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MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL CARDENAL WILLIAM W. BAUM,
PENITENCIARIO MAYOR, Y A LOS CONFESORES

 

Al venerado hermano
cardenal William W. Baum
penitenciario mayor

1. Con apreciable solicitud usted, señor cardenal, ha proveído a organizar también este año el tradicional curso sobre el fuero interno para los candidatos próximos al sacerdocio y los sacerdotes recién ordenados, reservando una cordial acogida también a los sacerdotes maduros y expertos en el ministerio.

Deseo expresarle mi complacencia por esta iniciativa, que cobra un significado particular en el Año jubilar, pues es esencialmente el año del gran regreso y del gran perdón, y, como afirmé en la bula de convocación Incarnationis mysterium, el sacramento de la penitencia desempeña un papel primario en esta efusión de la misericordia divina. Por otra parte, el fuero interno versa ante todo sobre ese sacramento y, en general, sobre los contenidos de la conciencia, que ordinariamente se manifiestan con confianza a la Iglesia en el marco del sacramento de la penitencia.

Aprovecho de buen grado esta ocasión para expresar mi aprecio también a los prelados y a los oficiales de la Penitenciaría apostólica, cuyo valioso trabajo está ordenado institucionalmente a materias relativas al fuero interno. Extiendo, asimismo, mi estima y gratitud a los padres penitenciarios de las basílicas patriarcales de la ciudad, quienes por misión, subrayada y exaltada en este Año santo, viven su sacerdocio con un compromiso continuo en la pastoral de la reconciliación. Por último, dirijo un saludo particularmente afectuoso a los jóvenes sacerdotes y a los candidatos al sacerdocio que, aprovechando esta oportuna iniciativa de la Penitenciaría apostólica, se han preparado durante estos días para un fructuoso cumplimiento de su futura misión.

2. Deseo que el agradecimiento y la exhortación expresados aquí lleguen a todos los sacerdotes del mundo, animándolos y sosteniéndolos en la obra dedicada a la salvación de sus hermanos mediante el ministerio de la confesión, una de las expresiones más significativas de su sacerdocio.

Nuestro Señor Jesucristo nos redimió mediante el misterio pascual, cuyo centro es, por decirlo así, el momento del sacrificio cruento. El sacerdote, como ministro del perdón en el sacramento de la penitencia, actúa in persona Christi:  ¿cómo podría dejar de sentirse comprometido a participar con toda su vida en la actitud sacrificial de Cristo? Esta perspectiva, sin olvidar el valor de los sacramentos ex opere operato —por tanto, independientemente de la santidad o dignidad del ministro—, abre ante él una inmensa riqueza ascética, ofreciéndole los motivos supremos por los cuales, precisamente por el ejercicio y en el ejercicio de sus funciones sacramentales, debe ser santo y encontrar estímulos y ocasiones de ulterior santificación en el ejercicio mismo del ministerio. Al ser obra divina, el perdón de los pecados debe realizarse con disposiciones espirituales tan elevadas que se pueda afirmar que ese sublime ministerio, en la medida en que lo permita la debilidad humana, se lleva a cabo digne Deo. Esto, sin duda, incrementará la confianza de los fieles. El anuncio de la verdad, sobre todo en el orden moral-espiritual, es efectivamente mucho más creíble cuando quien la proclama no sólo tiene el título académico de doctor, sino que sobre todo da testimonio de ella con su vida.

Por otra parte, teniendo en cuenta la esencial connotación oblativa que tiene este sacramento, los mismos penitentes no podrán menos de sentir un comprometedor impulso a corresponder a la misericordia del Señor con una santidad de vida que los una cada vez más íntimamente a Cristo, que por nuestra salvación se convirtió en víctima.

3. Si el misterio pascual es realidad de muerte —aspecto sacrificial—, es porque Dios lo dispuso así sólo con vistas a la vida de la resurrección. También el sacramento de la penitencia —asimilación a Jesús muerto y resucitado—, encierra en sí la restitución de la vida sobrenatural de gracia o el aumento de ella  cuando  se  trata sólo de pecados veniales. Por eso, el misterio de este sacramento sólo se puede entender plenamente a la luz de la parábola del hijo pródigo:  "Convenía celebrar una fiesta y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto, y ha vuelto a la vida; estaba perdido, y ha sido hallado" (Lc 15, 32).

4. El ministro del sacramento de la penitencia es maestro, es testigo y, con el Padre, es padre de la vida divina restituida y  destinada a la plenitud. Su magisterio es el de la Iglesia, porque él, actuando in persona Christi, no se anuncia a sí mismo, sino a Jesucristo:  "No nos predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús como Señor, y a nosotros como siervos vuestros por Jesús" (2 Co 4, 5).

