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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL SEXTO GRUPO DE OBISPOS DE BRASIL EN VISITA "AD LIMINA"


Sábado 19 de octubre de 2002

 

Venerados hermanos en el episcopado: 

1. "Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla" (Ef 5, 25-26).

Me complace recordar esta afirmación de la carta a los Efesios al recibiros hoy, obispos de Maranhão, aprovechando esta ocasión para compartir la riqueza del ministerio pastoral que nos ha confiado Cristo. Al encontrarme personalmente con vosotros en los días pasados, me ha alegrado mucho vuestro celo apostólico, cuya fuente y modelo es la entrega de Cristo de la que habla san Pablo.

Os abrazo con estima, amados hermanos, y de modo especial a cuantos de entre vosotros han iniciado el servicio pastoral durante estos últimos años. Agradezco las palabras que me ha dirigido, en vuestro nombre, monseñor Affonso Felippe Gregory, obispo de Imperatriz y presidente de la región Nordeste-5, informándome del estado actual de las comunidades cristianas que se os han confiado y de las que conservo un grato recuerdo vinculado a mi segunda visita pastoral a vuestra nación.

2. La misión fundamental del obispo es la evangelización, tarea que no sólo debe desempeñar individualmente, sino también como Iglesia; es una misión que se lleva a cabo en el triple oficio de enseñar, santificar y gobernar.

Como vicarios y legados de Cristo, estáis llamados inicialmente a ofrecer el anuncio claro y vigoroso del Evangelio, de modo que se exprese en toda la existencia del cristiano, en todas las situaciones. Se ha de anunciar con la palabra, sin la cual el valor apostólico de las buenas acciones disminuye o se pierde; y se ha de anunciar también con las obras de caridad, testimonio vivo de la fe, sin olvidar las obras de misericordia tanto espirituales como materiales. No debe haber reservas al asociar la palabra de Cristo a las actividades caritativas, por un sentido mal entendido de respeto a las convicciones de los demás. No es caridad suficiente dejar a los hermanos sin el conocimiento de la verdad; no es caridad alimentar a los pobres o visitar a los enfermos, llevándoles recursos humanos sin anunciarles la Palabra que salva. "Todo cuanto hagáis, de palabra y de obra, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias por su medio a Dios Padre" (Col 3, 17).

3. Como es sabido, Maranhão ha participado desde el inicio en la historia de la evangelización en Brasil, pues, en la segunda mitad del siglo XVII, su Iglesia era sufragánea de la provincia eclesiástica de Bahía. Vuestro Estado, desde los albores, se ha convertido en centro de irradiación de la acción misionera de las grandes familias religiosas -jesuitas, capuchinos, mercedarios, etc.-, muchas de las cuales colaboran aún hoy en la acción pastoral de la mayoría de vuestras diócesis. Por eso es preciso dar gracias al Todopoderoso por la obra evangelizadora realizada allí, y que el Sucesor de Pedro desea estimular con "gracia y paz de parte de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo" (Rm 1, 7).

El Evangelio predicado con fidelidad por los pastores, como "maestros de la fe" y defensores de la verdad que hace libres, es algo que marcará siempre la pauta, como el denominador común, de cada uno de nuestros encuentros. Conozco las dificultades que encontráis en la realización de vuestro ministerio pastoral:  la falta de empleo y de viviendas para tantas personas (pienso, concretamente, en los problemas vinculados a la migración interna del campo a las ciudades); los problemas relativos a la educación básica y a la salud de muchos sectores de la sociedad que, junto con los desequilibrios  sociales  y la presencia agresiva de las sectas, son factores que engendran incertidumbre a la hora de establecer vuestras prioridades pastorales.

Aun teniendo en cuenta los delicados problemas sociales existentes en vuestras regiones, es necesario no reducir la acción pastoral a la dimensión temporal y terrena. No es posible pensar, por ejemplo, en los desafíos de la Iglesia en Brasil limitándose a algunas cuestiones, importantes pero circunstanciales, relativas a la política local, a la concentración de la tierra, a la cuestión del medio ambiente, etc. Reivindicar para la Iglesia un modelo participativo de carácter político, donde las decisiones se votan en la "base", limitada a los pobres y a los marginados de la sociedad, pero excluyendo la presencia de todos los sectores del pueblo de Dios, desvirtuaría el sentido redentor original proclamado por Cristo.

4. El Hijo mismo, enviado por el Padre, confió a los Apóstoles la misión de instruir "a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado" (Mt 28, 19-20). Esta misión solemne de Cristo de anunciar la verdad salvífica fue transmitida por los Apóstoles a los obispos, sus sucesores, llamados a llevarla hasta los confines de la tierra (cf. Hch 1, 8) "para edificación del cuerpo de Cristo" (Ef 4, 12), que es la Iglesia.

