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JUAN XXIII

AUDIENCIA GENERAL*

Miércoles 31 de mayo de 1961

 

San Gregorio VII

Queridos hijos:

El encuentro semanal con los fieles de todas las partes del mundo que acuden al lado del Padre de las almas, adquiere hoy una importancia singular por la presencia de quien, aun con los signos de la muerte, vive y palpita en la santa Iglesia del Señor. Se trata de San Gregorio VII, cuyas gloriosas reliquias acabamos de venerar en el crucero de los santos Proceso y Martiniano.

Bajo las bóvedas de esta basílica se encuentran las sagradas reliquias de Pedro, el primer Papa; las de algunos apóstoles; las de mártires gloriosos y las de una sucesión admirable de los Sumos Pontífices. Quien descienda a la cripta, puede además fácilmente acercarse con devoción y ternura a las tumbas de muchos Papas, comenzando, como es natural, por la de los más recientes: Pío XII, de venerable memoria, Pío XI, Benedicto XV; mientras que el cuerpo de San Pío X está colocado en un altar de la basílica ornado con el altísimo honor de la canonización. Si se continúa la visita entre los diversos altares y los pasillos de las grutas, se encuentran monumentos o sepulcros de otros Pontífices. En efecto, no lejos de aquí, está el altar de San Gregorio Magno y con él los cuerpos de otros Papas por nombre también Gregorio; más arriba al altar de San León Magno, y, a su alrededor, otros Papas con el mismo nombre: San León II, San León III, San León IV, San León IX. En una palabra, tenemos aquí los signos de la triple Iglesia: la vigilante o militante, a la que pertenecemos, la purgante, que en parte también nos incluye, dado que, a través de los sufrimientos y la mortificación, podemos merecer alcanzar un día los gozos celestiales; la triunfante, en los reflejos fulgentes que, bajo estas bóvedas, se difunden de tantas formas y maneras.

Algún Papa no está incluido en esta comunidad de muertos gloriosos: mas he aquí que felices circunstancias nos permiten acercarnos a uno de los más insignes Pontífices que acabó la existencia terrena fuera de su Roma. Se trata de una figura excelsa que —si estuviese permitido a los hombres proceder a su clasificación— sería colocado entre los Papas insignes. Fue un hombre que, bien se puede decir llenó por sí el siglo XI y el mundo de entonces; y sacudió toda Europa sumergida en. tantos errores y envuelta en preocupante ignorancia. El mismo manifestaba conocimiento de su ardua misión y vaticinó lo que su mismo nombre significaría en las edades futuras. Y, sin embargo, murió en el exilio; y hoy, después de muchísimo tiempo, su cuerpo ha vuelto a Roma, aunque por pocos días, para un repetirse de alabanzas y bendiciones en su honor, así como la historia de la Iglesia nos asegura haber sucedido desde el día de su tránsito a la vida eterna.

San Gregorio VII, tras una vida activísima, fue a morir a Salerno, dado que las condiciones políticas de aquel tiempo le ofrecían aquel lugar casi como refugio y defensa. En esta ciudad encontró ya a quien, desde el principio, lo había precedido en el apostolado y en las glorias de los santos: el primero de los Evangelistas, San Mateo. Así, pues, una aureola de gloria, todo un ambiente de grandeza; y, para cuantos gustan conocer bien las actividades y vicisitudes de la santa Iglesia, algo fascinante.

San Gregorio VII nos ha hecho el honor de esta presencia de algunos días, acogiendo la manifestación de devota piedad por parte de los fieles romanos. El primer visitante, como es obvio, ha sido su lejanísimo Sucesor que, en santa humildad, se ha acercado hasta la urna del santo para rogar, cumpliendo un homenaje sencillo, pero ferviente y cordial. ¿Y cómo no desear —lo que después ha llegado— que los benditos restos se detuviesen en la basílica de San Pablo, en cuyo monasterio benedictino el santo vivió su juventud monástica, y donde se preparó para las grandes batallas que lo forjaron intrépido y victorioso en su vida, a través de tantas humillaciones y sufrimientos? Por último, la estación en esta basílica de San Pedro, en este lugar escogido, que Gregorio VII tan bien conocía, incluso antes de ser Papa, en la primitiva estructura de la basílica.