Su testimonio se encomienda a la humildad de las virtudes practicadas y no con ostentación:  "Cuando hagas limosna, no vayas tocando la trompeta delante de ti. (...) Cuando vayas a orar, entra en tu aposento y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre, que está allí, en lo secreto" (Mt 6, 2. 6). Al devolver la vida de gracia, cumple el mandato que Jesús dio a los Apóstoles en su primera misión:  "Gratis lo recibisteis; dadlo gratis" (Mt 10, 8).

5. En la reconciliación sacramental el perdón de Dios es fuente de renacimiento espiritual y principio eficaz de santificación, hasta la cima de la perfección cristiana.

El sacramento de la reconciliación no sólo confiere objetivamente el perdón de Dios al pecador arrepentido que lo recibe con las debidas condiciones, sino que también le concede, por el amor misericordioso del Padre, gracias especiales, que le ayudan a superar las tentaciones, a evitar recaídas en los pecados de los que se ha arrepentido, y a hacer, en cierta medida, una experiencia personal de ese perdón. En este sentido, hay un vínculo muy estrecho entre el sacramento de la penitencia y el de la Eucaristía, en el que, con el recuerdo de la pasión de Jesús, "mens impletur gratia et futurae gloriae nobis pignus datur".

En concreto, con fidelidad al designio salvífico de Dios, tal como de hecho él quiso realizarlo, "hay que superar la tendencia, bastante generalizada, a rechazar cualquier mediación salvífica, poniendo al pecador en relación directa con Dios" (Discurso a los obispos portugueses en visita "ad limina", 30 de noviembre de 1999, n. 4:  L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 17 de diciembre de 1999, p. 6). "Ojalá que uno de los frutos del gran jubileo del año 2000 sea la vuelta generalizada de los fieles cristianos a la práctica sacramental de la confesión" (ib.).

6. El amor misericordioso de Dios, que invita a volver y está dispuesto a perdonar, no tiene límites ni de tiempo ni de lugar. Mediante el ministerio de la Iglesia siempre está a disposición, no sólo de Jerusalén, como en la profecía de Zacarías, sino también del mundo entero, "una fuente abierta (...) para lavar el pecado y la impureza" (Zc 13, 1), de la que se derramará sobre todos "un espíritu de gracia y de oración" (Zc 12, 10).

La caridad de Dios, aunque no esté limitada en el tiempo y en el espacio, resplandece de modo muy especial en el Año jubilar:  al don fundamental de la restitución de la gracia, de modo ordinario mediante el sacramento de la penitencia, y al consiguiente perdón de la pena del infierno, el Señor, dives in misericordia, une también, mediante el ministerio de la Iglesia, la remisión de la pena temporal con el don de las indulgencias, obviamente si se consiguen con las  debidas  disposiciones de santidad o, por lo menos, de tendencia a la santidad. Por tanto, las indulgencias, "lejos de ser una especie de descuento con respecto al compromiso de conversión, son más bien una ayuda para un compromiso más firme, generoso y radical" (Audiencia general del 29 de septiembre de 1999, n. 5:  L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 1 de octubre de 1999, p. 3). En efecto, la indulgencia plenaria exige el perfecto desapego del pecado y el recurso a los sacramentos de la penitencia y de la Eucaristía, en la comunión jerárquica con la Iglesia, expresada mediante la oración según las intenciones del Sumo Pontífice.

7. Exhorto vivamente a los sacerdotes a educar a los fieles, con una catequesis adecuada y profunda, para que aprovechen el gran bien de las indulgencias, según la mente y el espíritu de la Iglesia. En especial, los sacerdotes confesores podrían asignar con mucha utilidad a sus penitentes, como penitencia sacramental, prácticas dotadas de indulgencia, siempre según los criterios de justa proporción con las culpas confesadas.

Aunque sólo fuera por el ministerio del perdón, que el Señor le ha confiado, la misión  del sacerdote merecería ser vivida con plenitud:  la salvación de sus hermanos no puede por menos de ser para él motivo  de  profundo gozo espiritual.

Con esta certeza, elevo mi oración al Señor misericordioso por todos los miembros de la Penitenciaría apostólica, por los padres penitenciarios y por los jóvenes que se preparan para su futuro sacerdocio, a fin de que les conceda plena generosidad para cumplir su servicio a las almas en la intimidad del coloquio penitencial. En efecto, especialmente entonces, el sacerdote es "colaborador de Dios" para la construcción del "edificio de Dios" (cf. 1 Co 3, 9).

Como prenda de abundantes favores celestiales le envío a usted, señor cardenal, a sus colaboradores, a los padres penitenciarios y a todos los participantes en el curso sobre el fuero interno, una especial bendición apostólica.

Vaticano, 1 de abril de 2000

JUAN PABLO II



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