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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL DECIMOCUARTO GRUPO DE OBISPOS DE ESTADOS UNIDOS
EN VISITA "AD LIMINA"


Viernes 10 de diciembre de 2004

 

Queridos hermanos en el episcopado: 

1. En este último encuentro con los pastores de la Iglesia en Estados Unidos que realizan su visita quinquenal ad limina Apostolorum, os doy cordialmente la bienvenida a vosotros, obispos de Minnesota, Dakota del norte y Dakota del sur.

Durante este año he hecho, juntamente con vosotros y con vuestros hermanos en el episcopado, una serie de reflexiones sobre el triple oficio de enseñar, santificar y gobernar encomendado a los sucesores de los Apóstoles. A través de una consideración sobre los dones  espirituales  y la misión apostólica  recibidos  en la ordenación episcopal, por  la  cual  cada obispo se configura sacramentalmente con Jesucristo, Cabeza y Pastor supremo de su Iglesia (cf. 1 P 5, 4), hemos tratado de incrementar nuestro aprecio del misterio de la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo, animado por el Espíritu Santo y construido constantemente en la unidad mediante una rica diversidad de carismas, ministerios y operaciones (cf. 1 Co 12, 4-6; Lumen gentium, 7).

2. En estos últimos ocho meses, he tenido ocasión de encontrarme con cada uno de los obispos norteamericanos, y, a través de ellos, de escuchar la voz viva de la Iglesia en Estados Unidos. Esto ha sido para mí una fuente de gran consuelo, y una invitación a dar gracias a Dios, uno y trino, por la abundante cosecha que su gracia sigue produciendo en vuestras Iglesias locales. Al mismo tiempo, he compartido el profundo dolor que vosotros y vuestro pueblo habéis experimentado durante estos últimos años, y  he  sido testigo de vuestra determinación de resolver con justicia y prontitud las graves cuestiones pastorales  que han surgido como consecuencia. Cumpliendo mi ministerio de Sucesor de Pedro, he querido confirmar a todos y a cada uno de vosotros en la fe (cf. Lc 22, 32) y animaros en vuestro esfuerzo por ser "centinelas atentos, profetas audaces, testigos creíbles y fieles servidores de Cristo" para el pueblo de Dios confiado a vuestro cuidado (cf. Pastores gregis, 3).

Desde el comienzo de nuestros encuentros, he destacado que vuestro deber de construir la Iglesia en comunión y misión debe empezar necesariamente por vuestra propia renovación espiritual, y os he alentado a ser los primeros en indicar, mediante vuestro testimonio de conversión a la palabra de Dios y vuestra obediencia a la tradición apostólica, el camino real que conduce a la Iglesia peregrina a Cristo y a la plenitud de su reino. En particular, os he exhortado a adoptar un estilo de vida caracterizado por la pobreza evangélica, que representa una "condición necesaria (...) para llevar a cabo un fecundo ministerio episcopal" (ib., 20). Como afirmó el Concilio, el Señor mismo realizó la obra de redención en la pobreza y la persecución, y su Iglesia está llamada a seguir ese mismo camino (cf. Lumen gentium, 8).

3. Ahora, al concluir esta serie de encuentros, os doy dos consignas a vosotros y a vuestros hermanos en el episcopado. La primera es un estímulo fraterno a perseverar gozosamente en el ministerio  que  se  os ha encomendado, en obediencia a la enseñanza auténtica de la Iglesia. En el dolor y el escándalo de los últimos años no podemos por menos de ver un "signo de los tiempos" (cf. Mt 16, 3) y una llamada providencial a la conversión y a una fidelidad más profunda a las exigencias del Evangelio. En la vida de cada creyente y en la vida de toda la Iglesia, un sincero examen de conciencia y el reconocimiento  del  fracaso  va siempre acompañado  por  una  renovada confianza en la fuerza salvífica de la gracia de Dios y una exhortación a mirar al futuro (cf. Flp 3, 13). A su modo, la Iglesia en Estados Unidos ha sido llamada a iniciar el nuevo milenio "recomenzando desde Cristo" (cf. Novo millennio ineunte, 29) y haciendo claramente de la verdad del Evangelio la medida de su vida y de toda su actividad.

A esta luz, os felicito una vez más por los esfuerzos que hacéis para lograr que cada persona y cada grupo en la Iglesia comprenda la urgente necesidad de un testimonio coherente, honrado y fiel de la fe católica, y que cada una de las instituciones y apostolados de la Iglesia manifieste en todos los aspectos de su vida una clara identidad católica. Este es, quizá, el desafío más difícil y delicado que debéis afrontar en vuestra misión de maestros y pastores de la Iglesia en Estados Unidos hoy, pero es un desafío al que no podéis renunciar. En el cumplimiento de vuestro deber de "enseñar, exhortar y reprender con toda autoridad" (Tt 2, 15), sois los primeros llamados a estar "unidos en una misma mentalidad y un mismo juicio" (1 Co 1, 10), trabajando armoniosamente en el anuncio del Evangelio.

