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DISCURSO DE SU SANTIDAD JUAN PABLO
A LA REINA ISABEL II DE INGLATERRA
*

Martes 17 de octubre de 2000

 

Su Majestad;
Su Alteza real:
 

Con el imborrable recuerdo de nuestro primer encuentro en el Vaticano, en 1980, y de la amable bienvenida que me dispensaron en Londres, dos años después, me alegra saludarles de nuevo en este palacio apostólico en el que no son extraños. Mis predecesores, los Papas Pío XII y Juan XXIII, fueron los primeros en darles la bienvenida aquí, y yo también lo hago con sumo agrado en este Año jubilar en el que todos los cristianos alaban a Dios todopoderoso por el don del Verbo hecho carne, nuestro Señor y Salvador Jesucristo.

La visita de Su Majestad me trae inmediatamente a la memoria la rica herencia del cristianismo británico y la contribución que ha dado Gran Bretaña a la construcción de la Europa cristiana, así como a la difusión del cristianismo en todo el mundo, desde que san Agustín de Canterbury predicó el Evangelio en sus islas. Durante esta larga historia, las relaciones entre el Reino Unido y la Santa Sede no han sido siempre serenas; a muchos años de herencia común siguieron lamentables años de división (cf. Discurso en la catedral de Canterbury, 29 de mayo de 1982, n. 5). Pero en los últimos años se ha establecido entre nosotros una cordialidad que está más de acuerdo con la armonía de los primeros tiempos y que expresa de modo más auténtico nuestras raíces espirituales comunes. No podemos dejar de buscar nuestro objetivo ecuménico, para obedecer al mandato del Señor.

Sin embargo, no es sólo el pasado el que nos impulsa a proseguir el camino de una mayor comprensión y, desde la perspectiva religiosa, de una comunión cada vez más perfecta. El futuro nos exige también una decisión común. Pienso ante todo en Europa, que se encuentra en una encrucijada histórica al buscar una unidad capaz de excluir definitivamente los conflictos que caracterizaron gran parte de su pasado. Ustedes y yo hemos vivido personalmente una de las guerras más terribles de Europa, y vemos claramente la necesidad de construir una unidad europea profunda y duradera, arraigada firmemente en la auténtica índole humana y espiritual de los pueblos de Europa. Con todo, la unidad a la que aspiran los europeos no puede ser una estructura sin contenido. Sólo conservando y fortaleciendo los ideales y los logros más elevados de su herencia, en los campos político, jurídico, artístico, cultural, moral y espiritual, la Europa del futuro próximo realizará un esfuerzo viable y válido.

Por otra parte, en el alba del tercer milenio debemos dirigir nuestra mirada más allá de las fronteras de Europa, hacia el mundo en su totalidad, que es cada vez más interactivo e interdependiente. El Commonwealth y la Iglesia católica son instituciones de naturaleza muy diferente, pero ambas tienen una comprobada experiencia en universalidad, ambas conocen la rica diversidad de la única familia humana.

Considerar el bien común como el objetivo y el centro del pensamiento y de la acción del hombre es más importante que nunca en esta época en que aumentan continuamente las diferencias en la distribución de los recursos del mundo. Aunque las fuerzas de globalización insisten en la promesa de mayor prosperidad y cohesión, existe una brecha cada vez mayor entre ricos y pobres, una brecha que corre peligro de ahondarse y agravarse cada vez más cuando algunos se benefician de los progresos de la tecnología y otros quedan completamente marginados. Este preocupante fenómeno tiene muchas causas, pero no cabe duda de que el problema sólo se resolverá cuando los pueblos y sus líderes acepten una solidaridad y una cooperación universales como imperativos éticos que impulsan y movilizan las conciencias de las personas y las naciones. Sin embargo, no puedo menos de expresar mi aprecio por la reciente iniciativa británica de cancelar totalmente la deuda de los países pobres seriamente endeudados. El nuevo milenio nos llama a todos a trabajar efectivamente en la construcción de un mundo no contaminado por la avidez, el egoísmo y el afán de dominio, sino abierto y respetuoso de la dignidad humana, de los derechos inalienables y de la igualdad fundamental de todos los miembros de la familia humana.

Su Majestad, durante muchos años y en épocas de grandes cambios usted ha reinado con una dignidad y un sentido del deber que han edificado a millones de personas en todo el mundo. Que Dios todopoderoso conceda a Su Majestad, a Su Alteza real y a todos los miembros de la familia real su luz y su fuerza indefectibles para afrontar los desafíos y las dificultades de su misión. Que él bendiga a los ciudadanos del Reino Unido con felicidad y paz; al Commonwealth con los beneficios de un elevado sentido de la solidaridad y la cooperación; y al pueblo cristiano de su reino con una nueva efusión de la gracia de Jesucristo, "el mismo ayer, hoy y siempre" (Hb 13, 8).


*L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española, n. 43, p.7 (p.527).

 



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