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CARTA DE SU SANTIDAD JUAN XXIII
AL EPISCOPADO DE CANADÁ

 

A nuestros queridos hijos y venerables hermanos
cardenales, arzobispos y obispos del Canadá.
JUAN XXIII, Papa.

 

Queridos hijos y venerables hermanos:

Salud y bendición apostólica.

En diversas ocasiones os hemos manifestado la alegría de nuestro corazón por vuestro celo pronto y generoso en responder a nuestra invitación para que, conjuntamente con los obispos de otros países, unieseis vuestros esfuerzos para ayudar a las obras de apostolado en la América latina.

Cuando pensamos en los proyectos que, en estos últimos tiempos sobre todo, habéis realizado con la colaboración del clero y del pueblo canadiense, no podemos menos que sentir un dulce consuelo. Pues un número notable de religiosos y religiosas, numerosos sacerdotes y laicos, inflamados por el celo de las almas, han dejado espontáneamente su país para ir a trabajar a las diócesis de este continente. Su magnífico trabajo ha producido ya una abundante cosecha de frutos apostólicos.

Damos constantes gracias al divino Redentor por tan gratos acontecimientos que testimonian la vitalidad de la familia católica canadiense y que se suman también a los méritos que ya ha conseguido en la Santa Iglesia. Os testimoniamos, queridos hijos y venerables hermanos, la expresión de nuestro más sincero agradecimiento y de nuestra satisfacción, al mismo tiempo que a la Comisión Episcopal de ayuda a América latina, que tan fielmente realiza las decisiones de la jerarquía eclesiástica, y finalmente a todos aquellos, sacerdotes, religiosos o fieles, que con inteligencia y dedicación os han prestado ayuda.

Nos, que realizamos las funciones de Padre y Pastor de todos los pueblos, cada vez que dirigimos nuestra mirada sobre estas regiones tan extensas de la América latina, donde vive casi la tercera parte de los católicos, a la alegría de que os hemos hablado se une una inquietante preocupación, Pues si le han proporcionado numerosas e importantes ayudas las diócesis de América del Norte o de Europa, advertimos, sin embargo, que estos pueblos continúan abrumados por múltiples necesidades y tienen necesidad de una ayuda considerable aún. Sería superfluo exponer los detalles de esta situación, pues sabemos que todo esto es bien conocido de los obispos canadienses.

Como el número de habitantes aumenta continuamente y se han producido grandes cambios en la sociedad, las necesidades en la vida religiosa han aumentado también. Por una parte, los celosos pastores de estas diócesis se aplican con todas sus fuerzas a responder a las exigencias de su pesada carga pastoral, tomando medidas que preparan el futuro, entre las cuales nos place recordar en primer lugar la atención dedicada a los jóvenes llamados al servicio del Señor y a la obra de los Seminarios. Pero los recursos que tienen a su disposición son actualmente del todo inferiores a sus necesidades.

Por otra parte, la mies que tienen encomendada es cada día más abundante y ya amarillea: pero “los obreros son poco numerosos” (cf. Mt 9,37). Faltan manos sacerdotales para distribuir a todos el alimento de la vida sobrenatural, para dar a los niños y a los jóvenes una formación cristiana, para dar a los Seminarios directores y profesores competentes, para establecer y consolidar las obras de apostolado religioso y social.

Los obispos de América latina, a quienes con gozo hemos recibido durante su estancia en Roma para las jornadas conciliares, se han hecho intérpretes de esta indigencia. Con voz unánime y con frecuencia angustiosa nos han pedido que enviemos sacerdotes a sus diócesis, y hemos quedado afectados en lo más profundo de nuestro corazón por su súplica.

Por esta razón os escribimos, queridos hijos y venerables hermanos, exhortándoos a no ahorrar ningún trabajo en esforzaros aún con más ardor para realizar lo que tanto nos afecta, de forma especial el envío de sacerdotes a estos países. Os pedimos esto con entera confianza, sabiendo que estáis unidos a la Sede de Pedro por un lazo estrecho y ejemplar de fidelidad y que trabajáis con un celo infatigable para preparar el triunfo de la Santa Iglesia.

Dirigimos estas palabras principalmente a los celosos pastores de las diócesis que, ricos en dones de Dios, pueden, por un singular honor, escoger y enviar sacerdotes sin detrimento de la administración de su propia diócesis. Pero entre vosotros, sin duda, no hay ninguna diócesis que no pueda, para comenzar, asignar para este fin al menos uno o dos ministros de Dios.

Dios omnipotente que premia el menor acto de caridad, recompensará vuestras buenas obras con una largueza proporcionada a vuestra liberalidad.

Aprovechamos gustosos la ocasión que se nos brinda para pediros que seáis intérpretes y hábiles mensajeros de nuestra voluntad ante las comunidades religiosas tan prestigiosas de hombres y mujeres de vuestro país. Como muy bien sabemos os prestan ya una íntima y amplia colaboración para la ayuda a la América latina. Este entendimiento de voluntades y de esfuerzo es un bello ejemplo de unión y garantiza para el futuro la coordinación eficaz de todas las iniciativas. Y no dudarnos de que la acción armoniosa de las comunidades se ejercerá aún con mayor diligencia y preocupación.

Continuando ocupándose de esta santa empresa, la familia católica canadiense no solamente compartirá con todos los demás miembros del Cuerpo Místico de Cristo los preciosos tesoros que ha recibido de Dios, sino que también testimoniará su reconocimiento a la Providencia divina por los beneficios que se le proporcionaron en otro tiempo en circunstancias análogas. Más aún, concebimos con gozo la esperanza de que, gracias a esta ayuda fraterna, lo que ahora se le da a la América latina redundará un día en bien de la Iglesia universal.

Queridos hijos y venerables hermanos, os dirigimos esta exhortación al poco de la primera sesión del Concilio Ecuménico; pues nos llena de gozo el pensar con vosotros que esta alianza de vuestros esfuerzos nacerá del Concilio mismo, como un don resplandeciente de la religión ofrecido a la Iglesia en estos territorios; y esto también será un gran consuelo para los pastores y pueblos cristianos de la América latina.

Para finalizar nuestra carta, pedimos por vosotros a Dios, dispensador de todos los bienes, una saludable abundancia de dones celestiales, al paso que os impartimos a vosotros, queridos hijos y venerables hermanos, lo mismo que al solícito clero y a los fieles encomendados a vuestra custodia, la bendición apostólica como prueba de nuestra benevolencia.

Vaticano, 31 de enero de 1963, año quinto de nuestro pontificado.

Juan PP XXIII.



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