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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL SEGUNDO GRUPO DE OBISPOS DE BRASIL EN VISITA "AD LIMINA"


Jueves 5 de septiembre de 2002

 

Queridos hermanos en el episcopado: 

1. En este tiempo fuerte de vuestro ministerio episcopal que es la visita ad limina, es para mí una gran alegría acogeros a vosotros, que tenéis el encargo pastoral de la Iglesia en la región Este-1 de Brasil, de la que forman parte las diócesis del Estado de Río de Janeiro y la "Unión de San Juan María Vianney", que he querido constituir en Campos como administración apostólica personal. Habéis venido a orar ante la tumba de los apóstoles san Pedro y san Pablo, para hacer crecer en vosotros el impulso apostólico que los animaba y los condujo hasta aquí, para ser testigos del evangelio de Cristo, aceptando así la entrega total de su vida. Al encontraros con el Obispo de Roma y sus colaboradores, queréis manifestar también vuestra comunión con el Sucesor de Pedro y con la Iglesia universal. El Señor bendiga vuestra iniciativa y os sostenga en el servicio al pueblo que os ha sido confiado.

A la vez que agradezco al cardenal Eugênio de Araújo Sales las palabras que me ha dirigido para expresar sentimientos de afecto y devoción, os saludo a todos vosotros aquí presentes y, por medio de vosotros, dirijo mi saludo a los sacerdotes, a los religiosos, a las religiosas, a los catequistas y a los demás laicos de vuestras diócesis. El Señor les dé fuerza y audacia para ser, en todas las circunstancias, testigos vigilantes del amor de Dios en medio de sus hermanos.

2. Tanto la archidiócesis de Niterói como la de Río de Janeiro poseen una tradición rica y dinámica. En esta última, desde los albores de la historia de Brasil, cuando mi venerado predecesor el Papa Gregorio III creó, el 19 de julio de 1575, la prelatura de San Sebastián, hasta hoy, la Iglesia católica ha impulsado numerosas iniciativas pastorales, gracias a la generosa entrega de eminentes figuras como las de los cardenales Arcoverde, Sebastião Leme, Jaime de Barros Câmara y Eugênio Sales, por citar sólo algunos. Esta Sede de Pedro quiere rendir homenaje a todos los prelados, obispos y arzobispos de ambas archidiócesis, que han servido a la causa del reino de Dios en medio del pueblo de esa gran nación, haciendo crecer las semillas del Verbo, hasta transformarse en un árbol frondoso (cf. Mt 13, 31-32). En la línea de esta tradición, expreso mis mejores deseos de que esa región siga ejerciendo una influencia positiva en toda la Iglesia que está en Brasil, fomentando un intenso espíritu de comunión con el Episcopado nacional y con la Santa Sede. Aprovecho esta ocasión para expresar también mis mejores deseos al señor arzobispo de Río de Janeiro, mons. Eusébio Oscar Scheid, que está a punto de iniciar su misión como nuevo pastor de la archidiócesis.

3. En el marco de estos auspicios, desearía hacer algunas consideraciones con respecto a los seminarios en la formación de los futuros presbíteros en Brasil, como prioridad absoluta para una pastoral renovada y misionera.

Está aún vivo en mi memoria el gran encuentro con el Episcopado latinoamericano en Santo Domingo, en 1992. Los temas abordados en aquella ocasión abarcaban circunstancias y situaciones de la Iglesia, que superaban los estrechos límites de una o de algunas naciones. En ellos retomaba uno de los motivos principales que exigía aquella gran asamblea.  En  esa  ocasión  dije: «Condición indispensable para la nueva evangelización es poder contar con evangelizadores numerosos y cualificados. Por ello, la promoción de las vocaciones sacerdotales y religiosas, así como de otros agentes de pastoral, ha de ser una prioridad de los obispos y un compromiso de todo el pueblo de Dios» (Discurso inaugural de la IV Conferencia general del Episcopado latinoamericano, 12 de octubre de 1992, n. 26:  L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 23 de octubre de 1992, p. 12).

Pasados ya casi diez años, no cabe duda de que se ha hecho mucho en este sentido, especialmente en vuestra tierra, donde el crecimiento demográfico sigue a ritmo acelerado, y la necesidad de delimitar las nuevas fronteras eclesiásticas ha tratado de acompañar, con gran esfuerzo, esa evolución. Pensando en la inmensidad del territorio brasileño y en la falta de sacerdotes, colaboradores inmediatos en el ministerio profético, sacerdotal y real, quiero compartir con vosotros, como quien debe confirmar en la fe a sus hermanos, este problema que es de la Iglesia universal. Nuestros sentimientos deben ser los mismos del Señor, que "al ver a la muchedumbre, sintió compasión de ella" y dijo:  "La mies es mucha y los obreros pocos. Rogad, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies" (Mt 9, 37-38). La debilidad humana, por la oración, se transforma en fuerza divina, pues todo lo podemos en Aquel que nos conforta (cf. Flp 4, 13).

