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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
 A LOS OBISPOS DE BURUNDI EN VISITA "AD LIMINA"

Castelgandolo
Viernes 10 de septiembre de 1999

 

Queridos hermanos en el episcopado:

1. En este tiempo fuerte de vuestro ministerio episcopal que es la visita ad limina, constituye una gran alegría para mí acogeros a vosotros, pastores de la Iglesia católica en Burundi. Habéis venido a visitar las tumbas de los apóstoles Pedro y Pablo, a fin de acrecentar en vosotros el impulso apostólico que los animaba y los trajo hasta aquí para ser testigos del evangelio de Cristo, aceptando por ello entregar totalmente su vida. Al encontraros con el Obispo de Roma y sus colaboradores, queréis también manifestar vuestra comunión con el Sucesor de Pedro y con la Iglesia universal. Que el Señor bendiga vuestro gesto y os sostenga en el servicio al pueblo que os ha sido confiado.

El presidente de vuestra Conferencia episcopal, monseñor Simon Ntamwana, ha trazado en vuestro nombre un rápido y conmovedor cuadro de la situación de la Iglesia en Burundi. Se lo agradezco cordialmente. Por medio de vosotros, saludo afectuosamente a los sacerdotes, los religiosos, las religiosas, los catequistas y los laicos de vuestras diócesis. Que el Señor les dé fuerza y audacia para ser, en todas las circunstancias, testigos vigilantes del amor de Dios en medio de sus hermanos. Expresad también a todos vuestros compatriotas mis fervientes deseos de que todo el país recupere rápidamente la paz y la prosperidad.

2. La vitalidad de la Iglesia católica en Burundi es particularmente notable. Vuestros informes quinquenales ponen de relieve de manera significativa los signos de renovación espiritual que se manifiestan cada vez más en la vida de vuestras diócesis y de las comunidades religiosas que actúan en ellas. Las orientaciones pastorales que con celo habéis dado para guiar a vuestros fieles hacia Cristo ya están dando frutos alentadores, y me alegro mucho por ello.

En efecto, durante los últimos años, vuestro país ha vivido una situación trágica. Quisiera, una vez más, encomendar a la misericordia divina las víctimas de la violencia y expresar mi más profunda solidaridad a todas las personas que sufren las consecuencias del drama que ha padecido vuestro país. Vosotros mismos, queridos hermanos en el episcopado, habéis vivido esos acontecimientos con fortaleza de espíritu. Como el apóstol Pablo, habéis aceptado afrontar todos los peligros por solicitud y amor a vuestras Iglesias diocesanas y a vuestro pueblo (cf. 2 Co 11, 26). Quiero aquí rendir homenaje a la figura de monseñor Joachim Ruhuna, arzobispo de Gitega, víctima de la violencia a la que quiso oponerse con todas sus fuerzas. Junto con vosotros, toda la comunidad católica ha sido golpeada duramente en sus sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos, que han permanecido firmes en la prueba, a veces hasta la entrega de su vida. Entre todos estos testigos del Evangelio, los jóvenes seminaristas de Bruta, con su sacrificio heroico, dieron en nombre del Señor un ejemplo magnífico de fraternidad, que deberán seguir las generaciones futuras. Agradezco sinceramente a los pastores, a los agentes pastorales y a todos los fieles de Burundi su valentía y su fidelidad a Cristo y a la Iglesia.

A pesar de las innumerables dificultades, los católicos de vuestro país han conservado viva su fe en la presencia del Señor, que no los abandona y los acompaña siempre. La celebración del primer centenario de la evangelización, el año pasado, fue un signo evidente de su vitalidad y de su esperanza en el futuro. En este momento privilegiado de su historia, la Iglesia ha querido manifestar solemnemente su compromiso por el camino de la reconciliación y la paz, a fin de marcar así el comienzo de una nueva era para todos los habitantes de Burundi, dando una contribución activa. Quiera Dios que este aniversario sea para todos los fieles una fuente de dinamismo con vistas a la nueva evangelización de su país.

