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CARTA ENCÍCLICA

IMMORTALE DEI

DEL SUMO PONTÍFICE

LEÓN XIII

SOBRE LA CONSTITUCIÓN CRISTIANA DEL ESTADO

 

1. Obra inmortal de Dios misericordioso, la Iglesia, aunque por sí misma y en virtud de su propia naturaleza tiene como fin la salvación y la felicidad eterna de las almas, procura, sin embargo, tantos y tan señalados bienes, aun en la misma esfera de las cosas temporales, que ni en número ni en calidad podría procurarlos mayores si el primero y principal objeto de su institución fuera asegurar la felicidad de la vida presente. Dondequiera que la Iglesia ha penetrado, ha hecho cambiar al punto el estado de las cosas. Ha informado las costumbres con virtudes desconocidas hasta entonces y ha implantado en la sociedad civil una nueva civilización. Los pueblos que recibieron esta civilización superaron a los demás por su equilibrio, por su equidad y por las glorias de su historia. No obstante, una muy antigua y repetida acusación calumniosa afirma que la Iglesia es enemiga del Estado y que es nula su capacidad para promover el bienestar y la gloria que lícita y naturalmente apetece toda sociedad bien constituida. Desde el principio de la Iglesia los cristianos fueron perseguidos con calumnias muy parecidas. Blanco del odio y de la malevolencia, los cristianos eran considerados como enemigos del Imperio. En aquella época el vulgo solía atribuir al cristianismo la culpa de todas las calamidades que afligían a la república, no echando de ver que era Dios, vengador de los crímenes, quien castigaba justamente a los pecadores.

La atrocidad de esta calumnia armó y aguzó, no sin motivo, la pluma de San Agustín. En varias de sus obras, especialmente en La ciudad de Dios, demostró con tanta claridad la eficacia de la filosofía cristiana en sus relaciones con el Estado, que no sólo realizó una cabal apología de la cristiandad de su tiempo, sino que obtuvo también un triunfo definitivo sobre las acusaciones falsas. No descansó, sin embargo, la fiebre funesta de estas quejas y falsas recriminaciones. Son muchos los que se han empeñado en buscar la norma constitucional de la vida política al margen de las doctrinas aprobadas por la Iglesia católica. Últimamente, el llamado derecho nuevo, presentado como adquisición de los tiempos modernos y producto de una libertad progresiva, ha comenzado a prevalecer por todas partes. Pero, a pesar de los muchos intentos realizados, la realidad es que no se ha encontrado para constituir y gobernar el Estado un sistema superior al que brota espontáneamente de la doctrina del Evangelio.

Nos juzgamos, pues, de suma importancia y muy conforme a nuestro oficio apostólico comparar con la doctrina cristiana las modernas teorías sociales acerca del Estado. Nos confiamos que la verdad disipará con su resplandor todos los motivos de error y de duda. Todos podrán ver con facilidad las normas supremas que, como norma práctica de vida, deben seguir y obedecer.

I. EL DERECHO CONSTITUCIONAL CATÓLICO

Autoridad, Estado

2. No es difícil determinar el carácter y la forma que tendrá la sociedad política cuando la filosofía cristiana gobierne el Estado. El hombre está ordenado por la Naturaleza a vivir en comunidad política. El hombre no puede procurarse en la soledad todo aquello que la necesidad y la utilidad de la vida corporal exigen, como tampoco lo conducente a la perfección de su espíritu. Por esto la providencia de Dios ha dispuesto que el hombre nazca inclinado a la unión y asociación con sus semejantes, tanto doméstica como civil, la cual es la única que puede proporcionarle la perfecta suficiencia para la vida.

Ahora bien: ninguna sociedad puede conservarse sin un jefe supremo que mueva a todos y cada uno con un mismo impulso eficaz, encaminado al bien común. Por consiguiente, es necesaria en toda sociedad humana una autoridad que la dirija. Autoridad que, como la misma sociedad, surge y deriva de la Naturaleza, y, por tanto, del mismo Dios, que es su autor. De donde se sigue que el poder público, en sí mismo considerado, no proviene sino de Dios. Sólo Dios es el verdadero y supremo Señor de las cosas. Todo lo existente ha de someterse y obedecer necesariamente a Dios. Hasta tal punto, que todos los que tienen el derecho de mandar, de ningún otro reciben este derecho si no es de Dios, Príncipe supremo de todos. «No hay autoridad sino pos Dios»[1]. Por otra parte, el derecho de mandar no está necesariamente vinculado a una u otra forma de gobierno. La elección de una u otra forma política es posible y lícita, con tal que esta forma garantice eficazmente el bien común y la utilidad de todos. Pero en toda forma de gobierno los jefes del Estado deben poner totalmente la mirada en Dios, supremo gobernador del universo, y tomarlo como modelo y norma en el gobierno del Estado. Porque así como en el mundo visible Dios ha creado las causas segundas para que en ellas podamos ver reflejadas de alguna manera la naturaleza y la acción divinas y para que conduzcan al fin hacia el cual tiende todo el universo mundo, así también ha querido Dios que en la sociedad civil haya una autoridad suprema, cuyos titulares fuesen como una imagen del poder y de la providencia que Dios tiene sobre el género humano.

