosa de Dios, que quiere comunicar a sus hijos su misma vida y el don de la salvación. En el santuario resuenan las palabras de Cristo a los «pequeños» y a los «pobres» de la tierra: «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré» (Mt 11, 28). Además, cuando se puede acoger a muchachos y jóvenes, esto debe impulsar a los responsables de la pastoral de los santuarios, en colaboración con toda la comunidad eclesial, a ofrecer un servicio aún mejor y adecuado a su edad.

4. Amadísimos hermanos y hermanas, nos estamos acercando al gran jubileo del año 2000. En el marco del acontecimiento jubilar, la peregrinación cobra el valor de signo excelente del camino que el cristiano está llamado a recorrer y del esmero con que debéis celebrar el jubileo (cf. Incarnationis mysterium, 7). A la vez que os agradezco a cada uno de vosotros el compromiso y la solicitud pastoral que manifestáis en vuestras actividades diarias, encomiendo vuestros esfuerzos a la intercesión activa de la Virgen María, venerada e invocada en los numerosos santuarios que, en todas partes del mundo, son testigos de su presencia materna en medio de los discípulos de Cristo.

Gracias al encuentro comunitario y personal con María, «Estrella de la evangelización» (Evangelii nuntiandi, 82), los peregrinos se motivan a convertirse, como ella, en heraldos de las «maravillas» que Dios sigue realizando en su Iglesia. Ojalá que María haga sentir su presencia materna en medio del pueblo de Dios que se prepara para cruzar el umbral del tercer milenio.

Con estos deseos, os imparto de buen grado la bendición apostólica a todos vosotros y a todos vuestros seres queridos.

 



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