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DISCURSO DE SU SANTIDAD JUAN XXIII
A LOS NUEVOS CARDENALES
DURANTE LA IMPOSICIÓN DE LAS BIRRETAS
*

Sala del Consistorio
Miércoles 18 de enero de 1961

 

Señor Cardenal:

Le agradecemos las nobles y respetuosas palabras que usted, también en nombre de sus colegas, poco ha llamados a formar parte del Sacro Colegio, ha querido dirigirnos en la lengua de Roma, subrayando acertadamente la significación del acontecimiento de hoy y haciéndose eco de nuestras palabras en el Consistorio Secreto, ha hecho vibrar los sentimientos que llevamos en el corazón en esta circunstancia solemne, y ha puesto muy bien de relieve con qué devoción y amor quiere en adelante gastar sus vidas, ya tan generosas y distinguidas, en el servicio de la Iglesia. Le damos las gracias de corazón.

Lo que hemos dicho, abriendo nuestro corazón con palabras trémulas al mismo tiempo que esperanzadoras, podría dispensarnos de cualquier otro discurso. Pero esta ceremonia íntima y familiar, que es el preludio a la entrega de las insignias cardenalicias en San Pedro, así como su amable discurso, Señor Cardenal, nos depara la oportunidad de dirigir unas palabras, que de modo especial pueden ser gratas al corazón de todos los presentes y suscitar múltiples emociones y recuerdos que la gracia del Señor aviva y eleva.

En sí mismo éste es un rito sencillo y discreto. De su significado de honor hablamos ya el 18 de diciembre de 1958 en semejante circunstancia (Juan XXIII, Discurso, Mensajes y Coloquios, 1, págs. 87-91).

Sin repetir cuanto dijimos entonces, conviene subrayar, sin embargo, la importancia del gesto que encierra en sí profundas analogías de enseñanza luminosa. El Papa confiere personalmente la birreta, porque esto quiere significar, en Roma, la íntima colaboración de los más altos prelados en su ministerio apostólico y en el gobierno general de la Iglesia, y en las diferentes partes del mundo como un reflejo de la luz del Papa entre todos los pueblos llamados a la comunidad de la fe católica. El rojo cardenalicio nos habla precisamente de la relación de cada uno con esta Ciudad santa de los Príncipes de los Apóstoles que con su sangre señalaron el glorioso camino.

El acto, poco relumbrante tal vez, de la entrega resalta con acierto la nota característica de la unidad católica. En efecto, la compenetración del Episcopado con el Sucesor de Pedro es una realidad que brilla, consuela y refuerza la misión característica del Obispo en estrecha comunión con la Sede Apostólica. Y la distribución de los títulos de "presbítero romano"; "Cardenal presbítero", que ahora se hace en Oriente y Occidente, en el nuevo y novísimo mundo, así como en los antiguos continentes, confiere también de modo sensible un colorido más claro a todas las cuatro notas de la Iglesia, una, santa, católica y apostólica.

Este colorido purpúreo —repetimos—, también en la visión radiante del Concilio Ecuménico, es todo lo que puede proponerse de más eficaz y ejemplar a la admirada consideración del clero y del pueblo cristiano. La visión de la Iglesia docente, que brota de él, arrebata los ojos y el corazón: con el Papa en la cumbre, con la variedad de sus ritos y sus voces, con su dinamismo apostólico, manifiesta su unidad y concordia en la profesión de la fe, en la fuerza del apostolado, en el fervor de la conquista misionera.

Considerad, pues, queridos hijos, qué valor tiene, para quien lo sabe descubrir, el rito de la entrega de la "birreta" y qué fuerza de doctrina y de estímulo irradia con una lección de unidad que desde esta Roma de los Apóstoles y Mártires abarca el mundo entero.

Bastan los tres Cardenales de las Américas para ampliar al máximo el alcance de esta creación junto con el Cardenal Ferretto, que lleva en su corazón el palpitar de la Congregación Consistorial, cuya competencia, por su amplitud, pregona cada una de las secciones de dicho Dicasterio, que en los últimos cuarenta años ha adquirido proporciones y responsabilidades cada vez más graves.

Hombres de inteligencia clara y de buena voluntad se entregan a una labor tan valiosa y noble por el advenimiento y celebración de la fraternidad universal de las gentes. Dios no dejará de premiar, sin duda, también los esfuerzos humanos, que realizan en ese sentido almas rectas, sobre las que desciende la gracia celestial.

