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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL TERCER GRUPO DE OBISPOS ALEMANES EN VISITA "AD LIMINA"


 Sábado 20 de noviembre de 1999

 

Señor cardenal;
queridos hermanos en el episcopado

1. "Con el profundo afecto que os tengo a todos en el corazón de Cristo Jesús" (cf. Flp 1, 8) os saludo a vosotros, miembros del tercer grupo de obispos alemanes en visita ad limina. Doy gracias al Padre celestial por el compromiso común en la difusión del Evangelio (cf. Flp 1, 5) y por la comunión de fe y amor que nos une al servicio del pueblo de Dios. Asimismo, saludo a las Iglesias particulares que presidís con gran dedicación. Impulsado por la "solicitud por todas las Iglesias" (2 Co 11, 28), os invito a asegurar a los sacerdotes, diáconos, religiosos y laicos de vuestras diócesis que el Papa comparte sus alegrías y tristezas, y ora para que crezcan siempre en gracia y santidad de vida. Desde este punto de vista, vuestra visita ad limina es una peregrinación espiritual. En efecto, no sólo habéis venido para cumplir una obligación administrativa o jurídica del ministerio pastoral, sino también para dar testimonio de auténtica fraternidad y unión en el amor a Cristo, Pastor supremo (cf. 1 P 5, 4), que envía a la Iglesia peregrina en el tiempo sus ministros "para que, participando de su potestad, hagan a todos los pueblos sus discípulos, los santifiquen y los gobiernen" (Lumen gentium, 19).

Como hice durante los dos encuentros anteriores con los otros obispos de vuestro país, quisiera reflexionar también hoy en algunos aspectos fundamentales del "sacramento universal de la salvación" (ib., 48). Centraré mis consideraciones en este tema fundamental: la Iglesia como misterio. En el ámbito de las diversas actividades diarias del ministerio pastoral debemos ocuparnos de muchas cosas. Conviene dedicar periódicamente algún tiempo a la reflexión, para rasgar el velo de las apariencias, en el que muchas veces nuestra mirada queda atrapada, a fin de descubrir lo verdaderamente esencial, que suele hallarse oculto bajo la superficie.

2. Deseo recordar un pensamiento que expresó mi predecesor, de venerada memoria, el Papa Pablo VI, en su encíclica Ecclesiam suam sobre la Iglesia y la autoconciencia que tiene de su realidad y su misión. La invitación que dirigió hace treinta y cinco años a los padres durante los trabajos del concilio Vaticano II puede servir hoy como clave de lectura para escrutar a fondo los "signos de los tiempos", en el umbral del tercer milenio:  "En este momento la Iglesia debe reflexionar sobre sí misma para confirmarse en el conocimiento de los planes divinos sobre ella, para encontrar mayor luz, nueva energía y mayor gozo en el cumplimiento de su misión, y para determinar los modos más aptos para hacer más cercanos, operantes y benéficos sus contactos con la humanidad" (n. 13). Debemos dar gracias a Dios porque también la Iglesia de nuestro tiempo, con la fuerza del Señor resucitado, se esfuerza por "revelar en el mundo el misterio de Cristo, aunque bajo sombras, con fidelidad, hasta que al final se manifieste a plena luz" (Lumen gentium, 8).

Por tanto, no se ha de olvidar que la Iglesia misma, como "signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano", es un misterio. Con mucha razón el primer capítulo de la constitución dogmática Lumen gentium se titula:  "El misterio de la Iglesia". Así pues, no se puede reformar la Iglesia de manera auténtica si no se parte del presupuesto de que es un misterio. La Asamblea especial del Sínodo de los obispos, convocada con ocasión del vigésimo aniversario de la clausura del Concilio, recordó lo que éste había afirmado:  "En cuanto comunión con Dios vivo, Padre, Hijo y Espíritu Santo, la Iglesia es en Cristo misterio del amor de Dios, presente en la historia de los hombres" (Mensaje al pueblo de Dios, II:  L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 15 de diciembre de 1985, p. 12). Esta verdad debe estimular la enseñanza, el servicio y la cura de almas de toda la Iglesia. En esta convicción se basan también los documentos postsinodales del Magisterio pontificio, que quieren promover una renovación de la Iglesia que responda a las necesidades actuales.