3. En vuestro ministerio episcopal, a menudo difícil, encontráis ayuda y apoyo en los sacerdotes, vuestros más cercanos colaboradores. En efecto, os une a ellos un estrecho vínculo, fundado en la participación en el único sacerdocio de Cristo y en la misma misión apostólica. «La relación con el obispo en el único presbiterio, la coparticipación en su preocupación eclesial, la dedicación al cuidado evangélico del pueblo de Dios en las condiciones concretas históricas y ambientales de la Iglesia particular, son elementos de los que no se puede prescindir al dibujar la configuración propia del sacerdote y de su vida espiritual» (Pastores dabo vobis, 31). Para que se desarrolle esta comunión efectiva, indispensable para la vida de la Iglesia, os animo a estar cada vez más cerca de vuestros sacerdotes, compartiendo con ellos las alegrías y las penas, las preocupaciones y las esperanzas de su vida y su ministerio. Que en medio de las dificultades de la vida diaria encuentren en vosotros a padres atentos, que, con una actitud de caridad y diálogo, sepan guiarlos, alentarlos y a veces, cuando sea necesario, tomar decisiones oportunas para su bien y el de sus fieles.

Felicito muy cordialmente a cada uno de los sacerdotes de vuestras diócesis. Conozco su entrega al servicio de la Iglesia y de su misión. Los invito con insistencia a ser cada vez más conscientes de que la vocación sacerdotal conlleva una llamada específica a la santidad. Mediante su consagración, los sacerdotes son configurados a Cristo, cabeza y pastor de su Iglesia, que los compromete a llevar una vida marcada por el ejemplo de Jesús, servidor fiel que encuentra su alegría y su felicidad en el cumplimiento de la voluntad de su Padre y de la misión que le confió. Que en su vida den un lugar destacado a la oración y a la celebración de los sacramentos, principalmente la Eucaristía y la penitencia, buscando con perseverancia un auténtico encuentro personal con el Señor. Recordando que han recibido la tarea de congregar y guiar al pueblo de Dios, ellos mismos deben ser modelos de vida cristiana, ayudando a los fieles a crecer en la fe y a acogerse los unos a los otros para construir la Iglesia, familia de Dios. Con toda su vida, y en particular con su celibato, acogido como un don precioso de Dios efectivamente asumido, han de testimoniar un amor indiviso a Cristo y a su Iglesia, con una disponibilidad plena y gozosa al ministerio pastoral (cf. Pastores dabo vobis, 50). Con este espíritu, debéis tener con ellos un diálogo claro y firme sobre las exigencias de la vida sacerdotal. Por último, los exhorto a ser, a tiempo y a destiempo, mensajeros ardientes del amor de Dios, que no hace distinción de personas, sea cual sea su origen o su condición social.

Para preparar a los candidatos a vivir todas las exigencias del compromiso sacerdotal, con profunda vida interior y espíritu de renuncia a lo que no es compatible con una existencia consagrada, reviste gran importancia la formación humana, intelectual, pastoral y espiritual impartida en el seminario. Conviene, además, que se enseñe al pueblo cristiano el verdadero significado de la vocación sacerdotal y religiosa, para que sea consciente de su responsabilidad, acompañando con su oración a los futuros sacerdotes, religiosos y religiosas, ayudándoles a concebir su vocación no como una promoción social, sino como un servicio generoso, que se les pide para el bien de la Iglesia y del mundo. Para afrontar las dificultades de la sociedad, os invito a aseguraros de que en los seminarios se traten con vigor los temas de la justicia y de la paz, según los principios de la doctrina social de la Iglesia. Así, los futuros pastores estarán preparados para ayudar a las generaciones jóvenes a comprender que la justicia es mucho más que una simple reivindicación de una etnia con respecto a otra.

4. En la labor de evangelización de vuestro país, los catequistas desempeñan un papel importante. Durante los últimos años, por falta de sacerdotes, en algunas regiones han sido los únicos agentes pastorales que han permanecido en el lugar. Han podido reunir a los fieles y transmitirles la fe. En nombre de la Iglesia, les expreso toda mi gratitud y los invito a proseguir, en comunión con los obispos y sacerdotes, su servicio generoso, para que el nombre de Cristo pueda seguir siendo anunciado y acogido. Queridos hermanos en el episcopado, es grande vuestro deseo de ayudarles y sostenerlos. Ojalá que encuentren siempre en vosotros a pastores que comparten sus preocupaciones y anhelan proporcionarles la formación doctrinal y espiritual que les permita ser colaboradores competentes y eficaces en la evangelización.

