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DISCURSO DEL SU SANTIDAD JUAN PABLO II
A LOS CARDENALES, LA FAMILIA PONTIFICIA,
LA CURIA Y LA PRELATURA ROMANA


Jueves 21 de diciembre de 2000

 

1. Pater misit Filium suum Salvatorem mundi: gaudeamus!

Es particularmente viva la alegría que experimentamos en esta Navidad del gran jubileo, en la que contemplamos con mayor emoción el rostro de Cristo, dos mil años después de su nacimiento. Gaudeamus! Con este gozo profundo en el corazón os doy mi cordial saludo, amadísimos señores cardenales y colaboradores de la Curia romana, que os habéis reunido para este tradicional encuentro de familia.

Le doy las gracias, señor cardenal decano, por haber querido expresar, con su felicitación, a la que correspondo de corazón, los sentimientos de afecto y devoción de la Curia romana. No sólo brotan de una finura espiritual humana, sino también de la fe que compartimos y que nos asegura la presencia especial de Cristo donde "dos o tres se hallan reunidos en su nombre" (cf. Mt 18, 20).

Pater misit Filium suum Salvatorem mundi! Esta verdad central de la fe cristiana nos ofrece también el criterio para hacer un balance "espiritual", por decir así, de este año laborioso, y sobre todo indica el camino que se abre ante nosotros. La Puerta santa está a punto de cerrarse, pero el Cristo que representa es "el mismo ayer, hoy y siempre" (Hb 13, 8). Él es la "puerta" (cf. Jn 10, 9). Él es el "camino" (cf. Jn 14, 6). Si estáis aquí, como comunidad especial reunida en torno al Sucesor de Pedro, lo hacéis porque habéis sido llamados por Cristo al servicio de la Iglesia, que él se adquirió con su sangre (cf. Hch 20, 28).

2. En su nombre hemos vivido este año de gracia, durante el cual se han movilizado tantas energías dentro del pueblo cristiano, sea a nivel universal sea en las Iglesias particulares. Ha acudido aquí, al centro de la cristiandad, a las diversas basílicas y en particular a la tumba del Príncipe de los Apóstoles, un número grandísimo de peregrinos, que han dado, día tras día, en el estupendo escenario de la plaza de San Pedro, testimonios siempre nuevos de fe y devoción participando en solemnes celebraciones públicas o avanzando en ordenado recogimiento hacia la Puerta santa. Durante este año la plaza de San Pedro ha sido, más que nunca, un "microcosmos" en el que han confluido las más diferentes situaciones de la humanidad.

A través de los peregrinos de los diversos continentes, el mundo, de alguna manera, ha venido a Roma. Innumerables personas, niños y ancianos, artistas y deportistas, discapacitados y familias, políticos y periodistas, obispos, presbíteros y consagrados, se han encontrado aquí con el deseo de ofrecer a Cristo no sólo su propia vida, sino también su trabajo, sus ambientes profesionales y culturales, su historia diaria.

A cada uno de estos grupos, generalmente muy numerosos, he podido anunciar una vez más a Cristo, el Salvador del mundo, el Redentor del hombre. En la memoria de todos ha quedado particularmente grabado el Jubileo de los jóvenes, y no sólo por las dimensiones que lo caracterizaron, sino sobre todo por el compromiso que los "muchachos del Papa" ―como les llamaron― supieron demostrar. Yo les pregunté: «¿Qué habéis venido a buscar?, o mejor, ¿a quién habéis venido a buscar?». Y, con la confirmación de su aplauso, interpreté sus sentimientos diciendo: «Habéis venido a buscar a Jesucristo» (Discurso en la plaza de San Pedro, 15 de agosto de 2000, n. 1: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 18 de agosto de 2000, p. 5).

3. También vosotros, amadísimos colaboradores de la Curia romana, habéis contribuido al éxito de este movimiento ―verdadera peregrinación del pueblo de Dios―, trabajando, en colaboración con el Comité para el gran jubileo y con los organismos implicados en las distintas actividades, para garantizar que se desarrollaran bien las celebraciones de vuestra competencia. Aprovecho esta circunstancia para expresar mi gratitud y mi aprecio a los dicasterios y a las administraciones de la Santa Sede, así como a las oficinas del "Governatorato". Han trabajado con gran generosidad, en los ámbitos de sus respectivas competencias, para que se realizaran convenientemente las diversas Jornadas jubilares.

