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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN XXIII
AL
CONSEJO SUPREMO DE EMIGRACIÓN*

Sala del Trono
Viernes 20 de octubre de 1961

 

Señor cardenal,
venerables hermanos y queridos hijos:

Con gran satisfacción acogemos a los representantes de la jerarquía católica de África, de las dos Américas, de Asia, de Australia y de Europa, llegados a Roma para estudiar y perfeccionar, bajo la dirección y el impulso de la Sagrada Congregación Consistorial, los métodos más apropiados para una acción pastoral con los emigrados y refugiados.

Entre estas personas, en número demasiado elevado, nos son particularmente queridos, aquellos que son miembros que sufren del Cuerpo Místico de Jesucristo, forzados por las circunstancias a encontrar mejores condiciones de existencia para ellos mismos y sus familias fuera de su tierra natal, y algunos obligados a huir de su patria para salvaguardar el patrimonio sagrado de su fe ancestral.

El nomadismo de los pueblos es un fenómeno cada día más extenso, que presenta sobre todo aspectos positivos tanto para las personas como para las familias. Estos pueden encontrar, en su nuevo marco de vida, una mejor situación y posibilidades más grandes de desarrollo humano y familiar, proporcionando muchas veces una cierta aportación a los países que les acogen generosamente. Pero sucede que el emigrante, desarraigado de su suelo y trasplantado a tierra extraña, se encuentra además lanzado en una atmósfera de grandes ciudades industriales, y pasa de un ambiente católico a un medio impregnado de otras concepciones religiosas, cuando no es totalmente indiferente. Este cambio es propicio a arrastrar al emigrante, a pesar de la generalmente buena acogida, al naufragio de su dignidad humana y cristiana. La presión de las nuevas estructuras económicas y del cambio de vida, que es su consecuencia, puede también llegar muchas veces a atenuar los lazos sagrados de la familia y de la patria lejana.

Tales inquietudes nos las manifestábamos ya en nuestra primera encíclica Ad Petri Cathedram: "Resulta muchas veces de estas condiciones de vida —decíamos entonces— que muchos se encuentran en situación peligrosa para su fe y se alejan poco a poco de los principios religiosos y de las tradiciones de sus mayores. A esto se añade muchas veces que los esposos están separados, los hijos alejados de los padres, los lazos familiares distendidos en detrimento de la unión del hogar" (AAS, 51, pág. 527).

Durante este período tan peligroso de adaptación, la Iglesia, Madre vigilante, cuida de la seguridad de sus hijos por medio de los misioneros —como se les llama—, a los cuales el conocimiento de la lengua, de la mentalidad y de las necesidades de sus compatriotas les permite acogerlos paternalmente, sostener y guiar notablemente los primeros pasos vacilantes de los recién llegados e injertarlos, poco a poco, gracias a un conjunto de obras de asistencia, de instrucción, de beneficencia y de sitios de esparcimiento, en las comunidades religiosas y civiles del país que les recibe.

Pero el primer anillo de esta cadena se encuentra, como es natural, en los contactos entre el clero local y el misionero —tenga éste o no cura de almas— bajo la vigilante y paternal dirección de los ordinarios. No sería necesario, a decir verdad, la existencia de estructuras materiales particulares; bastaría que cada ordinario concediera al misionero poder de ejercitar "plene et licite" su ministerio cerca de sus compatriotas en la iglesia que le está confiada y que él fijara los límites de su misión. Este sacerdote estará de esta manera a la cabeza de una especie de "parroquia volante", bien adaptada a las condiciones de estos hombres en movimiento, también si ésta tiene como punto de apoyo una parroquia territorial. Es ésta una experiencia pastoral que el futuro dirá si conviene continuarla, perfeccionarla o tratar de extenderla.

Los que están encargados de los emigrantes y de los refugiados no olvidarán que la familia es para el emigrante un refugio intangible, donde recupera sus fuerzas, se encuentra a sí mismo y crece en energías para un nuevo esfuerzo. Ella es también, según el sentido común, la mejor manera de insertarse en la comunidad humana; también nos deseamos vivamente que las instituciones religiosas y cívicas sepan favorecer el reagrupamiento de las células familiares, aún a precio de duros sacrificios, y el ofrecerles viviendas dignas lo mismo que los medios de proveer a la educación de sus hijos, abriendo guarderías y escuelas católicas. Añadiremos que, dada la creciente complejidad del problema de la emigración, es en gran manera aconsejable el asegurar una fructuosa cooperación de todos los organismos que se ocupan de los emigrantes, ya se trate de movimientos de apostolado o de obras de caridad.

No olvidamos el décimo aniversario, ya tan próximo, de la constitución apostólica Exsul familia; ésta será la ocasión favorable para establecer un primer balance de los felices resultados obtenidos por este documento pontificio, para poner a punto las iniciativas que se han revelado más eficaces, y para desarrollar todavía más, gracias a la experiencia adquirida, vuestras bienhechoras actividades cerca de los emigrantes y los refugiados.

En una época como la nuestra que presenta tantas situaciones dolorosas entre los diversos pueblos, y cuando el acceso a la independencia de las jóvenes naciones presenta tantos nuevos problemas, las obras de asistencia a los emigrantes y refugiados deben ofrecer a nuestros contemporáneos el testimonio del valor siempre actual del Evangelio y la actividad siempre presente y siempre caritativa de la Iglesia Mater et Magistra.

Estas son las nobles responsabilidades que pesan sobre vuestro Consejo Superior, al que Nos hemos sido gustosos de recibir hoy, y sobre el cual nos invocamos de todo corazón, la abundancia de las gracias divinas. En prenda de estos celestes auxilios y en testimonio de la paternal benevolencia con que nos seguimos todos vuestros trabajos, os impartimos gustosos, venerables hermanos y queridos hijos, lo mismo que a todos los que representáis cerca de Nos, una muy amplia bendición apostólica.

 


* AAS LIII (1961) 717-719;  Discorsi, messaggi, colloqui, vol. III, págs. 466-469.

 

 



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