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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN XXIII
A LOS PARTICIPANTES EN EL III CONGRESO EUROPEO
DE CARDIOLOGÍA
*

Sábado 24 de septiembre de 1960

 

Señor Presidente:

Os damos las gracias por vuestras amables palabras, que conmueven tan hondamente nuestro corazón. No podíamos desear verdaderamente una mejor entrada en materia en esta conversación con los sabios especialistas que acaban de participar a costa de largos estudios y preciosas investigaciones en el tercer Congreso Europeo de Cardiología.

Señores: Las palabras del profesor Luigi Condorelli, así como las indicaciones que antes Nos fueron comunicadas tan amablemente, nos confirman felizmente el hecho de que lleváis al ejercicio de vuestra profesión no sólo la preparación y competencia del sabio, sino también la humildad sincera y la confianza del creyente.

Vuestros trabajos y estudios penetrados de un severo rigor científico, los cuidados que prodigáis en los hospitales y en las clínicas, así como los trabajos de este Congreso, sólo tienen una finalidad: el corazón humano. A él tiende vuestra apasionada investigación, al estudio de su complejidad patológica aplicáis los conocimientos y descubrimientos nuevos, utilizando instrumentos cada vez más perfeccionados, métodos terapéuticos y audaces intervenciones quirúrgicas que hasta estos últimos años hubieran parecido quiméricas.

Sin duda, la ciencia médica es noble y hermosa en todos estos campos, puesto que contribuye, por los cuidados que prodiga a los diversos miembros del cuerpo humano, a defender y prolongar este precioso don de Dios que es la vida. Pero vuestra profesión merece todavía una nota de la más viva simpatía, pues se aplica al corazón, órgano incomparable e in-sustituible del cuerpo humano.

Nuestra intención no es hacer una disertación científica. Sólo quisiéramos subrayar brevemente la dignidad de vuestra misión a la luz de la revelación cristiana, para infundir en vuestros corazones un nuevo ardor y hacer que brote de ellos una mayor gratitud hacia Dios que os ha llamado a una tan alta y noble tarea.

Basta con hojear las páginas de la Sagrada Escritura para comprender cuál es, en el pensamiento de los autores inspirados, el lugar preeminente del corazón en la persona humana. Sin duda, no se trata de buscar en la Biblia indicaciones científicas en el sentido en que nosotros las entendemos hoy, pero impresiona ver qué profundas analogías de carácter religioso y moral sabe sacar del corazón humano. De él brotan, cuando está abierto a las cosas de Dios, los santos pensamientos, la prudencia, la virtud. El corazón dicta al hombre la rectitud, la sencillez, la humildad, y alcanza la cumbre de la perfección, cuando es fiel a Dios (III Reg. 15, 14). Por esto la Sagrada Escritura nos invita constantemente a purificarle, si queremos ser agradables a ese Dios que nos manda amar "con todo nuestro corazón", ex toto corde (Math. 22, 37), y al cual únicamente pueden ver los que tienen el corazón puro: Beati mundo corde, quoniam ipsi Deum videbunt (Math. 5, 8). Dios ha creado el corazón humano; le ve, le conoce, le sondea y escudriña hasta en sus más secretos pliegues; le prueba por el sufrimiento, le sostiene y fortalece con su gracia; según la audaz expresión del Libro de Proverbios (21, 1, 2) le tiene en sus manos. Cuando el Hijo de Dios vino a habitar entre los hombres les propuso su corazón como ejemplo: Aprended de Mí —les dijo— que soy manso y humilde de corazón (Math. 11, 29).

Señores: ¡Qué grande y fecunda es vuestra misión si la consideráis bajo esta luz! ¡Qué animosos debéis sentiros al pensar que cerca de vosotros, guiando vuestra mano, se encuentra la del mismo Dios, que os hace sus preciosos colaboradores en la prolongación de la vida humana!

Un ojo superficial sólo podría ver en vuestro trabajo un conjunto de factores puramente técnicos, una simple confrontación de datos anatómicos. El ojo del creyente, por el contrario, sabe descubrir todo su valor moral y religioso.

Efectivamente, la fe permite medir exactamente la ciencia humana, sus grandezas y límites. Al mismo tiempo demuestra cuán hermosos son los esfuerzos del investigador por la conquista de la verdad y la humilde actitud, que debe ser la suya, frente a la inmensidad de Dios. Vuestro elocuente intérprete lo decía hace un momento en términos tan conmovedores. "El científico —decía— sabe que sus conquistas, por grandes que sean, no son más que briznas de verdad, minúsculos fragmentos en un mosaico de infinita grandeza".  Este es el lenguaje humilde y verdadero del sabio. Así pensaba también, como sabemos, un eminente cardiólogo, que hubiera sido uno de los vuestros hoy, si la muerte no le hubiese arrebatado hace muy poco; el profesor Charles Laubry, a quien recomiendan sus altas cualidades morales no menos que su competencia profesional y cuya figura nos sentimos dichosos de evocar de pasada.

Si la fe coloca al sabio en su verdadero lugar delante de Dios, también le descubre la imagen de Dios en sus hermanos y transforma por esta nueva perspectiva todas sus relaciones con ellos. ¡Qué decir si se trata de hermanos pacientes y de una profesión que, como la vuestra, está consagrada enteramente a ellos! El médico es el buen samaritano del Evangelio, solícito sobre todo de vendar las heridas, de aliviar el dolor, de consolar y tranquilizar. Y ¿cómo olvidar que en el hombre, a quien prodigáis vuestros cuidados, servís a Cristo?, a Cristo que os dirá un día —el Evangelio os lo garantiza— la palabra de inefable consuelo: "Estuve enfermo y me visitasteis".

Continuad, señores, vuestra hermosa y generosa misión al servicio de la humanidad doliente, Que sepáis unir al rigor profesional, puesto al servicio del progreso de la ciencia, la estima y el creciente amor a los hombres que se benefician de ella y que esperan de vosotros, con tanta ansiedad a veces, el alivio de sus males.

En cuanto a Nos, estad seguros de que seguimos con particularísimo interés vuestras personas y trabajos y que hemos sentido una gratísima alegría al acogeros hoy en nuestra casa donde siempre seréis bienvenidos. En prenda de las gracias que invocamos sobre la feliz continuación de vuestra hermosa tarea, impartimos a todos vosotros de todo corazón, así corno a vuestras familias, a vuestros colaboradores, alumnos y enfermos, una paternalísima Bendición Apostólica.


* AAS 52 (1960) 824-827; Discorsi, messaggi, colloqui, vol. II, págs. 483-486.



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