No puedo olvidar el prolongado trabajo del cardenal arcipreste de la basílica vaticana, así como el empeño de la Secretaría de Estado, de la Prefectura de la Casa pontificia y de la Oficina de las celebraciones litúrgicas pontificias. Y no puedo por menos de hacer una mención especial de la constante disponibilidad que han mostrado los organismos encargados de las comunicaciones sociales, L'Osservatore Romano, la Sala de prensa, Radio Vaticano y el Centro televisivo vaticano. Tampoco puedo dejar de recordar el ministerio oculto, pero tan importante, de los penitenciarios y los confesores de las diversas basílicas. Asimismo, expreso mi gratitud al Vicariato de Roma por la gran contribución que ha dado en varias manifestaciones del Año jubilar, especialmente con ocasión del Congreso eucarístico y de la Jornada mundial de la juventud

También pienso en los numerosos voluntarios, jóvenes y adultos, procedentes de varias naciones. Sería demasiado larga la lista de cuantos han contribuido con su empeño al éxito del jubileo. Todo se realiza ante la mirada de Dios y, según las palabras de Jesús, será el Padre mismo, "que ve en lo secreto" (Mt 6, 6), quien recompensará a cuantos han trabajado en su nombre y para la llegada de su reino.

4. Con todo, en esta circunstancia, en la que nos hallamos reunidos para expresar nuestra comunión, me parece significativo recordar de manera especial el jubileo que la Curia romana vivió personalmente el pasado 22 de febrero, para gustar una vez más sus frutos espirituales. El jubileo de la Curia fue un momento de intensa experiencia de fe, realizada de acuerdo con las palabras de san Pedro: "Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo" (Mt 16, 16). Estas palabras constituyen el punto de referencia de la fe de toda la Iglesia. En esta confesión del Príncipe de los Apóstoles se apoya de modo especial el "ministerium petrinum" y, con él, la misión encomendada a la comunidad especial que formamos. En efecto, somos lo que somos en función del ministerio que Cristo confió a san Pedro: "Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas" (cf. Jn 21, 15-17).

Se trata de un misterio de gracia y de condescendencia, que sólo se puede comprender a la luz de la fe. Precisamente con ocasión de vuestro jubileo, os decía que «el ministerio petrino no se funda en las capacidades y en las fuerzas humanas, sino en la oración de Cristo, que implora al Padre para que la fe de Simón "no desfallezca» (Lc 22, 32)" (Homilía en la basílica de San Pedro, n. 4: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 25 de febrero de 2000, p. 12). Es algo que experimento todos los días. En este Año jubilar también yo he sentido más fuerte la presencia de Cristo. Como era de prever, el trabajo ha sido más intenso que de costumbre, pero, con la ayuda de Dios, todo ha salido bien. Ya al final de este año singular, deseo dar gracias al Señor porque me ha concedido anunciar tan ampliamente su nombre, haciendo plenamente mío el programa del apóstol san Pablo: "No nos predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús como Señor, y a nosotros como siervos vuestros por Jesús" (2 Co 4, 5).

5. Esta perspectiva de fe ha de guiar constantemente también vuestro servicio especial, amadísimos hermanos. Si Cristo sostiene a aquel que ha elegido como Sucesor de Pedro, ciertamente no dejará de conceder su gracia también a vosotros, que tenéis la comprometedora misión de ayudarle. Pero, si es grande el don, también es alta la responsabilidad de corresponder a él de modo adecuado. Por eso, la Curia romana debe ser un lugar donde se respire santidad. Un lugar del que han de quedar absolutamente excluidas la competición y el afán de hacer carrera, y en el que ha de reinar sólo el amor a Cristo, manifestado en la alegría de la comunión y del servicio, a imitación de Cristo, "que no vino para ser servido sino para servir" (Mc 10, 45).

6. He querido subrayar esta referencia esencial a Cristo con la peregrinación a Tierra Santa, precedida por la conmemoración de Abraham, "nuestro padre en la fe", en la sala Pablo VI y por la visita a algunos lugares veterotestamentarios de la historia de la salvación, sobre todo al Sinaí. No puedo olvidar la emoción de aquellos días de marzo, en los que pude revivir las vicisitudes históricas de Jesús en sus momentos fundamentales, desde el nacimiento en Belén hasta la muerte en el Gólgota. De modo especial en el Cenáculo pensé en vosotros, mis queridos colaboradores de la Curia romana. Os tuve presentes a todos en el recuerdo y en la oración. Fue una verdadera "inmersión" en el misterio de Cristo. Al mismo tiempo, fue una ocasión de encuentro no sólo con la comunidad cristiana, sino también con la judía y la musulmana. En la estima que manifesté a esas comunidades, y que a su vez también ellos me mostraron, pude gustar anticipadamente la alegría que todos experimentarán, como reflejo de la gloria de Dios mismo, cuando aquella tierra tan santa y por desgracia tan desgarrada encuentre finalmente la paz. Queremos hoy manifestar nuestra cercanía a cuantos están sufriendo en ese agotador conflicto, e invocamos a Dios para que aplaque la violencia de los sentimientos y de las armas, y oriente los corazones hacia soluciones adecuadas para una paz justa y duradera.