3. Conviene recordar, además, que el mismo Sínodo especial de 1985 se sintió obligado, con razón, a hacer algunas observaciones. Los obispos reunidos en esa asamblea subrayaron que "una lectura parcial del Concilio y una presentación unilateral de la Iglesia como una estructura meramente institucional, privada de su misterio" ha provocado que algunas personas, sobre todo en ciertas asociaciones laicales, "miren críticamente a la Iglesia como mera institución" (Relación final, I, 4:  L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 22 de diciembre de 1985, p. 11). En consecuencia, muchos reivindican el derecho a construir la Iglesia como si fuera una especie de "multinacional", gobernada por hombres más o menos inteligentes. Pero, en realidad, la Iglesia como misterio no es "nuestra", sino "suya":  es el pueblo de Dios, el cuerpo de Cristo, el templo del Espíritu Santo.

Queridos hermanos en el episcopado, el apóstol san Pablo nos exhorta:  "Examinadlo todo y quedaos con lo bueno" (1 Ts 5, 21). A los obispos compete animar a los sacerdotes, y a todos los que comparten su responsabilidad en la cura de almas, a emprender iniciativas de renovación espiritual de las comunidades. Si vamos de un encuentro a otro, sin pausa, pronto nos agotaremos. Por eso, para prevenir el agotamiento espiritual, es necesario recuperar las fuerzas con la oración. En efecto, la comunidad parroquial más viva no es la que tiene mayor número de compromisos y encuentros, sino la que concentra toda su obra en su llamada a vivir la unión con Dios uno y trino mediante la escucha de su palabra y la participación en los sacramentos. Esta necesidad ha sido subrayada por muchos promotores de una eclesiología de comunión inspirada en las enseñanzas del Concilio. También numerosos teólogos de vuestro país han colaborado en esta tarea.

4. Nos encontramos al final de la fase de preparación para el gran jubileo del año 2000. Este año está dedicado a la primera Persona de la santísima Trinidad. La reflexión sobre Dios Padre remite al concepto de Iglesia expresado por san Cipriano con esta fórmula lapidaria:  "No puede tener a Dios por padre quien no tiene a la Iglesia por madre" (De Ecclesiae catholicae unitate, 6).

Esta afirmación del obispo de Cartago, hecha después de la experiencia de la persecución de Decio y de la historia de los lapsi, termina con el deseo de que "no muera ninguno de los hermanos y que la madre abrace gozosamente el único cuerpo del pueblo unido en su seno" (ib., 23). Todos somos conscientes de la distancia existente entre el mensaje confiado a la Iglesia y la fragilidad humana de quienes lo anuncian. Cualquiera que sea el juicio de la historia acerca de la debilidad de los representantes de la Iglesia, no debemos olvidar estas faltas; al contrario, debemos hacer todo lo posible para impedir que puedan perjudicar a la difusión del Evangelio. De ahí que "la madre Iglesia no deja de orar, esperar y trabajar para conseguirlo, y anima a sus hijos a purificarse y renovarse para que la señal de Cristo brille con más claridad en el rostro de la Iglesia" (Lumen gentium, 15).