En la fuerza de Dios y en el trabajo humano, realizado con sabiduría, está el secreto para obtener buenos resultados. Son sabios los pastores que unen sus fuerzas, sea a través de seminarios diocesanos abiertos a alumnos de otras diócesis, sea a través de seminarios interdiocesanos, siempre que tengan una orientación de comunión clara y bien definida con las normas de la Iglesia universal. Son sabios los pastores que no dudan en dedicar a la "sementera de sacerdotes" a sus mejores "agricultores" preparados intelectual, espiritual y pastoralmente, para constituir el equipo de formadores que necesita la Iglesia, en número adecuado a cada seminario. Es sabiduría potenciar los centros de formación, y prudencia loable no descuidar la calidad de la formación al buscar el aumento de la cantidad, aun considerando la inmensidad de la mies.

4. Esta Sede apostólica, en sintonía con los pastores y con la Conferencia episcopal de Brasil, ha tenido, sin duda, una preocupación constante por afrontar las exigencias de creación o revitalización de seminarios en diversas provincias eclesiásticas. De hecho, en la región noroeste del país, debido a la precaria situación económica de los territorios y, en consecuencia, a una dificultad real de los obispos para asegurar una actividad y una funcionalidad adecuadas y eficientes de los seminarios, se están concentrando los esfuerzos más urgentes. En este contexto, ciertamente es digno de alabanza el empeño por poder disponer de estructuras, aunque sean mínimas, para el reclutamiento, la selección y la formación de las vocaciones sacerdotales, que se necesitan urgentemente. Por eso, he seguido la evolución de lo que podría llegar a ser una verdadera "campaña" en favor del seminario en Brasil.

5. En realidad, este problema no es totalmente ajeno a las regiones donde existen mejores estructuras, no sólo formativas, sino también materiales. No basta, como decía antes, potenciar los centros de formación, si no se procura insistir tanto en el espíritu eclesial que debe reinar en el seminario como en la calidad de la enseñanza. La falta de medios económicos se ha suplido siempre, con el esfuerzo y la buena voluntad de todos, inclusive de las fuerzas vivas de cada diócesis; por eso, pido a Dios que recompense a todos los que han ayudado y siguen ayudando a los seminarios, que serán siempre deficitarios en sus gestiones.

Así pues, es oportuno mirar con fe la situación  de las vocaciones sacerdotales. Por un lado, nos encontramos ante la confortadora realidad del aumento, en número y calidad, de las vocaciones sacerdotales. Existen muchas experiencias nuevas válidas, como las jornadas vocacionales, los discernimientos vocacionales, el acompañamiento de los posibles candidatos antes de su ingreso en el seminario, y otras más. Está también la consoladora experiencia del aumento de vocaciones en las diócesis cuyos seminarios procuran seguir con rigor las orientaciones del concilio Vaticano II y de la Santa Sede y, de modo especial, aplicando la exhortación apostólica Pastores dabo vobis, que insiste en cultivar las dimensiones humano-afectiva, espiritual, intelectual y pastoral; las mismas Directrices básicas de la Conferencia episcopal de Brasil (cf. n. 55) han proporcionado valiosas ayudas para esa finalidad.

Pero, por otro lado, la influencia que el mundo moderno, con su tendencia secularizante y hedonista, ejerce en los cristianos, sobre todo en los jóvenes, deberá afrontarse con mayor decisión, para recordar y cultivar en los que tienen vocación el amor profundo a Cristo y a su reino. Es fundamental una sólida formación en la vida de oración y en la liturgia, por la cual, desde ahora, la Iglesia participa de la liturgia en la gloria del cielo.

En este sentido, la fidelidad a la doctrina sobre el celibato sacerdotal por el reino de los cielos debe ser "altamente estimada por la Iglesia de manera especial para la vida sacerdotal" (cf. Presbyterorum ordinis, 16), cuando se trata de discernir en los candidatos al sacerdocio la llamada a una entrega incondicional y total. Es necesario recordarles que el celibato no es un elemento extrínseco e inútil —una superestructura— de su sacerdocio, sino una conveniencia íntima para participar en la dignidad de Cristo y en el servicio a la nueva humanidad que en él y por él tiene origen y que lleva a la plenitud.

Por eso, es mi deber recomendar una renovada atención en la selección de las vocaciones para el seminario, utilizando todos los medios posibles con vistas a un conocimiento adecuado de los candidatos, sobre todo desde el punto de vista moral y afectivo. Que ningún obispo se sienta dispensado de este deber de conciencia, del que deberá dar cuenta directamente a Dios; sería lamentable que, por una tolerancia mal entendida, llegaran a ordenarse jóvenes inmaduros, o con signos evidentes de desviaciones afectivas, que, como es tristemente conocido, podrían causar graves anomalías en la conciencia del pueblo fiel, con evidente daño para toda la Iglesia.

