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JUBILEO DE LOS OBISPOS

AUDIENCIA DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II
A LOS PARTICIPANTES EN EL JUBILEO DE LOS OBISPOS

Sábado 7 de octubre de 2000

 

Amadísimos hermanos en el episcopado:

1. Quam bonum et quam iucundum habitare fratres in unum! (Sal 133, 1). La alegría del salmista, eco del júbilo de los hijos de Israel, es hoy nuestra alegría. El espectáculo de tantos obispos reunidos, procedentes de todas las partes del mundo, no se realizaba desde los tiempos del concilio Vaticano II. Este encuentro me hace recordar aquellos años de gracia en los que se sintió intensamente, como el viento impetuoso de un nuevo Pentecostés, la presencia del Espíritu de Dios. Es hermoso que el gran jubileo nos haya brindado la ocasión propicia para reunirnos en un número tan grande. La comunión fraterna que nos une, en virtud de la colegialidad episcopal, también se alimenta de estos signos.

Os agradezco los sentimientos de comunión que me habéis manifestado a través de las palabras del amadísimo monseñor Giovanni Battista Re, que precisamente en estos días, después de años de servicio como íntimo colaborador mío en la Secretaría de Estado, ha asumido el delicado e importante cargo de prefecto de la Congregación para los obispos. También expreso mi gratitud al cardenal Bernardin Gantin y al cardenal Lucas Moreira Neves por el valioso trabajo que han llevado a cabo, con diligencia y prudencia, al frente de ese dicasterio.

2. Este encuentro, a primera vista, podría parecer superfluo, dado que cada uno de vosotros se ha abierto ampliamente a la gracia del jubileo, acompañando a sus fieles en varios lugares jubilares de la diócesis y de la nación. Pero hemos sentido la necesidad de una celebración, por decir así, totalmente nuestra, destinada a acrecentar nuestro compromiso y, antes aún, la gozosa gratitud por el don de la plenitud del sacerdocio. Ha sido como volver a escuchar la invitación que el Maestro dirigió un día a los Doce, cansados después del trabajo apostólico: "Venid también vosotros aparte, a un lugar solitario, para descansar un poco" (Mc 6, 31). Ciertamente, venir hoy a Roma no es retirarse a un lugar solitario. Como compensación, en la Sede del Sucesor de Pedro cada uno de vosotros puede sentirse a gusto, como en su casa, y todos juntos podemos vivir una hora de "descanso" espiritual, reuniéndonos en torno a Cristo.

Habéis dejado por un momento vuestras preocupaciones pastorales para vivir una pausa de renovación interior en un encuentro especial con los que, como vosotros, llevan la sarcina episcopalis. Al mismo tiempo, con este gesto habéis subrayado que os sentís miembros del único pueblo de Dios, en camino con los demás fieles hacia el encuentro definitivo con Cristo. Sí, también los obispos, al igual que todos los cristianos, están en camino hacia la patria y necesitan la ayuda de Dios y su misericordia. Con este espíritu estáis aquí para pedir junto conmigo la gracia especial del jubileo.

Así podemos experimentar juntos todo el consuelo de la verdad enunciada por san Agustín: "Soy obispo para vosotros; soy cristiano con vosotros. La condición de obispo connota una obligación; la de cristiano, un don. La primera conlleva un peligro; la segunda, una salvación" (Sermo 340, 1: PL 38, 1483). ¡Palabras fuertes!

3. Dilexit Ecclesiam! (Ef 5, 25). En este momento resuenan en nuestro corazón de pastores esas palabras de san Pablo a los Efesios; nos recuerdan que nuestro jubileo es, ante todo, una invitación a confrontar nuestro amor con el amor que late en el corazón de Cristo. Contemplémoslo a él, Hijo eterno de Dios, que en la plenitud de los tiempos se hizo hombre en el seno de María. Contemplémoslo a él, Salvador nuestro y de todo el género humano. Contemplémoslo a él que, con la encarnación, se hizo, en cierto sentido, "consanguíneo" de todo hombre. Su amor es tan vasto como el mundo. De su mirada de amor nadie queda excluido.

El amor de Cristo, abierto al mundo, es al mismo tiempo un amor de predilección. No hay contradicción entre amor universal y amor de predilección, pues son como dos círculos concéntricos. En virtud de su amor de predilección Cristo engendra la Iglesia como su cuerpo y su esposa, convirtiéndola en el sacramento de la salvación para todos. Dilexit eam! Nosotros hoy nos sentimos tocados de nuevo, juntamente con todo el pueblo de Dios, por esa mirada de amor.

En ese dilexit Ecclesiam cada uno de nosotros encuentra el modelo y la fuerza de su ministerio, el fundamento y la raíz viva del misterio que habita en él. Amadísimos hermanos en el episcopado, en cuanto personas configuradas sacramentalmente con Cristo, Pastor y Esposo de la Iglesia, estamos llamados a "revivir" en nuestros pensamientos, en nuestros sentimientos y en nuestras opciones, el amor y la entrega total de Jesucristo en favor de su Iglesia. El amor a Cristo y el amor a la Iglesia son, en definitiva, un amor único e indivisible. En este diligere Ecclesiam, imitando y compartiendo el dilexit Ecclesiam de Cristo, están la gracia y el compromiso de nuestra celebración jubilar.