5. La Iglesia, en su solicitud de Mater, es solidaria con sus hijos e hijas y, al mismo tiempo, es Magistra. Por eso, posee autoridad para educar y enseñar a sus hijos a fin de guiarlos por el camino de la salvación. La madre Iglesia da a luz, alimenta y educa a sus hijos. Los reúne, dándoles una misión y también la certeza de encontrar refugio en su seno materno. A la vez, se entristece por los que la abandonan, y mantiene abiertas sus puertas para la reconciliación, siempre anhelada. A vosotros, pastores, os compete una responsabilidad particular. Como "padres de vuestras comunidades" tenéis el derecho y la obligación de ejercer "la autoridad materna" de la Iglesia. El concilio Vaticano II lo dijo claramente:  en el anuncio, los obispos "han de mostrar que la Iglesia se preocupa como una madre por todos los hombres, creyentes o no creyentes. Con amor especial deben estar al lado de los pobres y los más débiles. (...) Es propio de la Iglesia entablar diálogo con la sociedad humana en la que vive. Por eso, es tarea, sobre todo, de los obispos acercarse a los hombres y buscar e impulsar el diálogo con ellos. En estos diálogos acerca de la salvación han de ir siempre unidas la verdad con la caridad, la inteligencia con el amor. Para ello es necesario que se caractericen por decir las cosas claras y al mismo tiempo con humildad y mansedumbre, y por la debida prudencia, unida, sin embargo, a la confianza. Esta, en efecto, por su naturaleza, une los espíritus, pues favorece la amistad" (Christus Domini, 13).

6. Al amor materno de la Iglesia debe corresponder la obediencia cordial de sus hijos. En nuestro tiempo, a la vez que en algunos sectores de la sociedad civil, y también de la Iglesia, se habla mucho de emancipación, se está difundiendo cada vez más una mentalidad que cree poder obtener la verdadera libertad separándose de la Iglesia. Como obispos, tratad de corregir esas tendencias erróneas, anunciando y testimoniando con claridad y firmeza lo que ha constituido siempre una regla fundamental para los grandes santos, los cuales, aun en momentos difíciles, nunca se han separado del seno de la madre Iglesia. Quisiera volver a la analogía de san Cipriano, completándola:  sólo quien obedece a la madre Iglesia obedece también a Dios Padre. El obispo de Cartago desarrolló este pensamiento original, señalando las graves consecuencias que se derivan de ello:  "Lo que se separa del seno materno no puede ni vivir ni respirar separadamente, y pierde la posibilidad de salvarse" (o.c., 23).

7. Estas reflexiones responden a la realidad. También vosotros, pastores de la Iglesia en Alemania, habéis experimentado, sobre todo durante estos años, que el ministerio episcopal es particularmente arduo y requiere gran desgaste de energías cuando algunos grupos intentan introducir en la Iglesia, con acciones concertadas y presiones insistentes, cambios que no corresponden a la voluntad de Cristo. Frente a esas situaciones, la tarea del obispo consiste en seguir adelante, señalando la dirección, aclarando con paciencia y tratando siempre de unir con el diálogo. Os exhorto a no perder la esperanza. Aun escuchando y secundando, no permitáis que ninguna autoridad humana rompa los vínculos indisolubles que existen entre vosotros y el Sucesor de Pedro.

En este momento, deseo dirigir un saludo especial a los laicos. Expreso mi gran aprecio a los numerosos hombres y mujeres que siguen de modo auténtico su llamada como linaje elegido y sacerdocio real (cf. 1 P 2, 9). A la luz de su comportamiento, subrayo al mismo tiempo cuáles deben ser las actitudes de los laicos con respecto a sus obispos y sacerdotes. A los sagrados pastores "han de manifestarles sus necesidades y deseos con la libertad y confianza que deben tener los hijos de Dios y hermanos en Cristo. (...) Esto ha de hacerse, si llega el caso, a través de los organismos establecidos para esto por la Iglesia; y siempre con sinceridad, con valentía y prudencia, con respeto y amor a aquellos que por su función sagrada representan a Cristo" (Lumen gentium, 37).

En efecto, la unión con el obispo es la actitud esencial e indispensable del católico fiel. Nadie puede creer que está de parte del Papa, si no está también de parte de los obispos que están en comunión con él. Y nadie puede afirmar que está de parte de los obispos, si no está también de parte de la Cabeza del Colegio.

8. Noto con aprecio que vosotros, venerados hermanos, dais a vuestros fieles testimonio de la comunión que existe en el seno de la Iglesia. En efecto, soy consciente de que vuestra preocupación principal es insertar todas la iniciativas pastorales en el marco de una sintonía plena con el Episcopado del mundo entero, reunido en torno al Sucesor de Pedro.

