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JUAN XXIII

AUDIENCIA GENERAL

Basílica de San Pedro
Miércoles 1 de mayo de 1963

 

Venerables hermanos, queridos hijos e hijas:

El espectáculo que se ofrece a nuestra mirada es como siempre edificante y gozosísimo no sólo por la variedad de procedencias de los diversos grupos y peregrinos reunidos en esta basílica de San Pedro, sino por la unidad en la fe común, grabada en la frente y en el corazón de cada uno, con el esplendor del rostro de Cristo, y con el sello del Espíritu Santo.

La audiencia de hoy es un hermoso comienzo del mes de mayo, en este año del Concilio Ecuménico Vaticano II.

El pasado 25 de abril, en la fiesta del Evangelista San Marcos, a través de una carta a nuestro cardenal vicario, hemos llamado la atención de los queridos hijos de Roma y de todas las diócesis del mundo, clero y fieles, para que durante todo el mes multipliquen sus invocaciones a la Virgen Santísima, Madre de Cristo y nuestra. Por intercesión de María descenderá más abundante la gracia del Espíritu Santo sobre los trabajos del Concilio, y sobre la actividad de los padres conciliares, que con oración y estudio se preparan a la segunda sesión de la asamblea ecuménica.

Renovamos ahora la invitación a vosotros, que animáis esta audiencia con un sello de especial fervor. Nuestra invitación nace de las consideraciones que este día sugiere, envuelto como está por una triple luz de radiante fulgor: María-José-la Iglesia. Son pensamientos y afectos que huyen en nuestra mente y en nuestro corazón, y que nos sugieren unas palabras de aliento.

1) María Santísima

La glorificación de María, la luz con que brilla en las celebraciones de este mes, no es más que una consecuencia de su misión, del designio que Dios tuvo sobre ella.

Misión de misericordia y de salvación, que se centra en el altísimo privilegio de la maternidad divina; designio de perdón y de reconciliación, pues el Padre Celestial, al enviar a su Hijo para la Redención del mundo, escogió a María como principal colaboradora de su voluntad salvífica. En ella el Cielo se une con la Tierra, y por medio de ella se ofrece a la Humanidad el Divino Redentor.

¡Qué armonía de piedad y de emoción suscita el canto de la Salve Regina, una de las más antiguas y hermosas antífonas que celebra esta maternal misión de María! En el comienzo de la plegaria: “Dios te salve Reina y Madre de misericordia”, y durante todo su desarrollo es el poema de la Humanidad abrumada por el pecado, obligada al llanto, al dolor y a la muerte, que a pesar de todo, mira a María, “vida, dulzura y esperanza nuestra”, y le pide en la última estrofa, que es un latido de fe invicta y luminosa: “Muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre, clemente piadosa y dulce Virgen María”.

Todo converge en Jesús: la historia de los siglos y las vicisitudes de los corazones; todo debe llevar a Jesús.

La intercesión de María en favor del Concilio descubre al mundo más brillante el rostro del Redentor, lo descubre a quien lo conoce sólo imperfectamente, y a quien no lo conoce todavía. Esta es la misión de la Virgen Madre, llevar al mundo la luz, como canta San Efrén Siro, con acento de inspirado poeta:

“En su regazo se asienta el Sol / sobre su pecho un gran prodigio” (Himno IV, 3).

Y permitidnos hacer una última consideración queridos hijos. El ideal misionero se impone una vez más, y, partiendo del Cenáculo, recorre los amplios caminos del mundo. María muestra siempre a Jesús, como en Belén, acercando las almas hacia Él. Por ello continuaremos pidiendo que Ella respalde las oraciones del sucesor de Pedro y de los obispos, y de todo el pueblo cristiano “asiduos en la oración..., con María, Madre de Jesús” (Hch 1, 14). De esta forma se renovará el prodigio y tendremos como un nuevo Pentecostés.

2) El patrono del Concilio Ecuménico

Junto a María, San José, el patrono del Concilio Ecuménico.

En esta basílica vaticana, en la capilla de los santos apóstoles Simón y Tadeo, hemos querido que se le dedicara el altar central. Hoy, primero de mayo, celebramos su fiesta bajo el título de San José obrero, esposo castísimo de María, protector de la inmensa serie de artesanos y obreros, y de todos los trabajadores —cada uno de nosotros es un trabajador—, porque también él conoció la alegría humilde y sencilla del deber cumplido, el cansancio y las pruebas del cansancio diario.

Pero San José es el patrono de la Iglesia universal; es el patrono de las familias cristianas, y lo es también de los moribundos que se confían a él para la última prueba; patrono también de innumerables congregaciones e instituciones religiosas de piedad, de educación, de caridad, en las cuales continúa su validísimo patrocinio de custodio de la Sagrada Familia.

