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 DISCURSO DE SU SANTIDAD JUAN XXIII
A LOS ALUMNOS DE LAS ESCUELAS CATÓLICAS DE ROMA
*

 Jueves 19 de mayo de 1960

 

Con vivísima y profunda complacencia os damos nuestra bienvenida, queridos alumnos de la Enseñanza Media de Roma.

Conducidos por vuestros Directores, catequistas y profesores habéis venido a traernos el testimonio de vuestra fe al terminar el año escolar, que ha sido testigo de vuestros laboriosos esfuerzos y os ha proporcionado un nuevo perfeccionamiento de la mente del corazón.

Siempre es un gran consuelo para el Padre —os lo confesamos de corazón— verse rodeado de hijos, que todos juntos, sin distinción de procedencias ni de orientación de estudios, participan del mismo sentimiento esclarecido por la gran tradición católica y romana, por esa tradición que encuentra su más adecuada expresión en el culto de Dios y en la práctica de la fraternidad. Pues, si bien se considera, el culto divino en su pureza y la fraternidad, ennoblecida por la gracia, en sus generosas expansiones representan la perfección del cristiano, que así se define precisamente por la sinceridad de sus relaciones con Dios y con el prójimo. Esto explica vuestra presencia en el mayor templo de la cristiandad, rico en santos recuerdos y tesoros de arte prodigados para mayor decoro del culto divino; esto mismo expresa el canto del Credo en cuya profesión de fe habéis vibrado al unísono.

Por eso el encuentro tan alegre de hoy —así como los semanales y de circunstancias solemnes que se suceden en la Basílica Vaticana— llena el corazón de consuelo y abre el alma a las serenas visiones de la esperanza cristiana.

¡Ay! ¡Es verdad que aquí y allá en el mundo se intensifica un tanto la vida hedonística y puede ser motivo de cierta tristeza, de tentación de tristeza o desánimo! Sin embargo, queremos señalar que frente a tales dolorosas impresiones el hecho más consolador para todos los que comparten con el Papa las preocupaciones del ministerio eclesiástico y de la misión educadora es precisamente que los fieles que se suceden ininterrumpidamente son en gran parte jóvenes, hasta el punto de poder afirmar que las audiencias generales son sobre todo encuentros con jóvenes.

Gran alegría, pues, porque a la juventud le ha sido confiado el destino del porvenir del mundo.

Por tanto podéis imaginar nuestra satisfacción de hoy. Después de haber celebrado la santa misa en la capilla doméstica por las intenciones de cada uno de vosotros, hemos saboreado de antemano con el deseo el espectáculo de la Basílica que. resuena con vuestras plegarias, aclamaciones y alegría. Vuestra presencia, amados jóvenes, es la señal de que permanecen y florecen constantemente las buenas tradiciones de las familias cristianas y al mismo tiempo son manifestaciones de vitalidad, fortaleza y buenos propósitos.

Vamos a detenernos en estas tres palabras invitándoos a que con vuestra reflexión las ponderéis atentamente con Nos.

1. Manifestaciones de vitalidad. Esta es la primera impresión frente a veintiséis mil jóvenes que, a pesar de la irreflexión propia de su edad, quieren prepararse a los deberes de mañana.

Esta vitalidad se manifiesta visiblemente también en el motivo que ha provocado este encuentro, es decir, el coronamiento de la actividad de un período de ocho años del Instituto Romano «Massimiliano Massimo», que va a comenzar una nueva vida en su nuevo centro, cuya primera piedra bendijo nuestro Predecesor Pío XII, de venerable memoria. Saludamos con particular afecto a profesores y alumnos del Instituto con los Padres de la Compañía de Jesús, que lo dirigen, y les agradecemos que hayan dado motivo para la Audiencia de hoy. Pero, al referirnos al Instituto «Massimo» pensamos en tantos y tantos que, procedentes de él y de las demás instituciones benéficas escolares masculinas y femeninas, públicas y privadas de Roma ocupan hoy diferentes profesiones haciendo honor en todos los órdenes de relaciones familiares y sociales a la doctrina evangélica y a las enseñanzas de la Iglesia.

La preparación en los años gozosos de las promesas y esperanzas da sus frutos merecidos dignamente. Por esto nos sentimos alegres y animados.

Pues el bienestar colectivo, espiritual y material, de la sociedad depende de la preocupación de los individuos en su perfección interior y en la disciplina de las energías de que están dotados.

