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PALABRAS DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL FINAL DE LOS EJERCICIOS ESPIRITUALES DE LA CURIA ROMANA


Sábado 18 de marzo de 2000

 

Al concluir los ejercicios espirituales, doy gracias al Señor que me ha dado la alegría de compartir con vosotros, queridos y venerados hermanos de la Curia romana, estos días de gracia y oración. Han sido días de intensa y prolongada escucha del Espíritu, que ha hablado a nuestro corazón en el silencio y en la meditación atenta de la palabra de Dios. Han sido días de fuerte experiencia comunitaria, durante los cuales, como los Apóstoles en el cenáculo, "hemos perseverado en la oración, en compañía de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos" (cf. Hch, 1, 14).

Doy las gracias, también en nombre de cada uno de vosotros, al querido monseñor François Xavier Nguyên Van Thuân, presidente del Consejo pontificio Justicia y paz, que, con sencillez y gran unción espiritual, nos ha guiado en la profundización de nuestra vocación de testigos de la esperanza evangélica al comienzo del tercer milenio. Habiendo sido él mismo testigo de la cruz durante los largos años de cárcel en Vietnam, nos ha contado frecuentemente hechos y episodios de su dolorosa detención, fortaleciendo así nuestra certeza consoladora de que, cuando todo se derrumba alrededor de nosotros y tal vez también dentro de nosotros, Cristo sigue siendo nuestro apoyo indefectible. Agradecemos al arzobispo Van Thuân ―en la cárcel era sólo el señor Van Thuân― su testimonio, muy significativo en este Año jubilar.

Cristo crucificado y resucitado es nuestra única esperanza verdadera. Fortalecidos con su ayuda, también sus discípulos se convierten en hombres y mujeres de esperanza. No de esperanzas a corto plazo y fugaces, que después cansan y defraudan al corazón humano, sino de la verdadera esperanza, don de Dios que, sostenida desde lo alto, tiende a conseguir el sumo Bien y tiene la seguridad de alcanzarlo. También el mundo de hoy necesita urgentemente esta esperanza. El gran jubileo, que estamos celebrando, nos lleva paso a paso a ahondar en las razones de esta esperanza cristiana, que exigen y favorecen una creciente confianza en Dios y una apertura cada vez más generosa a nuestros hermanos.

María, Madre de la esperanza, a quien ayer por la tarde el predicador nos ha invitado a contemplar como modelo de la Iglesia, nos obtenga la alegría de la esperanza, a fin de que también para nosotros, en los momentos de la prueba, como sucedió con los discípulos de Emaús, la presencia de Cristo transforme nuestra tristeza en alegría:  "Tristitia vestra vertetur in gaudium".

Con estos sentimientos, os bendigo de corazón, pidiéndoos a todos que sigáis acompañándome con vuestra oración, sobre todo durante mi peregrinación a Tierra Santa que, Dios mediante, tendré la alegría de realizar la semana próxima.

 



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