Fiesta para todos hoy: verdadero don del Señor, que hermana siempre más a los ciudadanos de Salerno, custodios de tan precioso tesoro, a los fieles de todo el mundo.

Fiesta, por otra parte, de otra feliz coincidencia, 31 de mayo: clausura del mes dedicado a María.

Esta clausura no podía resultar más solemne, aquí en Roma, en esta basílica, participando representaciones de tantos pueblas venidos a orar juntos con el Papa, en recuerdo glorioso de un siervo dignísimo, de un hijo atentísimo de María, de un apóstol de la devoción mariana como lo fue Gregorio VII.

Se lee en las memorias del gran Pontífice —recogidas por los monjes de San Pablo en siete volúmenes que reproducen documentos y estudios—, algunas páginas características que se prestan muy bien al significado de la ceremonia de hoy. Allí, efectivamente, se recuerda que el monje Hildebrando, mucho antes de ser cardenal y, por tanto, elevado a la Cátedra de Pedro, había puesto toda su energía y empeño al servicio del Papa de entonces; y solía manifestar tal afecto, acercándose cada día a orar en la basílica vaticana, e implorar la divina ayuda para la Iglesia en tiempos, bajo muchos aspectos, mucho más graves y difíciles que los nuestros, y cuando más duramente perseveraba la lucha entre el bien y el mal, la verdad y el error. En aquellas visitas él no dejaba nunca de acercarse al altar de una antigua imagen de María Santísima, casi tejiendo con Ella un coloquio de suma confianza y de excepcional fervor. Sucedió una vez al piadoso religioso absorto en oración de sorprender en el rostro de la Madre benignísima un gesto de gran sufrimiento y como lacrimoso por un dolor que él no supo de momento comprender ni adivinar. Conoció la causa al día siguiente, cuando, por el contrario, la imagen se le aparece en sonriente amabilidad. María Santísima había primeramente mostrado sufrimiento por una injusticia que se iba a cometer contra un alma; mostró después alegría cuando toda nube fue disipada, llena siempre de celestial bondad por este su peregrinar cotidiano, deseoso de consolar al corazón materno y de prevenir sus deseos; pero igualmente solícita para todos sus hijos, sobre todo para aquellos que conocen el dolor o la necesidad de especiales consuelos.

También nosotros hemos, en forma particular, rendido homenaje a la imagen venerada de María en su célebre altar de la basílica vaticana, que custodia los restos de otro gran San Gregorio, el Nacianceno, así como en el altar de la capilla del coro están los de San Juan Crisóstomo; dos incomparables doctores de la Iglesia oriental.

Todo esto significa que cualquier cosa que hagamos, donde quiera volvamos la mirada, nos encontramos siempre con María, la Madre de Jesús y Nuestra Madre: e inmediatamente el espíritu adquiere serenidad y alegría. Hemos cumplido esta mañana un doble acto: ante todo el obsequio a María, recogiendo en nuestro labios y en nuestro corazón, a través de la entonación de los dignos cantores de la capilla Sixtina, los votos del mundo entero como síntesis de la universal devoción a María al concluirse el mes a Ella dedicado. Y hemos seguido el ejemplo de su ardiente devoto, de un confidente suyo, del que debemos tomar ejemplo para dejarnos iluminar y enfervorizar con los esplendores de sus virtudes sacerdotales y pontificias.

Antes de morir en Salerno —donde él contaba con pasar algún tiempo en recogimiento, pero donde el Señor había dispuesto el paso al cielo— dirigió a los fieles una bula, o mejor, una carta, que comienza con las palabras: "pervenit, fratres carissimi", y que constituye como su testamento en la tristeza del exilio.