Podéis imaginar, queridos hijos, con qué emoción lo hemos proclamado patrono del Concilio. Lo es con toda razón.

Decíamos el 15 de marzo de 1961: “Si hay un protector celestial indicado para impetrar de lo alto... esa virtud divina por la cual el Concilio parece destinado a marcar una época en la historia de la Iglesia contemporánea, a ninguno podemos confiar mejor este cargo que a San José, jefe augusto de la familia de Nazaret, y protector de la santa Iglesia... ¡San José, aquí está tu puesto de protector universal de la Iglesia!” (L'Osservatore Romano del 16 de marzo de 1961; cf. Carta Apostólica Le Voci, 19 de marzo de 1961)).

El Concilio es la obra de Dios. Y esta obra exige recogimiento y oración, docilidad y espíritu sobrenatural. De estas virtudes dio silenciosamente preclaro ejemplo San José, mereciendo la dignidad y responsabilidad únicas, de Padre de Jesús según la ley, proyectando sobre su humilde rostro un reflejo de la autoridad misma del Padre Celestial.

Escogido como custodio escondido de la más alta obra de Dios. la Encarnación del Verbo, San José continúa su poderosa intercesión en la Iglesia, que, reunida en Concilio en la persona de sus sacros pastores, quiere extender la luz del Verbo por el mundo, y su dulce imperio en todos los corazones.

3) La realidad de la Iglesia al servicio de los hombres

Finalmente la Iglesia, queridos hijos e hijas. Es la realidad que resplandece en esta hora de alegría y de gracia para toda la Humanidad.

La Iglesia es Cristo, que vive en los siglos. Anclada con la mística barca de Pedro en este centro de la católica unidad, la Iglesia se manifiesta en un principado de mansedumbre, de amor y de caridad.

Gracias a Dios, el espíritu polémico de otros tiempos se ha atenuado, y la realidad de la Iglesia al servicio de los hombres de todas las tribus y naciones que hay bajo los cielos es universalmente reconocida. En muchas partes se pide su palabra y su presencia benéfica y estimuladora.

Además —y esto es lo que cuenta ante todo— sus hijos están más unidos que nunca, y aun diferenciándose en las manifestaciones de la civilización y en los métodos organizativos de la vida social, sienten el llamamiento de la jerarquía para dar testimonio de fidelidad al patrimonio de la divina Revelación y de las milenarias y preciosísimas experiencias pastorales, de donde se siguen la soltura de métodos y lenguaje que los tiempos exigen, y que las multitudes ingentes de los pueblos de todo el mundo reclaman con justo derecho.

Hoy, fiesta de los trabajadores, recobra actualidad el saludo que pusimos en el encabezamiento de la carta encíclica Mater et magistra, del 15 de mayo de 1961, publicada en el setenta aniversario de la Rerum novarum, de León XIII. La Iglesia, como en el tiempo de los apóstoles, es siempre madre y maestra de verdad y de justicia, de libertad y de paz. Se busca su benéfica voz, se esperan sus pacíficas intervenciones en los intereses contingentes de los diversos particularismos nacionales, económicos y sociales,

En el dominio de la vida pública, en el equilibrio y en la contribución de las diversas fuerzas de la producción y de la redistribución de los bienes, en la composición armónica de las relaciones en pro de la paz social, se advierte cada vez más la presencia de la doctrina social cristiana, que procede del Evangelio de Cristo, que es proclamado con infatigables aplicaciones por el magisterio de la Iglesia.

Esta presencia sensible, vigilante, atenta en todos los sectores, es una realidad providencial que da alegría y hace brotar la esperanza.

Apóstoles convencidos de la verdad y la bondad

Queridos hijos e hijas. Para esta obra la Iglesia confía en vosotros, os pide que seáis apóstoles convencidos de la verdad y la bondad, prontos al servicio a los hermanos, contribuyendo a la tranquilidad en el orden para que la vida de la Gracia germine cada vez más en cada uno de vosotros, y consiga frutos duraderos por el bien de las diversas comunidades.

Nos, estamos con vosotros, con afecto paternal, con una oración universal, que abraza a todos los hombres, y que pide al Señor los dones de celestial complacencia. Y desde este centro de la catolicidad se esparce ahora en favor vuestro y de vuestras familias, y en especial para los trabajadores cristianos y sus organizaciones, la bendición apostólica, que os fortifique en los propósitos de vida santa, que lleve el consuelo a vuestras casas, en especial donde haya mayores necesidades y angustias, y que os confirme en la paz de Cristo, “que supera todo entendimiento” (Flp 4,7).



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