La promoción de las comunidades de base es también un elemento esencial de vuestra pastoral con vistas a la renovación de la Iglesia. Esas comunidades, en las que la buena nueva se acoge para ser transmitida a su vez a los demás, son lugares donde todos se esfuerzan por «vivir el amor universal de Cristo, que trasciende las barreras de la solidaridad natural de los clanes, de las tribus o de otros grupos de interés» (Ecclesia in Africa, 89). Por eso, es necesario que sus miembros reciban una sólida formación en la oración y en la escucha de la palabra de Dios, así como en las verdades de la fe, y que se les estimule a asumir cada vez con mayor eficacia sus responsabilidades de bautizados y confirmados en la Iglesia y en la sociedad.

5. La responsabilidad que tienen los cristianos de trabajar por restablecer las relaciones pacíficas y armoniosas entre todos los miembros de la nación debe llevarlos a considerar que, para lograr este objetivo de modo duradero, es necesario garantizar la justicia a todos. Por consiguiente, es urgente tomar clara conciencia de que los seres humanos tienen la misma dignidad, merecen el mismo respeto, son iguales y tienen los mismos derechos y deberes. Como escribí en mi Mensaje para la jornada mundial de la paz de 1998, «la paz para todos nace de la justicia de cada uno. Nadie puede desentenderse de una tarea de importancia tan decisiva para la humanidad. Es algo que implica a cada hombre y mujer, según sus propias competencias y responsabilidades» (n. 7:  L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 19 de diciembre de 1997, p. 7). Por otra parte, cuando los poderes públicos, en virtud de sus responsabilidades, deben aplicar penas, la justicia debe ser siempre conforme a la dignidad de la persona y, por tanto, al designio de Dios sobre el hombre y la sociedad. Como escribí en la encíclica Evangelium vitae, «la medida y la calidad de la pena deben ser valoradas y decididas atentamente» (n. 56). No se puede por menos de deplorar el elevado número de casos de personas a las que se aplica la pena de muerte. Mi pensamiento se dirige también a los numerosos detenidos que son víctimas de la lentitud de los procedimientos judiciales, deseándoles que sus procesos concluyan sin demora y se asegure correctamente su defensa. Es importante realizar en la sociedad todo lo posible para que, a pesar de las dificultades, no se pierda nunca la esperanza de que las personas tengan la posibilidad de expiar su pena en el respeto a su dignidad y puedan corregirse y enmendarse. En las circunstancias actuales, vuestro ministerio episcopal os exige velar en este campo. Os felicito por el trabajo que realizáis, sobre todo gracias a la Comisión "Justicia y paz", para que la justicia triunfe y prevalezca sobre el odio y el deseo de venganza, y todos reciban una verdadera educación en la justicia y en la paz.

En efecto, la promoción de la justicia entre los pueblos y en el seno de cada comunidad humana es parte integrante del testimonio evangélico. Por eso, os apoyo vivamente en vuestro empeño por ayudar a vuestras comunidades a comprometerse cada vez con mayor intensidad en la construcción de una sociedad nueva, fundada en la justicia, en la solidaridad fraterna y en la armonía entre todos sus componentes. Es urgente formar a cada uno, ya desde la educación básica, en los valores morales y cívicos, desarrollando un agudo sentido de los derechos y deberes de las personas y de las comunidades humanas. Al educar en la justicia, se educa en la paz. A todos los que aspiran a la justicia y la paz, y en particular a los jóvenes, reafirmo con fuerza:  "Mantened siempre viva la tensión hacia estos ideales y tened la paciencia y la tenacidad de perseguirlos en las condiciones concretas en que vivís. (...) Amad lo que es justo y verdadero, aunque mantenerse en esta línea requiera sacrificios y obligue a ir contra la corriente" (Mensaje para la jornada mundial de la paz de 1998, n. 7:  L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 19 de diciembre de 1997, p. 7). Junto con vosotros, invito a los católicos y a los hombres de buena voluntad a vencer el mal con el bien (cf. Rm 12, 21), con gestos de caridad fraterna, los únicos que pueden garantizar un futuro de paz al país, devolver la confianza a las poblaciones y crear relaciones portadoras de verdadera esperanza. Os exhorto, asimismo, a tomar posición cada vez más firme contra la violencia, venga de donde venga.