La presencia, en algunas escuelas teológicas o incluso en seminarios, de profesores poco preparados, que incluso viven en desacuerdo con la Iglesia, causa profunda tristeza y preocupación. Confiamos en la misericordia de Dios, que dirige la conciencia de los jóvenes generosos, pero no es posible aceptar que quienes se están formando sean expuestos a las desviaciones de formadores y profesores sin explícita comunión eclesial y sin un testimonio claro de búsqueda de la santidad. Las mismas visitas apostólicas a los seminarios no tendrían un efecto significativo y duradero si los obispos no introdujeran decidida e inmediatamente los cambios solicitados por el visitador. En fin, es conveniente que los obispos que envían seminaristas a los seminarios de otra diócesis o provincia conozcan bien el espíritu del seminario, y lo apoyen totalmente.

6. Nunca está de más repetir aquí que, a través de "la teología, el futuro sacerdote se adhiere a la palabra de Dios, crece en su vida espiritual y se dispone a realizar su ministerio pastoral" (Pastores dabo vobis, 51). De ahí la importancia de que haya un acompañamiento atento y vigilante de toda la vida del seminarista, pero especialmente de los estudios teológicos, puesto que corresponde al obispo velar por la buena doctrina impartida en el seminario.

De modo especial, juntamente con la cristología, la eclesiología es hoy la piedra de toque de una formación sana de los candidatos al sacerdocio. El estudio y la enseñanza de la teología tienen exigencias que derivan de su misma naturaleza; una de ellas, sin duda imprescindible, es que la teología debe conservar en la Iglesia su identidad propia, que no depende intrínsecamente del momento histórico que atraviesa.

Los esfuerzos, ciertamente legítimos y necesarios, por armonizar el mensaje cristiano con la mentalidad y la sensibilidad del hombre moderno, y por exponer la verdad de la fe con instrumentos tomados de la filosofía moderna y de las ciencias positivas, o partiendo de la situación del hombre y de la sociedad contemporánea, si no están debidamente controlados, pueden poner en peligro la naturaleza misma de la teología e incluso el contenido de la fe. Es necesario que la razón, guiada por la palabra de Dios y por su mayor conocimiento, se oriente para evitar "caminos que la podrían conducir fuera de la verdad revelada" (Fides et ratio, 73).

En ciertas partes del mundo, y al parecer también en Brasil, en algunas facultades o institutos de teología se ha defendido una visión mutilada de la Iglesia, según determinadas ideologías reinantes, olvidándose de lo esencial:  que la Iglesia es participación en el misterio del Verbo encarnado. Por eso urge insistir en la necesidad de que la teología conserve, en la Iglesia, su identidad propia.

Por tanto, ha sido realmente profético el principio expresado en la Asamblea conciliar, según el cual el misterio de Cristo y la historia de la salvación deben constituir el centro de convergencia de las diversas disciplinas teológicas (cf. Optatam totius, 16). El tema de la Iglesia, como misterio divino, no sólo es el primer capítulo de la Lumen gentium, sino que también impregna todo el documento. Los obispos deben tomar una actitud de vigilancia, para que las clases de teología no se reduzcan a una visión humana de la Iglesia en medio de los hombres.

Esto no impide confirmar la finalidad pastoral de los estudios teológicos, para que "todas las dimensiones de la formación:  espiritual, intelectual y disciplinar, se orienten conjuntamente a esta finalidad pastoral; para conseguirla, todos los formadores y profesores han de esforzarse mediante una acción diligente y concorde, obedeciendo fielmente al obispo" (ib., 4).

Esto lleva, en definitiva, al elemento formal, que está en el centro mismo de la teología:  el espíritu misionero. El Concilio fue muy explícito a este respecto, cuando en el decreto Ad gentes sobre la actividad misionera exhortó a los profesores de seminarios y universidades a destacar siempre, de modo especial en las disciplinas dogmáticas, bíblicas, morales e históricas, "los aspectos misioneros contenidos en ellas, para que de este modo se forme la conciencia misionera en los futuros sacerdotes" (n. 39). Una formación adecuada en los seminarios aportará un gran beneficio a la Iglesia, tanto para la acción evangelizadora como para una auténtica promoción humana.

7. Queridos hermanos en el episcopado, al final de nuestro encuentro me dirijo una vez más a vuestro amado país y, en particular, a los hijos de esa tierra del Estado de Río de Janeiro y de su capital, cada uno en el nivel de responsabilidad que le es propio, exhortándolos a comprometerse con decisión en la construcción del reino de Dios en este mundo.

En este inicio de milenio, deseo a todos un tiempo de gracia, que anuncie una nueva primavera de vida cristiana y les permita responder con audacia a las llamadas del Espíritu. Encomiendo a la Virgen María, Madre del Redentor, vuestro ministerio y la vida de vuestras comunidades eclesiales, para que guíe vuestros pasos hacia su Hijo Jesús. De corazón os imparto la bendición apostólica, que extiendo a los sacerdotes, a los seminaristas, a los religiosos y religiosas, a los catequistas y a todos los fieles diocesanos.



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