El acontecimiento de hoy quiere contribuir positivamente a esta consoladora realidad y usted, Señor Cardenal Ritter, no ha dejado de resaltarlo. La birreta cardenalicia de presbítero romano, conferida a los Obispos de ambas Américas, así como a los de Australia, Asia y África, es un homenaje —queremos repetirlo de nuevo— a la comunidad de los pueblos, que, sin distinción de edad ni de color, se sientan uno junto a otro, siguiendo el orden de precedencia del Sacro Colegio.

Ante tal manifestación de alegría espiritual permítasenos confiaros una observación, que punza nuestro corazón continuamente.

Es el apremio, que nos hace precisamente la Sagrada Congregación Consistorial en favor de la asistencia religiosa y moral a los emigrantes esparcidos por todo el mundo y para favorecer su pacífica y útil integración en las nuevas convivencias para común provecho. A pesar de todos los esfuerzos no se consigue satisfacer las múltiples exigencias que imponen condiciones de vida nuevas y difíciles por el cambio de ambiente y diferentes costumbres y mentalidad.

¡Venerables hermanos! Vosotros nos comprendéis bien porque conocéis por experiencia las dificultades del problema. Por eso, a vosotros os confiamos estas solicitudes nuestras, seguros de que hallan en el Episcopado de cada una de las naciones una respuesta siempre generosa, inspirada por una profunda sensibilidad apostólica.

A este motivo de ansiedad se añade, además, el lamento de los Obispos, especialmente de Hispanoamérica, por el problema de las vocaciones, todavía insuficientes para las necesidades de territorios tan vastos, y por el problema no menos grave de la evangelización de algunos grupos étnicos tan queridos de nuestro corazón, por conservar preciosísimas energías nativas y recursos de sensibilidad e inteligencia, las cuales, unidas a la práctica convencida de la fe, pueden dar inestimables frutos a la Iglesia de Dios.

Pero por encima de toda preocupación, aun apremiante, confiamos. Tanta generosidad y bondad de alma, tanta sinceridad de fe, auténtica religiosidad, que hallamos en las Repúblicas americanas, no quedarán —siempre bien entendidas y formadas— sin la respuesta del Cielo.

Señores Cardenales: En estos días pensábamos sonrientes en los tres Consistorios precedentes y en el significado que nos complacemos en dar al grupo numérico, que corresponde a cada una de las creaciones cardenalicias.

Ante todo, el número veintitrés nos ha evocado a nuestro querido sucesor Juan XXII y a los demás homónimos, tomados como protectores y ejemplares de nuestro cargo apostólico. El número ocho quiere también representar. especialmente al orden eclesiástico así como a los fieles cristianos, la visión de Jesús, el cual —aperiens os suum (Math., 5, 2)— proclamó en el monte las bienaventuranzas evangélicas. Y el número siete ha vuelto a proponer a la común consideración el compendio de las principales virtudes infusas —las tres teologales y las cuatro cardinales—, en puya cúspide resurge el esplendor de la santidad.

Vosotros, queridos hijos, los cuatro elegidos de esta creación, dirigid vuestros pensamientos al carro de fuego de Elías y a la rueda cuadriforme de Ezequiel, que reaparece muchas veces aquí y allá en el libro de los profetas hasta el Apocalipsis (IV Reg., 2, 11 y sig.; Ez., 1, 15 y sig.; Ez., 10, 2; Eccl., 48, 9; Dan., 7, 9; Apoc., 4, 1-8).

¡Qué animada descripción la de Ezequiel! Es como una síntesis de la historia de la Iglesia: "...Apparuit rota una super terram iuxta animalia, habens quattuor facies. Et adspectus rotarum et opus earum quasi visio maris... Statura quoque erat rotis et altitudo et horribilis adspectus et totum corpus oculis plenum in circuit ipsarum quattuor... Quocumque ibat spiritus, illuc, eunte spiritu, et rotae pariter elevabantur sequentes eum; spiritus enim vitae erat in rotis".

(Divisé una rueda junto a los seres vivos, que tenía cuatro caras. El aspecto de las ruedas y su factura eran semejantes al mar... Sus llantas tenían gran altura e infundían temor, pues estaban llenas de ojos alrededor en las cuatro... Hacia donde los impulsaba el espíritu a marchar, marchaban, y las ruedas se alzaban a la vez que ellos, pues el espíritu de los seres animados alentaba también en las ruedas) (Ez., 1, 15-16; 18, 20).