Los obispos son llamados por el Espíritu Santo a hacer las veces de los Apóstoles, como pastores de las Iglesias particulares. Por eso están revestidos de una potestad propia, que "no queda suprimida por el poder supremo y universal, sino, al contrario, afirmada, consolidada y protegida" (Lumen gentium, 27). Juntamente con el Sumo Pontífice y bajo su autoridad, los  obispos tienen la misión de perpetuar la obra de Cristo, Pastor eterno. En efecto, nuestro Salvador dio a  los Apóstoles y a sus sucesores el mandato y el poder de enseñar a todas las naciones, de santificar a los hombres en la verdad y de gobernarlos (cf. Christus Dominus, 2).

Antes de reflexionar en la triple dimensión de la misión pastoral, deseo destacar ante todo el centro en el que deben converger todas vuestras actividades:  "El misterio de Cristo en la base de la misión de la Iglesia" (Redemptor hominis, 11). Quien de algún modo participa en la misión de la Iglesia debe crecer en la adhesión fiel al mandato recibido. Esto vale en primer lugar para los obispos, que han sido, por decirlo así, "injertados" de manera muy especial en el misterio de Cristo. El obispo, revestido de la plenitud del sacramento del orden, está llamado a proponer y a vivir el misterio integral del Maestro (cf. Christus Dominus, 12) en la diócesis que se le ha confiado. Es un misterio que contiene "inescrutables riquezas" (Ef 3, 8). ¡Conservemos este tesoro!

5. En el triple ministerio de los obispos, como enseña el concilio Vaticano II, sobresale la predicación del Evangelio. Los pastores deben ser, sobre todo, "los predicadores de la fe que llevan nuevos discípulos a Cristo" (Lumen gentium, 25). Como "fieles distribuidores de la palabra de la verdad" (2 Tm 2, 15), debemos transmitir juntos lo que nosotros mismos recibimos:  no nuestra palabra, por docta que sea, porque no nos predicamos a nosotros mismos, sino la Verdad revelada que debe transmitirse con fidelidad, conforme a las enseñanzas de la Iglesia.

En cuanto al ministerio de enseñar, vivís en un clima cultural de difícil solución debido al analfabetismo de adultos y niños, aunque los datos del último censo han revelado un aumento alentador de la media de años de estudio entre la población más pobre.

Por otro lado, siguen siendo elevados los índices relativos a la fragilidad del matrimonio, a la violencia infantil y a la desnutrición; a estos problemas se añaden los de la vivienda, la falta de higiene básica en muchos lugares y la evidente influencia, a veces negativa, de los medios de comunicación social. Estos últimos, en particular, cuando están orientados por la mentalidad, hoy muy difundida, de excluir de la vida pública los interrogantes acerca de las verdades últimas, confinan a la esfera privada la fe religiosa y las convicciones sobre los valores morales. Así, se corre el peligro de la existencia de leyes que ejercen una fuerte influencia sobre el pensamiento y la conducta de los hombres, prescindiendo del fundamento moral cristiano de la sociedad.

Queridos hermanos, sabéis que es deber fundamental del obispo, como pastor, invitar a los miembros de las Iglesias particulares confiadas a él a aceptar en toda su plenitud la enseñanza de la Iglesia con respecto a las cuestiones de fe y de moral. No debemos desanimarnos si, a veces, el anuncio de la Palabra sólo es acogido en parte. Con la ayuda de Cristo, que venció al mundo (cf. Jn 16, 33), la solución más eficaz es seguir difundiendo, "a tiempo y a destiempo" (2 Tm 4, 2), de forma serena pero intrépida, el Evangelio.

Expreso estos deseos especialmente pensando en los jóvenes de vuestro Estado, que constituyen, por ejemplo en la capital, la mitad de la población. Al cumplir el ministerio eclesial de enseñar, en unión con vuestros sacerdotes y con los colaboradores en el servicio catequístico, poned especial cuidado en la formación de la conciencia moral, que debe respetarse como "sagrario" del hombre a solas con Dios, cuya voz resuena en la intimidad del corazón (cf. Gaudium et spes, 16). Pero, con igual fervor, recordad a vuestros fieles que la conciencia es un tribunal exigente, cuyo juicio debe conformarse siempre a las normas morales reveladas por Dios y propuestas con autoridad por la Iglesia, con la asistencia del Espíritu Santo.

Una enseñanza clara y unívoca con respecto a estas cuestiones influirá de manera positiva en la vuelta necesaria al sacramento de la reconciliación, por desgracia bastante abandonado hoy, también en las regiones católicas de vuestro país.

6. En cuanto al cumplimiento de la misión de santificar, "el obispo debe ser considerado como el gran sacerdote de su grey, de quien deriva y depende en cierto modo la vida en Cristo de sus fieles" (Sacrosanctum Concilium, 41). Por eso es, por decirlo así, el primer liturgo de su diócesis y el principal dispensador de los misterios de Dios, organizando, promoviendo y defendiendo la vida litúrgica en la Iglesia particular que se le ha confiado (cf. Christus Dominus, 15).

