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DISCURSO DEL PAPA JUAN XXIII
A LOS PEREGRINOS DE LAS DIÓCESIS VÉNETAS
QUE PARTICIPARON EN EL RITO DE CANONIZACIÓN
DE MARÍA BERTILA BOSCARDIN
*

Jueves 11 de mayo de 1961

 

¡Venerables hermanos y queridos hijos!

Grande es nuestra alegría. Esta mañana —fiesta de la Ascensión de Nuestro Señor— nos ha sido dado cumplir por cuarta vez el rito de la Canonización y de inscribir en el catálogo de los Santos a María Bertila Boscardin.

Y ahora, como feliz confirmación de la jornada memorable, una porción escogida de la Iglesia de Dios está ante nuestros ojos: obispos venerables con los cuales fue tan edificante para Nos compartir durante seis años las dulzuras y trabajos del ministerio pastoral; sacerdotes, religiosos y religiosas distinguidísimos por su viva fe y la irradiación de su caridad, y el pueblo fiel, generoso y bien dispuesto para toda buena obra.

¡Venerables hermanos en el Episcopado! Este encuentro es, pues, ante todo con vosotros y nos conmueve hondamente.

No nos hallamos en verdad en el monte de los Olivos contemplando a Jesús que se separa de los suyos, pero estamos todavía cambiando unas palabras para continuar luego cada uno su camino y actividad señalados por la Providencia.

Las reuniones de Villa Fietta, en las laderas de Grappa, primero y de Villa Immacolata después, en las Colinas Euganeas, durante los ejercicios espirituales anuales reservados a los obispos y los tres días intensos de estudio en común de los problemas de orden pastoral, dentro de la mutua comunicación de experiencias que fue estímulo recíproco, siguen alegrando —lo repetimos con gusto— los recuerdos de seis años de nuestra permanencia laboriosa y serena entre los venecianos.

Aquellas reuniones activas de prelados de todos los puntos de la provincia eclesiástica y aquel afán personal de cada uno por mantener vivo en el clero y el pueblo el fuego de las gloriosas tradiciones, por corresponder incluso a los simples deseos de la Sede Apostólica: aquel estímulo en desarrollar el laicado católico dispuesto para la lucha, así como para la común y victoriosa disciplina, todo esto es motivo de gran consuelo para Nos.

Esta rápida alusión, venerables hermanos, al recuerdo que llevamos en los ojos y en el corazón y que vuestra presencia tan querida nos evoca, creemos es causa de consuelo para vuestras almas de obispos.

Señor cardenal, en vuestro nombre y en el de los venerables hermanos, nos habéis ofrecido el don tan grato de la Cruz.

¡Oh Cruz bendita de Jesús, que alarga sus brazos para salvación, protección y amonestación saludable al clero y pueblo fiel!

Esta cruz vuestra se yergue sobre los escudos de quince ciudades episcopales como para proclamar que la civilización y tradición de los venecianos son cristianas en sus orígenes, esencia y propósitos para el futuro. La adornan las imágenes de la Theotocos, Madre de Dios y Madre nuestra, de San Marcos Evangelista, de San Lorenzo Justiniano, primer Patriarca de Venecia; de San Pío X, y de todos los patronos de la región, y engalanan los ángeles del Señor en acto de adoración y de amor.

El pensamiento que habéis tenido encierra una significación que comprendemos y hacemos nuestra. Ciertamente, esta cruz es una joya artística, pero su valor es incalculable, y la tendremos siempre junto a Nos en las horas del trabajo diario que nos pone en contacto con todo el mundo. Así nos parecerá oír de nuevo las voces del lema vatídico y felicísimo que se extiende de los Alpes al Adriático en la llanura encantadora de la gloriosa tierra de San Marcos: ¡Pax et Evangelium! Este es el Véneto, esto quieren los venecianos.

¡Queridos hijos del clero y del laicado! Ahora nos dirigimos a vosotros con unas palabras en las que queremos descubrir el sentido profundo y el triple carácter de vuestra peregrinación romana ad limina Apostolorum.

I. Tradición apostólica, que comprende y presupone las otras notas de la Iglesia: una, santa, católica y, más cabalmente, romana en su derivación histórica, que ha sido objeto de ininterrumpidos contrastes Y luchas.

II. Vivo sentido de acción pastoral, compartido por todos de modo que ningún sacerdote ni seglar en perfecta armonía católica permanezca ajeno e indiferente a los afanes de su obispo.