"Desde el día en que —escribe— por Divina disposición, la Iglesia Madre me colocó, indigno siervo, sobre el trono apostólico, y mientras, Dios es testigo, estaba muy lejos de pensar en la altura del Sumo Pontificado, yo con todas mis fuerzas he procurado que la Santa Iglesia, Esposa de Dios, Señora y Madre nuestra, volviese a ser como durante muchos siglos fue, en su primer esplendor, y siempre, libre, casta y católica..."

Pensar con cuanta convicción Nos repetimos estas palabras en varias circunstancias y en las diversas audiencias. Ellas de hecho expresan todo lo que de bello y grandioso hay en la Santa Iglesia: su libertad, la pureza de costumbres, como ha enseñado ella; y después la catolicidad, esto es, el extenderse por el mundo entero.

La carta así prosigue y termina: "Todos aquellos que, en el mundo entero, se llaman cristianos, y profesan verdaderamente la fe cristiana, saben y creen que el Bienaventurado Pedro, Príncipe de los Apóstoles, es el padre de todos los cristianos y, después de Jesucristo, el primer pastor; y que la santa Iglesia romana es de todas las Iglesias la Madre y Maestra. Si creéis esto y sólidamente mantenéis la fe, os conjuro, antes os ordeno, como hermano e indigno maestro vuestro, querer, con el apoyo de Dios Omnipotente, ayudar y socorrer a vuestro Padre y a vuestra Madre".

He aquí el texto original: «Ex quo enim, dispositione divina Mater Ecelesia in throno Apostolico me valde indignum et, Deo teste, invitum collocavit, summopere procuravi, ut sancta Ecclesia, Sponsa Dei, Domina et Mater Nostra, ad proprium rediens decus, libera, et casta et catholica permaneret»... «Omnes qui, in toto orbe, christiano censentur, nomine et christianam fidem vere cognoscunt, sciunt et credunte Beatum Petrum, Apostolorum Principem, esse omnium christianorum Patrem et primum post Christum pastorem, sanctamque Romanam Ecclesiam omniun Ecclesiarum matrem et magistram. Si ergo hoc creditis et indubitanter tenetis, rogo vos et praecipio ego, qualiscumque frater et indignus magister vester, per omnipotentem Deum: adiuvate et succurrite praedicti Patri vestro et Matri», o sea, San Pedro y la Santa Iglesia de Roma (S. Gregorii VII Epist. Pervenit, fratres carissimi -1084- Migne PL 148, col. 709-710).

Con esta invitación, justamente llamada una apelación extrema de soledad y desolación, Gregorio VII moría fuera de Roma. ¡Pero cuánto mérito y cuánto gloria en su nombre y en su pontificado!

¡Queridos hijos! En estos encuentros el Papa acostumbra siempre a procuraros alguna exhortación, sugeriros algunos avisos. Pues bien: considerad en esta jornada solemne, las tres palabras que San Gregorio VII atribuía a la Iglesia, como un programa de vida para todos vosotros, y para cuantos, en el mundo, siguen el Evangelio y se honran de ser sus discípulos y heraldos.

La Iglesia salernitana, con su venerado Prelado y con el clero y pueblo fidelísimo, sabrá, de este modo, hasta qué punto la Iglesia universal sabe honrar, como conviene al gran santo Pontífice y cómo de su ejemplo surge motivo para seguir cada vez mejor a San Pedro y escuchar el magisterio de los Papas, su sucesores. La Iglesia, efectivamente, nos asiste, nos guía, nos sostiene a lo largo de toda la vida presente para acompañarnos, por último, al gozo de la vida futura. ¡Que así sea!

 


*  Discorsi, messaggi, colloqui, vol. III, págs. 311-317.

 

 



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