4. La segunda consigna es una cordial exhortación a mantener vuestra mirada fija en el gran objetivo que debe buscar toda la Iglesia en el alba de este tercer milenio cristiano:  el anuncio de Jesucristo como Redentor de la humanidad. Aunque los acontecimientos de los últimos años han centrado necesariamente vuestra atención en la vida interior de la Iglesia, de ningún modo deberían impediros contemplar la gran tarea de la nueva evangelización y la necesidad de "un nuevo impulso apostólico" (Novo millennio ineunte, 40). Duc in altum! "La Iglesia en América debe hablar cada vez más de Jesucristo, rostro humano de Dios y rostro divino del hombre" (Ecclesia in America, 67), dedicando sus mejores esfuerzos a un anuncio más eficaz del Evangelio, al crecimiento de la santidad y a una transmisión más eficaz del tesoro de la fe a las generaciones más jóvenes.

Dado que un claro sentido de misión dará naturalmente como fruto la unidad de propósitos entre todos los miembros de la comunidad cristiana (cf. Christifideles laici, 32), ese impulso misionero promoverá seguramente la obra de reconciliación y renovación en el seno de vuestras Iglesias locales. También consolidará y anticipará el testimonio profético de la Iglesia en la sociedad norteamericana contemporánea. La Iglesia se siente responsable de todo ser humano y del futuro de la sociedad (cf. Redemptor hominis, 15), y esta responsabilidad corresponde de modo particular a los fieles laicos, que tienen la misión de ser levadura del Evangelio en el mundo. Al contemplar los desafíos que afronta actualmente la Iglesia en Estados Unidos, se presentan inmediatamente dos cometidos urgentes:  la necesidad de una evangelización de la cultura en general, que, como he afirmado, es una contribución única que la Iglesia en vuestro país puede dar a la misión ad gentes hoy, y la necesidad de que los católicos colaboren fructuosamente con los hombres y mujeres de buena voluntad en la construcción de una cultura de respeto a la vida (cf. Evangelium vitae, 95).

5. Queridos hermanos en el episcopado, doy gracias a Dios por las numerosas bendiciones que ha concedido durante esta serie de encuentros del Sucesor de Pedro con los obispos estadounidenses. Habiendo venido al centro de la Iglesia, y confirmados en la comunión con la Cátedra de la unidad, podéis volver ahora a vuestras Iglesias locales con renovado entusiasmo por vuestra misión de enseñar, santificar y gobernar la grey confiada a vuestro cuidado. Cuando soportéis "el peso del día y el calor" (cf. Mt 20, 12) al servicio del Evangelio, os puede tranquilizar siempre saber que, en cada paso de su peregrinación terrena, "la Iglesia (...) se siente fortalecida con la fuerza del Señor resucitado para poder superar con paciencia y amor todos los sufrimientos y dificultades, tanto interiores como exteriores, y revelar en el mundo el misterio de Cristo con fidelidad, aunque bajo sombras, hasta que al final se manifieste a plena luz" (Lumen gentium, 8).

Nuestros encuentros han llegado oportunamente a su fin durante la semana en la que la Iglesia celebra el 150° aniversario de la definición del dogma de la Inmaculada Concepción de la santísima Virgen María, patrona de la Iglesia en Estados Unidos. Al ofrecer los frutos de estas visitas al Señor e implorar su bendición sobre la comunidad católica en Estados Unidos, volvamos nuestros ojos a Nuestra Señora, que, como dice el Concilio, es "miembro muy eminente y del todo singular de la Iglesia y como su prototipo y modelo destacadísimo en la fe y en el amor" (Lumen gentium, 53). Que María Inmaculada os guíe a cada uno de vosotros, así como a todos los sacerdotes, los religiosos y los fieles laicos de vuestras Iglesias locales, a lo largo de vuestra peregrinación hacia la plenitud del Reino, y oriente vuestra mirada hacia la gloriosa visión de la creación redimida y transformada por la gracia. Que ella, la Madre de la Iglesia, ayude a sus hijos, "que han caído pero se esfuerzan por levantarse", a alegrarse por las maravillas que el Señor ya ha realizado (cf. Lc 1, 49) y a ser ante el mundo testigos fieles de la esperanza que no defrauda jamás (cf. Rm 5, 5).

A todos vosotros, con gran afecto en el Señor, os imparto cordialmente mi bendición apostólica.

 



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