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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LA NUEVA EMBAJADORA DE GRAN BRETAÑA ANTE LA SANTA SEDE
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 Sábado 7 de septiembre de 2002

 

Excelencia:

Me complace recibirla hoy con ocasión de la presentación de las cartas credenciales con las que su majestad la reina Isabel II la ha designado embajadora extraordinaria y plenipotenciaria ante la Santa Sede. Aprecio mucho los saludos que me trae de parte de su Majestad. Recordando la visita que ella y el príncipe Felipe me hicieron hace dos años, le pido amablemente que le transmita mis mejores deseos para este año en que celebra las bodas de oro de su reinado.

Su referencia a los reprobables ataques terroristas del 11 de septiembre del año pasado y a las numerosas y preocupantes situaciones de injusticia en todo el mundo nos recuerda que el milenio recién iniciado plantea grandes desafíos. Exige un compromiso firme y decidido de las personas, los pueblos y las naciones para defender los derechos y la dignidad inalienable de cada miembro de la familia humana. Al mismo tiempo, requiere la construcción de una cultura global de solidaridad que no sólo se exprese en una organización económica o política más eficaz, sino también y sobre todo con un espíritu de respeto mutuo y colaboración al servicio del bien común.

Durante los últimos años, su Gobierno ha realizado notables esfuerzos por promover esa cultura y consolidar los cimientos de la paz internacional y del desarrollo humano. Pienso, por ejemplo, en la generosidad demostrada al reducir o incluso cancelar la deuda externa de los países más pobres; en el importante papel desempeñado por los militares británicos para garantizar la seguridad del nuevo Gobierno de Afganistán; y en la prioridad dada al continente africano, que se ha manifestado especialmente en los llamamientos hechos durante el reciente encuentro del G-8 en Canadá en favor del "Plan de acción para África". Expreso, además, mi aprecio por los continuos esfuerzos llevados a cabo para restablecer la paz y la normalidad en Irlanda del Norte.

Como consecuencia de los ataques terroristas de septiembre del año pasado, la comunidad internacional ha reconocido la urgente necesidad de combatir el fenómeno del terrorismo internacional bien financiado y altamente organizado, que representa una amenaza tremenda e inmediata para la paz mundial. Engendrado por el odio, el aislamiento y la desconfianza, el terrorismo añade violencia a la violencia, en una espiral trágica que amarga y envenena a las generaciones sucesivas. En definitiva, «el terrorismo se basa en el desprecio de la vida del hombre. Precisamente por eso, no sólo comete crímenes intolerables, sino que en sí mismo, en cuanto que recurre al terror como estrategia política y económica, es un auténtico crimen contra la humanidad» (Mensaje para la Jornada mundial de la paz de 2002, 8 de diciembre de 2001, n. 4: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 14 de diciembre de 2001, p. 7).

Como parte esencial de su lucha contra todas las formas de terrorismo, la comunidad internacional está llamada a emprender iniciativas políticas, diplomáticas y económicas nuevas y creativas encaminadas a aliviar las escandalosas situaciones de gran injusticia, opresión y marginación que siguen afligiendo a innumerables miembros de la familia humana. De hecho, la historia demuestra que el reclutamiento de terroristas se realiza más fácilmente en áreas donde se pisotean los derechos humanos y la injusticia forma parte de la vida diaria. Esto no significa que las desigualdades y los abusos que existen en el mundo justifiquen los actos de terrorismo: por supuesto, nunca se pueden justificar la violencia y el desprecio de la vida humana. Sin embargo, la comunidad internacional no puede seguir ignorando las causas fundamentales que llevan especialmente a los jóvenes a perder la esperanza en la humanidad, en la vida misma y en el futuro, y a caer en las tentaciones de la violencia, el odio y el deseo de venganza a toda costa.

Precisamente la preocupación por esas cuestiones humanas más profundas me impulsó a invitar a los líderes y representantes de las religiones del mundo a unirse a mí en Asís el pasado mes de enero para testimoniar con claridad y sin ambigüedad nuestras convicciones comunes sobre la unidad de la familia humana y sobre la obligación particular de los creyentes de cooperar, junto con los hombres y las mujeres de buena voluntad de todos los lugares, en la construcción de un futuro de paz. En último término, en la conversión de los corazones y en la renovación espiritual de las sociedades reside la esperanza de un futuro mejor. La construcción de esta cultura global de solidaridad es, quizá, la mayor tarea moral que afronta la humanidad hoy. Plantea un particular desafío espiritual y cultural a los países desarrollados de Occidente, donde los principios y los valores de la religión cristiana se han enlazado durante mucho tiempo en el entramado mismo de la sociedad, pero que ahora son cuestionados por modelos culturales alternativos fundados en un individualismo exagerado que muy a menudo lleva al indiferentismo, al hedonismo, al consumismo y al materialismo práctico, que pueden erosionar e inclusive destruir los fundamentos de la vida social.

Frente a este desafío cultural y espiritual, confío en que la comunidad cristiana que está en el Reino Unido seguirá haciendo oír su voz en los grandes debates que modelan el futuro de la sociedad, y seguirá dando el testimonio creíble de sus convicciones a través de sus programas educativos, caritativos y sociales. Gracias a Dios, en las décadas pasadas se han llevado a cabo significativos progresos en la construcción de relaciones ecuménicas cordiales, que son la expresión más auténtica de nuestras raíces espirituales comunes (cf. Discurso a Su Majestad, 17 de octubre de 2000). El testimonio común de los cristianos comprometidos puede contribuir en gran medida a la renovación de la vida social en un modo que respete y construya sobre el incomparable patrimonio de ideales y realizaciones políticas, culturales y espirituales que ha forjado la historia de su nación y sus contribuciones al mundo.A este respecto, mi pensamiento se dirige inmediatamente a la necesidad de una defensa incondicional de los derechos de la familia y de la protección legal de la institución del matrimonio. La familia desempeña un papel decisivo en la promoción de los valores sobre los cuales se basa toda civilización digna de este nombre. Toda la sociedad humana está profundamente arraigada en la familia, y cualquier debilitación de esta institución indispensable es ciertamente una fuente potencial de graves dificultades y problemas para la sociedad en su totalidad.

Otra área de preocupación en la que los cristianos pueden dar un testimonio privilegiado es la del respeto a la vida frente a los intentos de legitimar el aborto, la producción de embriones humanos para la investigación y los procesos de manipulación genética, como la clonación de seres humanos. Ni la vida humana ni la persona humana pueden ser tratadas legítimamente como un objeto de manipulación o como un producto utilizable; por el contrario, todo ser humano, en cada estado de su existencia, desde la concepción hasta la muerte natural, ha sido dotado por el Creador de una dignidad sublime que exige el mayor respeto y el cuidado por parte de las personas, las comunidades, las naciones y los organismos internacionales.

Excelencia, le expreso mis mejores deseos en este momento en que asume su alta misión. Confío en que el cumplimiento de sus deberes diplomáticos contribuirá a un ulterior fortalecimiento de las relaciones amistosas entre el Reino Unido y la Santa Sede, y le aseguro la constante disponibilidad de las oficinas de la Santa Sede para asistirla. Sobre usted y sobre todos aquellos a quienes sirve invoco cordialmente las bendiciones de Dios todopoderoso.


*L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española, n.38, p.5



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