A este respecto, os recomiendo vivamente los dos sacramentos fundamentales de la vida cristiana:  el bautismo y la Eucaristía. Inmediatamente después de ser elevado a la cátedra de Pedro, aprobé la Instrucción sobre el bautismo de los niños, en el que la Iglesia confirmó la práctica bautismal de los niños, usada desde el inicio. En vuestras Iglesias locales se insiste, con razón, en la exigencia de administrar el bautismo sólo en el caso en que se tenga la esperanza fundada de que el niño será educado en la fe católica, de manera que el sacramento fructifique (cf. Código de derecho canónico, c. 868, 2). Sin embargo, las normas de la Iglesia a veces se interpretan de modo restrictivo, descuidando el bien más profundo de las almas. Así, sucede que a los padres, en determinadas circunstancias, se retrasa o incluso se rechaza el bautismo de sus hijos. Es justo que padres y padrinos se preparen de modo adecuado para el bautismo de los niños, pero también es importante que el primer sacramento de la iniciación cristiana se vea sobre todo como un don gratuito de Dios Padre, pues "el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el reino de Dios" (Jn 3, 5).

Junto con la exigencia, en sí justificada, de preparar a padres y padrinos, no pueden faltar la bondad y la prudencia pastorales. No se puede exigir a los adultos de buena voluntad algo para lo cual no se les ha dado adecuada motivación. Cuando se solicita el bautismo, puede aprovecharse para brindar a los padres una catequesis que los capacite para comprender mejor el sacramento y dar así una educación cristiana al nuevo miembro de la familia. De cualquier forma, no se debe extinguir jamás la llama que aún arde; es preciso crear nuevos procesos de evangelización adaptados al mundo de hoy y a las necesidades del pueblo. El obispo es el primer responsable de que todos los presbíteros, diáconos y agentes de pastoral tengan todo el celo necesario, y toda la bondad y paciencia con el pueblo menos instruido.

Otra tarea fundamental de vuestro ministerio sacerdotal consiste en reafirmar el papel vital de la Eucaristía como "fuente y cima de toda la vida cristiana" (Lumen gentium, 11). En la celebración del sacrificio eucarístico no sólo culmina el servicio de los obispos y de los presbíteros; en él encuentra también su centro dinámico la vida de todos los demás miembros del cuerpo de Cristo.

Por un lado, la falta de sacerdotes y su desigual distribución y, por otro, la preocupante disminución del número de cuantos asisten regularmente a la santa misa dominical constituyen un desafío constante para vuestras Iglesias. Es evidente que esta situación sugiere una solución provisional, para no dejar abandonada a la comunidad, con el riesgo de un progresivo empobrecimiento espiritual. Sin embargo, el carácter sacramental incompleto de esas celebraciones litúrgicas, llevadas a cabo por personas no ordenadas (laicos o religiosos), debería inducir a toda la comunidad parroquial a orar con mayor fervor para que el Señor envíe obreros a su mies (cf. Mt 9, 38).

7. Por último, unas palabras sobre la misión de gobernar que se os ha confiado. Al cumplir esta tarea, tenéis sin duda ante los ojos la imagen del buen Pastor, que no vino para ser servido, sino para servir (cf. Mt 20, 28).

En este sentido, os recomiendo vivamente sobre todo a los presbíteros de vuestras Iglesias locales, para los cuales, como obispos, constituís "el principio y fundamento perpetuo y visible de unidad" (Lumen gentium, 23). Velar por vuestros sacerdotes es un servicio muy exigente, sobre todo cuando tardan en llegar los frutos del trabajo pastoral, con la posible tentación de desaliento y tristeza. Muchos pastores tienen la impresión de que no trabajan en una viña evangélica, sino en una estepa árida.

Conozco el peso de los compromisos diarios vinculados a vuestro ministerio. Sin embargo, con solicitud paterna os recuerdo las palabras claras y llenas de sensibilidad del concilio Vaticano II:  "Los obispos, a causa de esta comunión en el mismo sacerdocio y ministerio, han de considerar a los presbíteros como hermanos y amigos y han de buscar de corazón, según sus posibilidades, el bien material y sobre todo espiritual de los mismos. (...). Han de escucharles de buena gana e incluso consultarlos y dialogar con ellos sobre las necesidades del trabajo pastoral y el bien de la diócesis" (Presbyterorum ordinis, 7). "Han de acompañar con activa misericordia a los sacerdotes que se encuentran en cualquier peligro o que han fallado en algo" (Christus Dominus, 16).

8. Ante la inmensidad de la misión que se os ha confiado, venerados hermanos, nunca os dejéis vencer por el cansancio o por el desaliento, porque el Señor resucitado camina con vosotros y hace fecundos vuestros esfuerzos. Es verdad que son numerosas las urgencias pastorales, pero también son notables los recursos humanos y espirituales con los que podéis contar. Vosotros tenéis la misión de guiar al pueblo de Dios a la plenitud de la respuesta fiel al designio divino.

Que María os acompañe en este arduo pero apasionante camino. A cada uno de vosotros, así como a los sacerdotes, a los consagrados y a todos los fieles de vuestras comunidades, imparto de todo corazón mi bendición.



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