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MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL VI ENCUENTRO INTERNACIONAL
DE OBISPOS Y SACERDOTES AMIGOS DE LA COMUNIDAD DE SAN EGIDIO

 

Al venerado hermano
Monseñor VINCENZO PAGLIA
Obispo de Terni-Narni-Amelia

1. Mientras está a punto de concluir el VI encuentro internacional de obispos y sacerdotes amigos de la Comunidad de San Egidio, deseo enviarle a usted y a todos los participantes mi cordial saludo. Os habéis reunido en Roma, provenientes de diversos países, para vivir juntos momentos de reflexión y de oración en un clima de fraternidad, enriquecido también por la presencia de responsables de otras Iglesias y comunidades eclesiales. Os une el vínculo con la Comunidad de San Egidio, asociación que desde hace treinta y seis años presta un apreciado servicio de evangelización y de caridad en la ciudad de Roma y en otras localidades de Europa, África, América Latina y Asia. Sus múltiples actividades son particularmente valiosas en este momento histórico, en el que se siente la urgencia de anunciar y testimoniar el evangelio de la caridad a todos los pueblos, superando dificultades, obstáculos e incomprensiones, hoy dramáticamente presentes.

Por tanto, muy oportunamente vuestra reflexión durante estos días se ha centrado precisamente en el tema:  "El evangelio de la caridad", reconociendo en él el mensaje de esperanza que es preciso llevar sobre todo a los pobres, aún muy numerosos, a pesar del bienestar generalizado existente en varios países.

2. Mi venerado predecesor el beato Juan XXIII solía decir que la Iglesia es de todos, pero de modo especial de los pobres, haciéndose eco de la bienaventuranza evangélica: "Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el reino de Dios" (Lc 6, 20). El reino de Dios pertenece a los pobres, los cuales, según algunos santos Padres, pueden ser nuestros abogados ante Dios. Por ejemplo, san Gregorio Magno, comentando la parábola del rico epulón y del pobre Lázaro, escribe:  "Cada día podemos encontrar a Lázaro, si lo buscamos, y cada día nos encontramos con él, incluso sin ponernos a buscarlo. Los pobres, que podrán interceder por nosotros en el último día, se nos presentan también de modo inoportuno y nos hacen peticiones... Ved bien que no conviene rechazarlos, dado que quienes nos piden algo son nuestros posibles protectores. Por tanto, no desaprovechéis las ocasiones de obrar con misericordia" (Hom. in evangelia, 40, 10:  PL 76, 1309).

En el libro del Sirácida leemos: "La oración del pobre va de su boca a los oídos de Dios, y el juicio divino no se deja esperar" (Si 21, 5); y el Evangelio afirma claramente que, en el juicio final, el Señor del universo dirá a los que estén a su derecha:  "Tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a verme" (Mt 25, 35-36).

3. Con ferviente oración imploremos la sabiduría evangélica que nos permite comprender el vínculo de amor que une a los pobres con Jesús y sus discípulos. En efecto, el divino Maestro usa el término "hermano" para indicar a los discípulos y a los pobres, abrazándolos en un único círculo de amor. ¡Sí! Para el discípulo de Cristo el pobre es un hermano, al que debe acoger y amar, no un extraño al cual dedicar, ocasionalmente, sólo algunos momentos de atención. Además, los pobres son nuestros "maestros"; nos ayudan a comprender lo que todos somos en presencia de Dios:  mendigos de amor y salvación.

Venerado hermano, que el amor a los pobres siga siendo el signo distintivo de la Comunidad de San Egidio y de cuantos quieren compartir su espíritu. Que cada uno se haga "prójimo" de los que se encuentran en dificultades; así experimentará la verdad de las palabras de la Biblia:  "Hay mayor felicidad en dar que en recibir" (Hch 20, 35).

Mientras aseguro mi oración, invoco sobre cada uno de vosotros la protección materna de María y envío a todos una especial bendición apostólica, extendiéndola de buen grado a las personas con quienes cada uno de vosotros se encuentre en su ministerio pastoral diario.

Vaticano, 7 de febrero de 2004

JUAN PABLO II



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