III. Amplitud de los horizontes de la caridad hasta alcanzar las dimensiones misioneras de la Santa Iglesia.

I. Los anales de algunas de vuestras diócesis, Padua, por ejemplo, se remontan hasta los orígenes apostólicos como acreditando la esperanza de este hecho maravilloso de haber recibido de los labios de los primeros discípulos de los apóstoles el Evangelio de Jesús. Los vínculos cristianos con Roma, por tanto, serían tan antiguos como las vías consulares que en el plan de la Providencia favorecieron la difusión de la divina doctrina. Sobre estos recuerdos extiende sus alas protectoras el Evangelista San Marcos, quien desde su sepulcro, en la áurea basílica, "quasi leo fortissimus nullum pavens occursum, idola subvertit et gloriam Domini gentibus anuntiavit" (Ant. ad I vesp. in festo S.Marci Ev.).

Esta es la fe de los venecianos, esculpida en los corazones, en las familias, tanto en las instituciones como en las piedras de los antiguos monumentos que son manifestación sublime e imponente de esta fe; fe en Dios, en Jesucristo, en su Iglesia que se transmite como el más sagrado e inviolable depósito desde la remota antigüedad cristiana.

No se yergue la cabeza con orgullo ante la visión de este patrimonio que los mayores transmitieron, pero el corazón salta de gozo celestial.

Es muy natural que los venecianos de hoy sean sensibles a la voz y sabiduría de sus obispos, sucesores de nobles falanges de prelados distinguidísimos por su piedad, celo ardiente y santidad de vida; y honren a sus sacerdotes, que llevan en la frente la señal del sacerdocio santo, y con ellos colaboren en el advenimiento del reino de Cristo.

¡Queridos hijos! Seguid sintiéndoos y siendo miembros vivos de esta Iglesia Madre, de modo que también por medio del testimonio de cada uno de vosotros aparezca en nuestro tiempo como es en realidad y como la quiso su Fundador, Jesús bendito: una, santa, católica.

Esto nos dice vuestra presencia apretada y tan viva. No es explosión de sentimiento, sino la incontenible alegría del espíritu, todo de Dios, encaminado al estudio y amor de las cosas divinas, que da impulso a todo acto de la vida individual y social.

Todavía conservamos el amable recuerdo de manifestaciones eucarísticas y marianas o de congresos y jornadas de estudio en las que participamos en todas las diócesis vénetas, sin exceptuar ninguna. Por eso sabemos por experiencia que la fe de los obispos está enraizada en el fundamento de los Apóstoles y es la base de la vida y de toda manifestación individual, familiar y social, y se refuerza con una práctica cotidiana de fidelidad y constancia.

¡Animo, queridos hijos! Hoy sentís más viva la convicción de pertenecer a esta Iglesia. Vuestra presencia en Roma, aquí en la Basílica Vaticana, donde se levanta el sepulcro glorioso del primer Papa, os da a entender en parte el misterio del Señor que guió los pasos de Pedro desde Palestina a las orillas del Tíber, y además os enseña que, a pesar de las persecuciones que en todos los siglos tuvieron sus mártires, la roca de Pedro permanece para siempre "et portae inferi non praevalebunt adversus eam" (Math. 16, 18).

Permaneciendo unidos a esta roca se ignora el abatimiento y el error y se participa de su misma solidez, que viene de lo alto. "Por tanto, ya no sois extranjeros y huéspedes, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios, edificados sobre el fundamento de los Apóstoles y de los Profetas, siendo piedra angular el mismo Cristo Jesús, en quien bien trabada se alza toda la edificación para templo santo en el Señor, en quien vosotros también sois edificados para morada de Dios en el Espíritu" (Eph. 2, 19-22).

II. Queremos ahora subrayar con nuestras palabras otro punto que, como es tradición entre vuestras recias gentes, así es afán y programa para el futuro, es a saber: la acción pastoral.

Todo es hermoso en la vida de la Iglesia: los actos de piedad individual, de culto colectivo, de apostolado. Y todo es meritorio cuando se siguen los caminos de la obediencia.

Pero hay una institución que merece gran respeto y máximo honor: la parroquia. Bien organizada y penetrada de espíritu sobrenatural, es irresistible siempre su encanto en cada alma y cada familia. Jamás repetiremos bastante a nuestros queridos sacerdotes, primeramente a los párrocos, que sigan teniendo fe en la antigua tradición de la vida parroquial; a saber: culto divino, frecuencia de sacramentos, familiarizarse con el rituale romanum, que es una mina de riqueza pastoral, el status animarum al día y con sinceridad ante quien sea, y luego la enseñanza del catecismo, vida y canto litúrgico y campanas que tocan a rebato, que marcan todas las horas de la existencia humana en la alegría y en el dolor; por último, armonía ejemplar de las beneméritas organizaciones de Acción Católica, en cuyo derredor, como apoyo y complemento, pueden florecer también otras, en conformidad con especiales y sentidas exigencias de piedad, caridad y asistencia.

Mas no hay que despilfarrar las energías ni buscar nuevos senderos cuando ya está indicado el camino que seguir.