Es una visión imponente, este carro profético, quasi visio maris: fuego, viento, ojos centelleantes, agitado torbellino de ruedas, girando en diferentes direcciones, enormes y no obstante dóciles en seguir el camino. Todo esto aplicado, en su simbolismo, a la misión de los Señores Cardenales antiguos y nuevos, los induce a dirigir su entendimiento y voluntad a procurar la gloria de Dios, a instaurar el reino de los cielos también sobre la tierra santificada, tanto en lo íntimo de las conciencias como en la adoración pública de los pueblos. Esta labor santa y bendita quiere difundir la caridad por medio del ejemplo, que arrastra, y la práctica de las obras de misericordia, y superar el egoísmo personal y olvidar los propios intereses buscando los supremos intereses de Dios y de las almas.

En esta visión, qué relieve está llamada a tomar la obra que cada uno de ustedes, Señores Cardenales, está llamado a desarrollar en el presente y en el futuro en la Iglesia Santa, especialmente en el despliegue de actividades, de buena voluntad, incluso de algunas molestias, que el Concilio Ecuménico acarreará con más intensidad!

¡Ruedas que avanzan, que se mueven en derredor del Trono del Altísimo, que sólo tienden a su gloría, a llevar adelante su carro de fuego que, al tocar la tierra, la transforma en el ardor de la caridad!

Os invitamos paternalmente a contemplar esta labor valiosísima, venerables hermanos y queridos hijos, alegrándonos con vosotros ante estos resplandores del cielo, que iluminan nuestra vida aquí abajo. Y deseamos invocar sobre vuestra actividad, presente y futura, los dones fecundos y vivificantes del Espíritu del Señor.

Como prenda de las celestes predilecciones séaos propiciadora la copiosísima Bendición Apostólica, que de corazón trazamos sobre vosotras, sobre las almas de sacerdotes y fieles a vosotros confiados, y sobre todos los que con vosotros se alegran aquí en esta Sala pontificia, y lejos, en vuestras queridas naciones, por la alta distinción que hoy se os ha conferido.

Su Santidad procedió luego a imponer el galero rojo a los nuevos cardenales, y continuación invitó a la distinguida asamblea a dar gracias al Señor por tan señalado beneficio con las siguientes palabras:

¡Venerables Hermanos y queridos hijos!

Antes de impartir la bendición solemne, permitir os dirijamos unas breves palabras.

En esta sala magnífica e incomparable del mayor templo de la cristiandad y al final de una ceremonia tan grande como ésta de imponer el galero rojo a cuatro nuevos Cardenales, que representan, por su pertenencia a las más lejanas regiones del mundo, la solicitud universal de la Madre Iglesia, sentimos y nos alegramos con el palpitar de las palabras de Cristo: Euntes ergo docete omnes gentes (Math., 28, 19).

Pues bien, que comprendáis la íntima alegría de nuestro espíritu al declararos que hoy mismo, 19 de enero, se cumple el cuadragésimo año del humilde comienzo de nuestro servicio a la Santa Sede en la Sagrada Congregación de Propaganda Fide, en favor de la Obra de Propagación de la Fe. Aquel comienzo fue un acto de sacrificio de nuestro corazón al separarnos de nuestra diócesis natal, que amábamos tanto como ahora. El Señor aceptó nuestra obediencia a la voz del Padre Santo Benedicto XV y nos acompañó por caminos inesperados a la luz del precepto apostólico: Euntes in mundum universum, praedicate Evangelium omni creaturae (Marc., 16, 15).

El Señor enriquece con gracias especiales toda contribución destinada a este apostolado. Nuestra insignificancia, a través de varias formas de actividad y de cooperación con su Iglesia y el ministerio de las almas, Él la encumbró hasta esta Cátedra Apostólica. Cuarenta años al servicio del gran precepto evangélico, mezclados con inefables consuelos, implican grandes responsabilidades. Esta mañana, al ofrecer el pan y el cáliz, hemos reflexionado muy bien en los innumerabilibus peccatis offensionibus et negligentiis meis.

¡Venerables Hermanos y queridos hijos! Que os mantengáis unidos a Nos en esta oblación de buena untad y de humilde sentimiento, para que la luz del ocaso no traiga a nadie aflicción por la figura huius mundi, que tiende a desaparecer de los ojos, o que sea, más bien, claridad de aurora renaciente del corazón y estímulo para todos a seguir por el buen camino;

Todo pertenece a Cristo Jesús, Rey glorioso e inmortal de los siglos y de los pueblos.

 


* Discorsi, messaggi, colloqui, vol. III, págs. 133-138.

 



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