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DISCURSO DEL PAPA JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS AMIGOS DEL MOVIMIENTO DE LOS FOCOLARES


Sábado 2 de diciembre de 2000

 

Señor cardenal;
venerados hermanos en el episcopado:

1. También este año, en el marco de las tradicionales citas que reúnen anualmente a los obispos amigos del movimiento de los Focolares, habéis querido hacer una etapa ante la tumba del Apóstol, cruzar juntos la Puerta santa y encontraros con el Sucesor de Pedro. Os agradezco esta visita, vuestro afecto y vuestra cercanía espiritual. Os doy a cada uno de vosotros mi cordial bienvenida.

Saludo, ante todo, al señor cardenal Miloslav Vlk, y le expreso mi profunda gratitud por las amables palabras que ha querido dirigirme en nombre de todos. Quiero manifestaros a cada uno de vosotros y a vuestras respectivas comunidades mi estima y mi aliento por la tenaz obra que realizáis en favor de la unidad entre todos los creyentes en Cristo. Durante este Año santo, de modo especial, el intenso deseo de obedecer al mandato del Señor de que «todos sean uno» (Jn 17, 11) ha estado en el centro del espíritu jubilar. Me alegra que hayáis podido reflexionar y orar juntos por este gran objetivo, por el que la Iglesia católica ha afirmado reiteradamente su irrevocable compromiso. En efecto, el camino ecuménico es el camino de la Iglesia.

2. Ut unum sint! El intenso deseo de Cristo resuena constantemente en el corazón de todos los que él ha elegido como sus discípulos y enviado al mundo para ser testigos de su Evangelio. Durante estos días habéis querido reflexionar sobre este ardiente deseo. Este año habéis elegido como tema: «El grito de Cristo abandonado: luz en el camino hacia la plena comunión entre las Iglesias». Habéis meditado en la angustia que experimentó Cristo en Getsemaní, cuando sintió la soledad y el abandono al cumplir plenamente la misión que el Padre le había confiado. Su entrega total y confiada ha llegado a ser la medida de nuestra acción, puesto que «la aspiración a la unidad va acompañada de una profunda capacidad de sacrificio» (Homilía en la apertura de la Puerta santa de la basílica de San Pablo extramuros, 18 de enero de 2000, n. 4: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 21 de enero de 2000, p. 12).

Por eso, el camino ecuménico encuentra su modelo decisivo en la entrega extrema del Hijo de Dios, que, por amor a sus hermanos, superó toda división, venciendo en sí el pecado de la desunión de los suyos. ¡Cómo no ver la urgencia de este amor, para hacer fecunda la actividad ecuménica! ¡Cómo no seguir hasta las profundidades del alma el ejemplo de Jesús que, «habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13, 1), llegando a lavar los pies de sus discípulos!

3. Cristo, nuestra paz, para realizar la obra del Padre, quiso reconciliar en sí mismo a todos con Dios, por medio de la cruz, destruyendo en su cuerpo la enemistad (cf. Ef 2, 16). Nosotros, testigos de su sacrificio redentor, estamos llamados a ser cada vez más profundamente sus instrumentos y ministros de unidad y santificación. Ante todo con la oración, pues la reconciliación y la superación de las divisiones en la Iglesia son un don de lo alto. En efecto, es el Espíritu quien reúne a los hijos de Dios desde todos los rincones de la tierra para que, en Cristo, eleven al Padre con una sola voz la alabanza perfecta. Es preciso invocar con insistencia este Espíritu, para que nos reúna en un solo redil bajo un solo Pastor, Cristo.

Sin embargo, a la oración no debe faltarle una constante y sincera voluntad de convertir diariamente nuestro corazón al Evangelio. Cuanto más sepamos pensar y obrar según el corazón de Cristo, tanto más sabremos ser fieles a su mandamiento. La unidad es también una conquista paciente y clarividente de la fe y de la caridad. Hay que permitir al Señor, el médico de las almas, que nos cure interiormente de todo egoísmo.

4. Venerados y queridos hermanos, el paso por la Puerta santa es para todos un don y una exhortación. Evoca la necesidad de releer la compleja y a veces atribulada historia de nuestras comunidades desde la perspectiva de la única Iglesia de Cristo, donde las legítimas diferencias contribuyen a hacer más resplandeciente el rostro de la Esposa del gran Rey. Este paso es un acto de amor, de confianza y de penitencia, para que la gracia sanante del Señor alivie los sufrimientos causados por las divisiones y conceda la armonía a las mentes y a los corazones.

Espero que el camino de reflexión y de oración que habéis recorrido durante estos días os estimule a volver a vuestras comunidades aún más decididos a testimoniar con la palabra y la vida la apremiante invocación de Cristo: «Que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros» (Jn 17, 21).

Esta es también mi oración, que encomiendo a María, Virgen Inmaculada. Invocando abundantes gracias divinas sobre vosotros y sobre vuestros seres queridos, os bendigo de corazón a vosotros y a las comunidades confiadas a vuestro cuidado pastoral.

 



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