El individuo quiere ser bueno para responder a las imperiosas exigencias de su alma; cultiva su espíritu en la escuela para dotarlo de una sana y profunda cultura según las aspiraciones de su inteligencia. De estos esfuerzos brota en tiempo oportuno un benéfico influjo del que todo el mundo participa, y ésta es verdadera vitalidad.

Os habréis preguntado a veces la razón de tantas asignaturas, de tantas horas pasadas para adquirir penosamente nociones y disciplinas diversas, pero si estáis convencidos de que esto responde a la preciosa edad de la siembra, de cuyo silencio depende el secreto del magnífico florecimiento de mañana, entonces sabréis continuar con generoso tesón el esfuerzo de estos años para prepararon a la cooperación futura por el bien de toda la sociedad.

2. Manifestaciones de fortaleza.

Para consuelo del Papa, queridos jóvenes, y de vuestros padres y educadores, resuena el antiguo elogio que nos agrada dirigiros: «Dichosos vosotros, jóvenes, porque sois fuertes» (1Jn 2, 14).

La fortaleza es propiedad característica de los jóvenes. Mientras que para todos la enumeración de las virtudes cardinales comienza por la prudencia, en cuanto a los jóvenes se puede y se debe poner el acento en la fortaleza. Con razón, pues, responde perfectamente al desarrollo físico del joven, a su amor por la armonía de sus miembros, a su inclinación a los ejercicios incluso difíciles, que comprometen su resistencia física, la capacidad para soportar privaciones, el conocimiento de sus posibilidades y límites, el afán apasionado de la conquista.

Esta virtud no es audacia, ni precipitación, ni atro­pello de los demás por una orgullosa afirmación de sí mismo; tampoco es primacía exclusiva de la fuer­za corporal con detrimento de la inteligencia y del corazón, de la amabilidad y bondad.

La fortaleza es una virtud cristiana que significa conquista penosa y a veces paciente de un orden recto, de dominio de sí y de superioridad del espíritu. Va indisolublemente unida a la búsqueda y amor de la verdad, de la justicia, de la equidad. Es manifestación de disciplina interior, de dominio de los sentidos, de respeto a los demás hasta la exaltación del precepto evangélico que más que no hacer es hacer a los otros lo que quisiéramos nos hiciesen (cf. Mt 7, 12; Lc 6, 31).

El joven quiere poner la fuerza al servicio de grandes ideales. No le agrada que le digan: no hagas esto o lo de más allá, sino que le gustan las palabras de Jesús: Haz esto y vivirás (Lc 10, 28).

Estamos seguros de que también para vosotros la virtud de la fortaleza conserva su fascinación, y os deseamos la guardéis con recta voluntad en la pureza del cuerpo, en el ejercicio continuo de la vigilancia sobre vosotros mismos.

3. Buenos propósitos. La presencia de los jóvenes es, por último, una manifestación de buenos propósitos y éstos se expresan en la virtud de la constancia.

En el ámbito de la familia y de la escuela, así corno en las asociaciones religiosas, culturales, deportivas a las que aportáis la contribución de vuestra personalidad juvenil es relativamente fácil seguir una línea de conducta, aprovechar las ayudas que se os ofrecen, permanecer fieles a las obligaciones contraídas. Basta tener algún interés y las estructuras exteriores sirven para encauzar y estimular al mismo tiempo vuestras energías desbordantes.

Pero después, en la vida, vendrá el ejercicio pleno de vuestras facultades y dotes peculiares y el empleo del tiempo siguiendo una inclinación personal; entonces estaréis en plena posesión de vosotros mismos. ¡Ay de vosotros si os falta la virtud de la constancia! Todo podría precipitarse o empequeñecerse: la piedad se reduciría a ciertas prácticas exteriores de culto que penetran en lo profundo del alma; la caridad a un cálculo de ambición interesada; la pureza a una simple manifestación de caballerosidad exterior o a un alarde de honradez que no se vive. El espíritu de prepotencia, de ligereza, de superficialidad podría llevar la ventaja.

Entonces se acabaría la juventud, pues la vejez y decrepitud amenazan allí donde los ideales no inflaman el corazón y no tienen tensa la voluntad.

Constancia, pues, en la práctica de un propósito firme. Se ha dicho que la vida es la realización de un sueño juvenil. Tened cada uno vuestra sueño para hacerlo realidad maravillosa; sueño de generosidad,  de rectitud, de elevación; propósito de obrar bien, de entregarse, de edificar; fidelidad a una línea de conducta siempre pura, siempre recta que no se rebaje a componendas, compromisos ni concesiones para bien de vuestra vida de mañana, de la familia que tendréis, de la sociedad en que trabajaréis.