Para lograr que todos los miembros del pueblo de Dios avancen con decisión por este camino, os invito a dar prioridad a la enseñanza de la doctrina social de la Iglesia. Es muy importante que los laicos católicos se comprometan en la vida pública, para que sean "sal de la tierra", testimoniando con valentía, en sus actividades diarias, el amor y la justicia de Dios. Su compromiso tiene actualmente gran importancia, puesto que se busca un nuevo sistema institucional para construir una nación unida y solidaria, superando los rencores y aceptando las diferencias como riquezas para el bien de todos.

6. Los hechos que ha afrontado vuestro país han obligado a numerosas personas a vivir la experiencia de los campos de refugiados y desplazados. Por desgracia, esta situación perdura todavía. Ciertamente, la solución de este grave problema humano pasa, sobre todo, por el restablecimiento de la paz, la reconciliación y el desarrollo económico. En nombre de Cristo, la Iglesia, con sus medios caritativos, a menudo muy limitados, debe contribuir a aliviar tanto sufrimiento y tanta miseria. Sin embargo, no puede olvidar el mensaje fundamental que ha recibido de su Señor, el mismo que Jesús proclamó solemnemente al principio de su misión, citando las palabras del profeta Isaías:  "El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la buena nueva". Y añadió:  "Esta Escritura, que acabáis de oír, se ha cumplido hoy" (Lc 4, 18-21). Por esta razón, es necesario que la Iglesia tenga presente este aspecto esencial de su misión evangelizadora, y que los católicos, juntamente con los demás cristianos, se sientan impulsados a mostrar su creatividad para desarrollar las actitudes de viva solidaridad y de participación activa que manifiesten de manera concreta que todos son miembros de un solo cuerpo, según las palabras del apóstol Pablo:  "Si sufre un miembro, todos los demás sufren con él" (1 Co 12, 26).

El concilio Vaticano II, presentando a la Iglesia como el pueblo de Dios y el cuerpo de Cristo, nos ofrece imágenes muy significativas, que deben ayudar a sus miembros a fomentar actitudes de solidaridad y fraternidad en las comunidades cristianas. Desde esta perspectiva, la Asamblea especial para África del Sínodo de los obispos recurrió a la idea clave de la Iglesia como familia de Dios para expresar de manera apropiada la naturaleza de la Iglesia en África. Así, los padres insistieron en que ningún miembro de la Iglesia, sea cual sea el lugar que ocupe, puede ser excluido de la mesa común de la comunión o de la responsabilidad de vivir una solidaridad real con sus hermanos.

7. Queridos hermanos en el episcopado, al término de nuestro encuentro me dirijo de nuevo a vuestro amado país para exhortar a sus hijos e hijas, cada uno según su grado de responsabilidad, a comprometerse decididamente en la construcción de una sociedad fundada en la concordia y la reconciliación. Deseo vivamente que entre todos los habitantes de Burundi prosiga un diálogo sincero y fecundo, que lleve a una paz definitiva, para que todos por fin puedan vivir con seguridad y encontrar los caminos de la prosperidad y la felicidad. Que Dios abra los corazones a su Espíritu de amor y paz. Que los discípulos de Cristo se dirijan al Padre de toda misericordia con una actitud de conversión profunda y de oración intensa, para pedirle la fuerza y la valentía de ser, juntamente con todos los hombres de buena voluntad, infatigables constructores de paz y fraternidad.

En vísperas del gran jubileo del año 2000, deseo ardientemente que este tiempo de gracia sea para la Iglesia en Burundi una nueva primavera de vida cristiana, y le permita responder con audacia a las mociones del Espíritu. Encomiendo a la Virgen María, Madre del Redentor, vuestro ministerio y la vida de vuestras comunidades eclesiales, para que guíe vuestros pasos hacia su Hijo. De todo corazón, os imparto la bendición apostólica, que extiendo a los sacerdotes, a los religiosos, a las religiosas, a los catequistas y a todos los fieles de vuestras diócesis.

 



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