4. El Apóstol nos indica de modo luminoso la finalidad suprema del dilexit Ecclesiam: "Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla" (Ef 5, 25-26). Esa es también la finalidad de nuestro ministerio episcopal: está al servicio de la santidad de la Iglesia.

Toda nuestra actividad pastoral tiene como objetivo último la santificación de los fieles, comenzando por la de los sacerdotes, nuestros colaboradores directos. Por tanto, debe tender a suscitar en ellos el compromiso de responder con prontitud y generosidad a la llamada del Señor. Y nuestro mismo testimonio de santidad personal, ¿no es la llamada más creíble y más persuasiva que los laicos y el clero tienen derecho a esperar en su camino hacia la santidad? Precisamente para "suscitar en cada fiel un verdadero anhelo de santidad" se convocó el jubileo (Tertio millennio adveniente, 42).

Es preciso redescubrir lo que el concilio Vaticano II dice sobre la vocación universal a la santidad. No es casualidad que el concilio se dirija ante todo a los obispos, recordando que deben "realizar su ministerio con santidad, entusiasmo, humildad y fortaleza. Si lo realizan así, será para ellos un excelente medio de santificación" (Lumen gentium, 41). Como se puede ver, es la imagen de una santidad que no crece junto al ministerio, sino a través del ministerio mismo. Una santidad que se desarrolla como caridad pastoral, y que encuentra su modelo en Cristo, buen Pastor, e impulsa a cada pastor a convertirse en "modelo de la grey" (cf. 1 P 5, 3).

5. Esta caridad pastoral debe vivificar los tria munera en los que se articula nuestro ministerio. Ante todo, el munus docendi, es decir, el servicio de la enseñanza. Cuando releemos los Hechos de los Apóstoles, nos impresiona el fervor con que el primer núcleo apostólico esparcía, a manos llenas, con la fuerza del Espíritu, la semilla de la Palabra. Debemos recuperar el entusiasmo pentecostal del anuncio. En un mundo que, por la acción de los medios de comunicación social, sufre una especie de inflación de palabras, la palabra del Apóstol sólo puede distinguirse y abrirse camino si se presenta, con toda la luminosidad evangélica, como palabra llena de vida. No temamos anunciar el Evangelio "opportune et importune" (2 Tm 4, 2). Sobre todo hoy, en medio de tantas voces discordantes que crean confusión y perplejidad en la mente de los fieles, el obispo tiene la grave responsabilidad de infundir claridad. El anuncio del Evangelio es el acto de amor más elevado con respecto al hombre, a su libertad y a su sed de felicidad.

Esta misma caridad, a través de la liturgia, fuente y cumbre de la vida eclesial (cf. Sacrosanctum Concilium, 10), se convierte en signo, celebración y acción orante. Aquí el dilexit Ecclesiam de Cristo se transforma en memoria viva y presencia eficaz. En esta obra, más que en cualquier otra, el papel del obispo se delinea como munus sanctificandi, ministerio de santificación, gracias a la presencia operante de Aquel que es el Santo por excelencia.

La caridad del obispo, por último, debe brillar en el gran ámbito de la guía pastoral: en el munus regendi. Muchas son las cosas que se nos piden. En todas debemos ser "buenos pastores, que conocen a sus ovejas y a quienes estas los conocen también; verdaderos padres, que se distinguen por el espíritu de amor y de solicitud por todos" (Christus Dominus, 16). Es un servicio de caridad que no debe excluir a nadie, pero que debe prestar atención particular a los "últimos", con la "opción preferencial por los pobres" que, vivida a ejemplo de Jesús, es expresión de justicia y, a la vez, de caridad.

6. Amadísimos hermanos, el jubileo es el tiempo de la "gran indulgencia". Las graves responsabilidades que se nos han encomendado y las no pocas dificultades que hemos de afrontar hoy en nuestro ministerio episcopal hacen más aguda y dolorosa la conciencia de nuestra pequeñez espiritual y, por tanto, más fuerte e insistente la invocación al amor indulgente del Padre. Pero la misericordia que nos llega del sacrificio de Cristo, hecho presente cada día en la Eucaristía, nos infunde una solidísima esperanza. Esta esperanza es lo que debemos anunciar y testimoniar a un mundo que la ha perdido o deformado. Es una esperanza fundada en la certeza de que Cristo está siempre presente y operante en su Iglesia y en la historia de la humanidad.

A veces, como en el episodio evangélico de la tempestad calmada (Mc 4, 35-41; Lc 8, 22-25), puede parecer que Cristo duerme y nos deja a merced de las olas agitadas. Pero sabemos que él está siempre dispuesto a intervenir con su amor todopoderoso y salvífico. Él sigue diciéndonos: "¡Ánimo!; yo he vencido al mundo" (Jn 16, 33).

Nos sostiene en todas nuestras fatigas la cercanía de María, la Madre que Cristo nos dio desde la cruz cuando dijo al Apóstol predilecto: "Mujer, ahí tienes a tu hijo" (Jn 19, 26). A ella, Regina apostolorum, le encomendamos nuestras Iglesias y nuestra vida, abriéndonos con confianza a la aventura y a los desafíos del nuevo milenio.

 



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