Este es el programa que queremos presentar a vuestra consideración, mientras nos consuela la certeza de que lo acogen tantos jóvenes como vosotros aquí presentes lo acogéis, con prontitud y generosidad de ánimo.

¡Queridos hijos! El Padre os mira con ojos sonrientes y os agradece hayáis venido en este día le tanto consuelo con vuestra presencia.

Pero una nube de tristeza nubla nuestros ojos. Oramos para que todos se vuelvan hacia vosotros, no para conquistaros sino para serviros; no para fijar o condicionar la marcha de vuestra existencia, sino para ayudaros a descubrir la imagen de Dios en cada uno de vosotros.

¿Cómo no sentir preocupación cuando las nubes oscurecen el horizonte internacional o cuando mediante los más modernos instrumentos de la técnica se difunden y exaltan expresiones no tan nobles del modo de vivir y de obrar?

En todas las épocas han pretendido tener la ventaja las razones del dinero, y de la prepotencia. La antigua expresión no ha perdido en absoluto su eficacia: «El mundo todo está bajo el maligno» (1Jn 5,19).

¿Por qué no deciros, pues, a vosotros jóvenes —que estimáis la verdad, la belleza y el amor— que tememos por vuestras almas, por vuestro porvenir, por vuestras familias de hoy y de mañana? Sabemos que en el campo de vuestros sentimientos está encendida la gran luz del amor puro y desinteresado, del propósito de colocaros entre los que son y se llaman progenitores y merecen ese título tan noble y quisiéramos que nada ni nadie en el mundo os aparte de la visión de los más altos ideales.

Al pensar en vuestra madre experimentáis un sentimiento de orgullo y de cariño. Este pensamiento expresa la estima y el amor que tenéis a vuestra familia, que os sostiene en el propósito de haceros dignos de la vocación terrena y eterna.

Tened buen ánimo, y en la hora de la prueba, como hoy en el florecimiento de las más nobles aspiraciones y de los más firmes propósitos, acudid con confianza al Divino Maestro, cuya figura se levanta en el horizonte como un gran estímulo y seguridad; acudid a su celestial Madre y nuestra, cuya protección es tan valiosa en toda circunstancia.

¡Arriba los corazones, queridos hijos! ¡Arriba la mirada! También Nos miramos arriba como para distinguir en la inmensidad de los cielos el movimiento de los nuevos instrumentos prestigiosos que proclaman el mérito de la inteligencia humana, mientras que en la sucesión de las sorprendentes aplicaciones de la técnica, superan toda posible expectación.

Pero por encima de este homenaje a las conquistas del ingenio dirigimos la mirada a escrutar en los inmensos cielos la señal del poder soberano de Dios y de Él vienen los deseos por el triunfo de la razón sobre la fuerza, del amor sobre el cálculo, de la justicia sobre la demagogia.

Caminad con rectitud y confianza; fomentad el respeto por vuestros hermanos de todas las razas. Sabed penetrar con inteligente previsión la historia, los desarrollos demográficos, culturales, económicos de todos los pueblos. Pero, sobre todo, rogad a Dios que os conceda ante todo, como a Salomón, un corazón grande como la arena sobre las playas del mar (1R 4,29).

Sed pacientes, sabed esperar. Que vuestro corazón se transparente en vuestro rostro de manera que se os abran todas las puertas y os granjee la estima y afecto de todos, para que podáis arrojar por todas partes la semilla evangélica.

Que os sintáis llamados a grandes cosas: al trabajo individual honrado y humilde, al servicio social bien entendido, al apostolado en todos los campos y, por último, a dar testimonio omnibus diebus vitae vestrae todos los días de vuestra vida, de vivir in sanctitate et iustitia, en santidad y justicia (Lc 1, 75).

Así, pues, os saludamos con emoción y gratitud. Y estamos seguros de que en vuestros años de mayor madurez podréis volver a esta Basílica para decir al Vicario de Cristo que, habiendo oído en la juventud con alegría sus consignas, estáis en disposición de repetir la visión incomparable del espectáculo de hoy y de cantar con voz clara y frente alta el Credo Apostólico. Entonces nuestros huesos se estremecerán también en el sepulcro.

Y así como hoy invocamos sobre vosotros, sobre vuestras familias, vuestros Institutos, y sobre todo lo que hacéis presagiar para mañana la efusión de las celestiales gracias y bendiciones, así también entonces se levantarán aclamando, como confirmación de los divinos favores, las voces de las nuevas juventudes, siempre benditas y queridas, que repiten el milagro de la vida.


*  Discorsi, messaggi, colloqui, Vol. II, pags. 347-354.

 

 



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