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 DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LAS SIERVAS DE MARÍA MINISTRAS DE LOS ENFERMOS

Viernes 16 de febrero de 2001

 

Queridas Hermanas:

1. Me es grato recibiros hoy y saludar cordialmente a la Reverenda Madre General, Sor Josefa Oyarzábal, así como sus Consejeras, a las demás colaboradoras en la tarea de gobernar el Instituto y a las Hermanas de la Comunidad de Roma. Habéis venido a este encuentro con el gozo que os embarga por las diversas conmemoraciones que celebráis a lo largo de este año: el 175° aniversario del nacimiento de la Madre Fundadora, Santa María Soledad Torres Acosta; el 150° de la fundación del Instituto y el 125° de su aprobación pontificia. Son ocasiones propicias para dar gracias al Señor, que «ha mirado la humillación de su esclava» (Lc 1, 48) y ha querido plasmar con sus dones un itinerario espiritual de santidad, que enriquece a la Iglesia y es fermento evangélico en el mundo. Por eso me uno a vuestra alegría y reitero el aprecio por las personas consagradas, que «han contribuido a manifestar el misterio y la misión de la Iglesia con los múltiples carismas de vida espiritual y apostólica que les distribuía el Espíritu Santo, y por ello han cooperado también a renovar la sociedad» (Vita consecrata, 1).

2. Aprovecho esta oportunidad para exhortaros a ser fieles a vuestro carisma fundacional, porque es una inspiración del Espíritu Santo a través de vuestra Madre Fundadora. En efecto, a Él se ha de recurrir constantemente para reconocer el don de Dios y recibir el agua viva (cf. Jn 4, 10), que riega y da fecundidad al itinerario histórico de la Iglesia. Santa María Soledad estuvo bien atenta al Espíritu, abriendo todo su ser a la acción de Dios salvífica y santificante (cf. Dominum et vivificantem, 58) cuando, ante lo que parecía una simple exigencia asistencial de su época, descubrió la llamada a dar testimonio de la presencia del Reino de Dios en el mundo mediante uno de sus signos inequívocos: ‘estuve enfermo y me visitasteis’ (Mt 25, 36).

Aunque algunas circunstancias hayan cambiando desde aquel momento, Cristo sigue manifestándose también hoy en tantos rostros que nos hablan de indigencia, de soledad y de dolor. Es necesario, pues, mantener un gran espíritu de oración, de intimidad con Dios, que dé vida a los gestos del servicio específico que desempeñáis, pues «el Cristo descubierto en la contemplación es el mismo que vive y sufre en los pobres» (Vita consecrata, 82).

Además, la peculiaridad de vuestra dedicación preferente, la atención a los enfermos en su propio domicilio y gratuitamente, tiene resonancias nuevas en nuestros días, en que tantas veces se trata de ocultar en la vida diaria la realidad de la enfermedad o de la muerte. Con ese servicio proclamáis muy elocuentemente que la enfermedad ni es una carga insoportable para el ser humano ni priva al paciente de su plena dignidad como persona. Por el contrario, puede transformarse en una experiencia enriquecedora para el enfermo y para toda la familia. De este modo, al tender una mano al desvalido, vuestra misión se convierte también en una ayuda a la entereza de los familiares y en un sutil apoyo a la cohesión en los hogares, en los que nadie debe sentirse un estorbo.

Así pues, el carisma del que sois herederas os proyecta hacia un futuro en el que la Iglesia está llamada a «continuar una tradición de caridad que ya ha tenido muchísimas manifestaciones en los dos milenios pasados, pero que hoy quizás requiere mayor creatividad» (Novo millennio ineunte, 50). Tenéis ante vosotras el reto de una humanidad en la que tantos hermanos nuestros, además de una ayuda eficaz en los momentos delicados de su vida, necesita sobre todo respeto, cercanía y solidaridad (cf. ibíd.).

3. Por eso os exhorto a que viváis las celebraciones de este año, al comienzo de un nuevo milenio, como una ocasión providencial para revitalizar vuestra entrega personal y vuestras obras, que ya se extienden en África, América y Europa. Sabéis bien que la auténtica renovación se produce «cuanto más íntima sea la entrega al Señor Jesús, más fraterna la vida comunitaria y más ardiente el compromiso en la misión específica del Instituto» (Vita consecrata, 72).

Ruego a la Virgen María, Salud de los enfermos, que os acompañe en vuestros esfuerzos, y que entre con vosotras en los hogares para mostrar a Jesús, el verdadero Salvador y Redentor de cada ser humano por su propio sacrificio en la Cruz y su resurrección gloriosa.

Mientras invoco la intercesión de Santa Soledad Torres Acosta en favor de cada una de sus hijas, os imparto complacido la Bendición Apostólica, que extiendo gustoso a todas vuestras Hermanas, las Siervas de María Ministras de los Enfermos.

 



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