Queremos dirigirnos a vosotros, jóvenes esperanzas del santuario, seminaristas que crecéis y os multiplicáis para delicia del clero anciano, como luz de esperanza para vuestras buenas gentes, y a vosotros, jóvenes vigías del laicado fervoroso. Seguid alegrando a vuestros obispos. Nihil sine episcopo. Pensamiento, palabras, acciones con el obispo. Tened también vuestras predilecciones en la orientación del apostolado, pero diríjanse a honrar lo que hace más sólida y compacta la comunidad diocesana, y sabed renunciar, cuando sea necesario, al brillo de una bella inspiración personal para que la unidad y armonía no se menoscaben.

III. Un último pensamiento, venerables hermanos y queridos hijos, que es una invitación a dilatar la caridad hasta alcanzar los amplísimos horizontes misioneros de la Iglesia. Lo que se lleva a cabo con tanta amplitud en el terreno económico y político, es decir, la integración y cooperación, debe ser la nota distintiva del catolicismo de nuestro tiempo. No se puede uno encerrar en la visión estrecha de los propios intereses, aun sacrosantos, cuando se sabe que en todo el mundo los hermanos en la fe tienen nuestros mismos problemas y tal vez no tienen aquellos medios y posibilidades que el Señor ha otorgado a nuestras regiones. Es necesario, pues, descubrir horizontes, extender los impulsos de la generosidad incluso a costa de privaciones y sacrificios dolorosos, conforme al ímpetu de aquella caridad de Cristo que nos apremia: caritas Christi urget nos (2 Cor., 5, 14.).

No faltan, gracias a Dios, las señales de prometedor despertar de esta sensibilidad. Y permítasenos recodar ante vosotros un rasgo que nos alegra y conmueve: la buena semilla que pronto se arrojará en Verona, en la confluencia de las tres regiones, de un cenáculo para la formación de sacerdotes que ofrecer a las inmensas y prometedores naciones de Hispanoamérica; es la señal de la más exquisita caridad, que quiere encenderse en el Véneto y ser un acicate para todos.

¡Ved cómo amarillean las mieses en todo el mundo! Cultivad, pues, pensamientos y propósitos de generosidad de tal modo que en unión con la Iglesia universal sintáis como vuestro todo lo que la concierne en el plano mundial y es para ella motivo de alegría y de preocupación. La cooperación misionera, la aplicación de las nuevas técnicas y métodos para la penetración del pensamiento cristiano, la difusión de la prensa y de los instrumentos audiovisuales al servicio de la buena causa, esto es un desarrollo esperanzador; y, al contrario, la escasez de energías disponibles para responder a las aspiraciones cada vez más impacientes e inmensas de gran parte de la humanidad, los fracasos y obstáculos hallados, todo debe sentirse como problema propio, como los hijos sienten y viven las esperanzas y angustias de su madre y con ella se alegran y sufren.

¡Venerables hermanos y queridos hijos! En este encuentro vespertino, mientras en la plaza de San Pedro se encienden las alegres luces que prolongan la alegría de este día, señalado por la glorificación de Santa María Bertila, humilde hija de la tierra véneta, vuestros corazones palpitan y vuestros ojos brillan con conmovida alegría, y la tranquila solemnidad de la hora hace gustar intensamente la suave fusión de los corazones en el común vínculo de la fe y de la caridad : "Ecce quam bonum et quam iucundum habitare fratres in unum!" (Ps., 132,1).

En este momento, mientras los ojos, más que las palabras, hablan y nuestro corazón está cerca de cada uno de vosotros, nos complacemos en manifestaros todo el afecto del alma y las dulces perspectivas que esperamos de vosotros. Queridos hijos, tenemos confianza en vosotros, en la firmeza de vuestros propósitos, en la generosidad con que responderéis a las invitaciones de la Iglesia.

La circunstancia de hoy, que ha sido testigo de la inserción en el cortejo triunfante de Jesús en su ascensión al cielo de un nuevo luminoso modelo de santidad y de heroísmo, ha infundido en todos un renovado propósito de fidelidad a Cristo Señor y a su palabra, que eleva las almas a la visión de los campos infinitos del apostolado, a los amplios horizontes de la conquista para el reino de Dios. Al volver a vuestros hogares, sabed mantener con ardor este propósito en cada una de las aplicaciones de vuestra vida de creyentes: familia, profesión, trabajo. Os seguimos con mucha benevolencia, y con nuestra insistente oración os recomendamos al Señor.

En prenda de esta confianza nuestra, descienda sobre vosotros, venerables hermanos y queridos hijos, y con singular efusión sobre la Congregación de las Hermanas Maestras de Santa Dorotea, que nos ha dado a María Bertila; descienda sobre vuestros seres queridos ausentes, de modo especial sobre los niños inocentes, los enfermos, los más necesitados, la reconfortante bendición apostólica que guarde vuestros corazones en la alegría y la paz. ¡Así sea!

 


*  Discorsi, messaggi, colloqui, vol. III, págs. 277-283.

 

 



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