Pienso, de modo especial, en el problema de la defensa de la vida. Para afrontarlo, es esencial que los obispos de toda la Iglesia den un testimonio unánime y unívoco. Por las cartas que os escribí personalmente o que os escribieron en mi nombre sobre esta cuestión, sabéis cuánto me preocupan la consulta y la ayuda a las mujeres embarazadas. Espero que en breve tiempo esta significativa actividad de la Iglesia en vuestro país se reorganice de modo definitivo, según mis directrices. Estoy convencido de que una consulta eclesial que se distinga por su calidad se convierte en un signo elocuente para la sociedad y constituye un medio eficaz a fin de animar a las mujeres en dificultad a no rechazar la nueva vida que llevan en su seno.

9. Reflexionando, con las categorías del sacerdocio real, en la relación entre los pastores ordenados y los laicos, quisiera recordar el sacerdocio común. Demos gracias a Dios porque el concilio Vaticano II puso de relieve nuevamente esta profunda verdad. En la nueva Alianza hay  un único sacrificio y un único sacerdote:  Cristo. En este sacrificio de Cristo participan todos los bautizados, hombres y mujeres, que están llamados a  ofrecer su "cuerpo como víctima viva, santa, agradable a Dios" (Rm 12, 1). Esta participación no sólo atañe a la misión sacerdotal de Cristo, sino también a su misión profética y real. Por lo demás, así se manifiesta también la unión orgánica de la Iglesia con Cristo, que en la carta a los Efesios se describe con la imagen del esposo y la esposa (cf. Ef 5, 12-33).

Nos hallamos aquí en el corazón del misterio pascual, en el que se revela el profundo amor esponsal de Dios. Cristo es el esposo, porque se entregó:  dio su cuerpo y derramó su sangre por nosotros (cf. Lc 22, 19-20). El hecho de que Jesús "amó hasta el extremo" (Jn 13, 1), exalta el carácter esponsal del amor divino. Cristo Salvador es el esposo de la Iglesia. Por consiguiente, podemos considerar la Eucaristía, en la que Cristo construye el cuerpo de la Iglesia, como el sacramento del esposo y de la esposa.

De aquí deriva una diferencia fundamental entre el sacerdocio común de todos los bautizados y el sacerdocio de los ministros sagrados (cf. Instrucción interdicasterial sobre algunas cuestiones relativas a la colaboración de los fieles laicos en el sagrado ministerio). La Iglesia necesita sacerdotes ordenados que en las acciones sacramentales actúen "in persona Christi", representando a Cristo esposo ante la Iglesia esposa. En otras palabras, los pastores sagrados, miembros del único cuerpo de la Iglesia, representan a su Cabeza, que es Cristo. Por eso hay que rechazar toda tentativa de transformar a los laicos en clérigos o a los clérigos en laicos, porque no responde al ordenamiento misterioso querido por su Fundador. Y tampoco ciertas tendencias encaminadas a anular la diferencia sustancial entre clérigos y laicos podrán suscitar vocaciones. Queridos hermanos, os ruego que en vuestras comunidades parroquiales mantengáis siempre vivo el deseo de sacerdotes ordenados. Ni siquiera un largo período de espera, debido a la escasez actual de sacerdotes, debe inducir a una comunidad parroquial a la resignación frente al estado de emergencia. Los sacerdotes y los laicos se necesitan mutuamente:  no pueden sustituirse; deben sólo complementarse.

10. A este respecto, también quisiera hacer una observación. En vuestro país existe un creciente malestar ante la actitud de la Iglesia acerca del papel de la mujer. Desgraciadamente, aún no se ha extendido por todas partes la conciencia de que todas las enseñanzas sobre el sacerdocio común de los bautizados valen por igual para los hombres y para las mujeres. No cabe duda de que la dignidad de las mujeres, que hay que valorar siempre y mucho más, es grande. Pero los derechos humanos y civiles de la persona son de naturaleza diferente a la de los derechos, los deberes y las funciones del ministerio eclesial, y este hecho no se pone suficientemente de relieve. Precisamente por eso, hace algún tiempo, en virtud de mi mandato de confirmar a mis hermanos, recordé que "la Iglesia no tiene en modo alguno la facultad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres, y que este dictamen debe ser considerado como definitivo por todos los fieles de la Iglesia" (Ordinatio sacerdotalis, 4).