7. Un icono estupendo del Año jubilar sigue siendo seguramente el momento de oración ecuménica que lo ha caracterizado desde sus primeras fases. Recuerdo con emoción ―lo recordamos todos― la apertura de la Puerta santa en la basílica de San Pablo extramuros, el día 18 de enero. No sólo mis manos empujaron la puerta, sino también las del metropolita Athanasios, en representación del patriarca ecuménico de Constantinopla, y las del primado anglicano George Carey. En nuestras personas se hallaba representada la cristiandad entera, dolorida por las divisiones históricas que la hieren, pero al mismo tiempo pronta a escuchar al Espíritu de Dios que la impulsa hacia la comunión plena.

Frente a los persistentes esfuerzos del camino ecuménico es preciso no desalentarse. Debemos creer que la meta de la unidad plena de todos los cristianos realmente es posible, con la fuerza de Cristo que nos sostiene. Por nuestra parte, además de la oración y el diálogo teológico, debemos cultivar la actitud espiritual que, precisamente en aquella sugestiva circunstancia, indiqué como el "sacrificio de la unidad". Con esas palabras quise evocar la capacidad de "cambiar nuestra mirada, dilatar nuestro horizonte, saber reconocer la acción del Espíritu, que actúa en nuestros hermanos, descubrir nuevos rostros de santidad, abrirnos a aspectos inéditos del compromiso cristiano" (Homilía durante la solemne celebración ecuménica, 18 de enero de 2000, n. 4: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 21 de enero de 2000, p. 12).

8. Con análoga apertura de espíritu, en el jubileo se ha proseguido el diálogo interreligioso que, inaugurado por el concilio Vaticano II con la declaración Nostra aetate, ha dado pasos significativos durante estos decenios. Recuerdo, en particular, la oración de Asís, en 1986, y la que realizamos en la plaza de San Pedro el año pasado. Desde luego, se trata de un diálogo que no pretende en absoluto disminuir el debido anuncio de Cristo como único Salvador del mundo, como reafirmó recientemente la declaración Dominus Iesus. El diálogo no pone en tela de juicio esta verdad esencial para la fe cristiana, sino que se funda en el presupuesto de que, precisamente a la luz del misterio de Dios revelado en Cristo, podemos descubrir muchas semillas de luz esparcidas por el Espíritu en las diversas culturas y religiones. Por tanto, al cultivar esas semillas por medio del diálogo, podemos crecer juntos, también con los creyentes de otras religiones, en el amor a Dios y en el servicio a la humanidad, caminando hacia la plenitud de verdad, a la que misteriosamente nos lleva el Espíritu de Dios (cf. Jn 16, 13).

9. El gran jubileo, inspirándose en sus lejanos pero siempre vivos orígenes bíblicos, ha sido también un año de toma de conciencia más intensa de la urgencia de la caridad, especialmente en la dimensión de la ayuda que es preciso prestar a los países más pobres. Sólo en el marco de un compromiso inspirado en una solidaridad "global" puede encontrarse el remedio a los peligros que entraña una economía mundial tendencialmente privada de reglas para defensa de las personas más débiles. Ha tenido gran significado, en este sentido, el compromiso de la Iglesia por la reducción de la deuda externa de los países pobres. Lo que muchos Parlamentos han deliberado es sin duda alentador, pero aún queda mucho por hacer.

Igualmente quisiera aquí dar las gracias a los responsables de las naciones que han acogido mi repetido llamamiento a llevar a cabo "un signo de clemencia en favor de todos los encarcelados". Espero que el camino iniciado se lleve a término. Más allá de estos problemas específicos, la reflexión jubilar ha puesto ante nuestros ojos el entero espacio de la caridad, impulsando a todos los cristianos a la actitud generosa de compartir. La caridad sigue siendo la gran consigna para el camino que nos espera. A través de ella resplandece plenamente la verdad de Dios-Amor, de aquel Dios que "tanto amó al mundo, que le dio a su Hijo único" (Jn 3, 16).

10. Pater misit Filium suum Salvatorem mundi: gaudeamus! Esta certeza ha guiado los dos mil años de la historia cristiana. Debemos seguir partiendo de ella también en este inicio de milenio. ¡Volver a partir de Cristo! Esta es la consigna que ha de acompañar a la Iglesia al entrar en el tercer milenio. Dentro de algunos días la Puerta santa se cerrará, pero seguirá abierta de par en par, más que nunca, la Puerta viva que es Cristo mismo. Estoy seguro de que una vez más vosotros, amadísimos colaboradores de la Curia romana, al reanudar este camino, estaréis disponibles y prontos. En el mundo del espíritu no han de existir pausas. El secreto de este impulso inagotable es Cristo mismo, al que dentro de algunos días la liturgia nos presentará como un niño en un pesebre. A él, por intercesión de María, la Madre de la esperanza, le pediremos que nos envuelva con su luz y nos sostenga en el nuevo camino.

En su nombre os abrazo a todos con afecto y, a la vez que os felicito cordialmente, os imparto de buen grado la bendición apostólica. ¡Feliz Navidad!

 



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