Como auténticos pastores de vuestras diócesis tenéis el deber de rechazar las opiniones contrarias que proponen personas o grupos y favorecer el diálogo abierto y claro en la verdad y en el amor que la madre Iglesia debe proseguir con vistas a la promoción de sus hijas. No dudéis en reafirmar que el Magisterio de la Iglesia no ha tomado esta decisión como un acto de su poder, sino con la conciencia de que debe obedecer a la voluntad del Señor de la Iglesia misma. Por consiguiente, la doctrina según la cual el sacerdocio está reservado a los hombres reviste el carácter de la infalibilidad vinculada al Magisterio ordinario y universal de la Iglesia, al que ya se refería la Lumen gentium y al que he dado forma jurídica con el motu proprio Ad tuendam fidem: "Cuando los obispos (...) incluso dispersos por el mundo, pero en comunión entre sí y con el Sucesor de Pedro, enseñan cuál es la fe y la moral auténticas, si están de acuerdo en mantener una opinión como definitiva, entonces proclaman infaliblemente la enseñanza de Cristo" (Lumen gentium, 25; cf. Ad tuendam fidem, 3).

En cualquier caso, debemos apoyar a quienes no logran comprender o aceptar la doctrina de la Iglesia, para que abran su corazón y su mente al desafío que la fe les plantea. Como maestros auténticos de la Iglesia, que es madre y maestra, una de nuestras prioridades absolutas debe ser apoyar y confirmar a nuestras comunidades en la fe. Si fuera necesario, no debemos dudar en aclarar los equívocos y corregir las desviaciones. Con esta finalidad, invoco los dones del Espíritu Santo sobre vuestros esfuerzos, para que seáis capaces de conferir al papel de la mujer una impronta auténtica, propia de la doctrina cristiana, para la renovación de la sociedad y también para el redescubrimiento del verdadero rostro de la Iglesia.

11. Queridos hermanos, durante este encuentro hemos reflexionado, ante todo, en el misterio de la Iglesia. Un misterio que en realidad sigue siendo incomprensible para la razón humana y sólo con los ojos de la fe puede mirarse con amor y percibirse a fondo. Las imágenes de la Iglesia como madre, maestra, esposa y cuerpo han llevado siempre a Cristo, que es el Esposo y la Cabeza de su Iglesia. Ante él, sobre todo, nos sentimos responsables al desempeñar nuestro ministerio pastoral. Por eso las palabras que os he dirigido durante estos encuentros han sido claras y sinceras. No os oculto que a veces, durante estos meses, he experimentado los mismos sentimientos del apóstol san Pablo cuando se dirigía a la comunidad de Corinto con estas palabras tan conocidas:  "Os escribí en una gran aflicción y angustia de corazón, con muchas lágrimas, no para entristeceros, sino para que conocierais el amor desbordante que sobre todo a vosotros os tengo" (2 Co 2, 4).

Decid a vuestros sacerdotes, diáconos, religiosos y religiosas que el Papa está cerca de ellos. Asegurad a los hombres y a las mujeres, a los jóvenes y a los ancianos, a los enfermos y a los minusválidos, que en el seno de la madre Iglesia todos pueden encontrar acogida. Con amor paciente y confiado procurad sostener a las Iglesias particulares que os han sido encomendadas, para llevarlas como esposas al banquete nupcial del cielo.

Invoco la intercesión de la Virgen María, pidiéndole que os proteja a vosotros y a todos los que están encomendados a vuestra solicitud pastoral. ¡Cuánta confianza filial expresan las palabras de una antigua oración difundida en vuestra patria:  "Virgen santa, Madre de Dios y Madre mía, que yo sea siempre tuyo"!

La bendición apostólica, que os imparto de corazón, os acompañe a todos y cada uno.



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