Por tanto, el poder debe ser justo, no despótico, sino paterno, porque el poder justísimo que Dios tiene sobre los hombres está unido a su bondad de Padre. Pero, además, el poder ha de ejercitarse en provecho de los ciudadanos, porque la única razón legitimadora del poder es precisamente asegurar el bienestar público. No se puede permitir en modo alguno que la autoridad civil sirva al interés de uno o de pocos, porque está constituida para el bien común de la totalidad social. Si las autoridades degeneran en un gobierno injusto, si incurren en abusos de poder o en el pecado de soberbia y si no miran por los intereses del pueblo, sepan que deberán dar estrecha cuenta a Dios. Y esta cuenta será tanto más rigurosa cuanto más sagrado haya sido el cargo o más alta la dignidad que hayan poseído. A los poderosos amenaza poderosa inquisición[2]. De esta manera, la majestad del poder se verá acompañada por la reverencia honrosa que de buen grado le prestarán los ciudadanos. Convencidos éstos de que los gobernantes tienen su autoridad recibida de Dios, se sentirán obligados en justicia a aceptar con docilidad los mandatos de los gobernantes y a prestarles obediencia y fidelidad, con un sentimiento parecido a la piedad que los hijos tienen con sus padres. «Todos habéis de estar sometidos a las autoridades superiores»[3]. Despreciar el poder legítimo, sea el que sea el titular del poder, es tan ilícito como resistir a la voluntad de Dios. Quienes resisten a la voluntad divina se despeñan voluntariamente en el abismo de su propia perdición. «Quien resiste a la autoridad resiste a la disposición de Dios, y los que la resisten se atraen sobre sí la condenación»[4]. Por tanto, quebrantar la obediencia y provocar revoluciones por medio de la fuerza de las masas constituye un crimen de lesa majestad, no solamente humana, sino también divina.

El culto público

3. Constituido sobre estos principios, es evidente que el Estado tiene el deber de cumplir por medio del culto público las numerosas e importantes obligaciones que lo unen con Dios. La razón natural, que manda a cada hombre dar culto a Dios piadosa y santamente, porque de El dependemos, y porque, habiendo salido de El, a El hemos de volver, impone la misma obligación a la sociedad civil. Los hombres no están menos sujetos al poder de Dios cuando viven unidos en sociedad que cuando viven aislados. La sociedad, por su parte, no está menos obligada que los particulares a dar gracias a Dios, a quien debe su existencia, su conservación y la innumerable abundancia de sus bienes. Por esta razón, así como no es lícito a nadie descuidar los propios deberes para con Dios, el mayor de los cuales es abrazar con el corazón y con las obras la religión, no la que cada uno prefiera, sino la que Dios manda y consta por argumentos ciertos e irrevocables como única y verdadera, de la misma manera los Estados no pueden obrar, sin incurrir en pecado, como si Dios no existiese, ni rechazar la religión como cosa extraña o inútil, ni pueden, por último, elegir indiferentemente una religión entre tantas. Todo lo contrario. El Estado tiene la estricta obligación de admitir el culto divino en la forma con que el mismo Dios ha querido que se le venere. Es, por tanto, obligación grave de las autoridades honrar el santo nombre de Dios. Entre sus principales obligaciones deben colocar la obligación de favorecer la religión, defenderla con eficacia, ponerla bajo el amparo de las leyes, no legislar nada que sea contrario a la incolumidad de aquélla. Obligación debida por los gobernantes también a sus ciudadanos. Porque todos los hombres hemos nacido y hemos sido criados para alcanzar un fin último y supremo, al que debemos referir todos nuestros propósitos, y que colocado en el cielo, más allá de la frágil brevedad de esta vida. Si, pues, de este sumo bien depende la felicidad perfecta y total de los hombres, la consecuencia es clara: la consecución de este bien importa tanto a cada uno de los ciudadanos que no hay ni puede haber otro asunto más importante. Por tanto, es necesario que el Estado, establecido para el bien de todos, al asegurar la prosperidad pública, proceda de tal forma que, lejos de crear obstáculos, dé todas las facilidades posibles a los ciudadanos para el logro de aquel bien sumo e inconmutable que naturalmente desean. La primera y principal de todas ellas consiste en procurar una inviolable y santa observancia de la religión, cuyos deberes unen al hombre con Dios.

4. Todo hombre de juicio sincero y prudente ve con facilidad cuál es la religión verdadera. Multitud de argumentos eficaces, como son el cumplimiento real de las profecías, el gran número de milagros, la rápida propagación de la fe, aun en medio de poderes enemigos y de dificultades insuperables, el testimonio de los mártires y otros muchos parecidos, demuestran que la única religión verdadera es aquella que Jesucristo en persona instituyó y confió a su Iglesia para conservarla y para propagarla por todo el tiempo.

5. El Hijo unigénito de Dios ha establecido en la tierra una sociedad que se llama la Iglesia. A ésta transmitió, para continuarla a través de toda la Historia, la excelsa misión divina, que El en persona había recibido de su Padre. «Como me envió mi Padre, así os envío yo»[5]. «Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo»[6]. Y así como Jesucristo vino a la tierra para que los hombres tengan vida, y la tengan abundantemente[7], de la misma manera el fin que se propone la Iglesia es la salvación eterna de las almas. Y así, por su propia naturaleza, la Iglesia se extiende a toda la universalidad del género humano, sin quedar circunscrita por límite alguno de tiempo o de lugar. Predicad el Evangelio a toda criatura[8].

Dios mismo ha dado a esta inmensa multitud de hombres prelados con poderes para gobernarla, y ha querido que uno de ellos fuese el Jefe supremo de todos y Maestro máximo e infalible de la verdad, al cual entregó las llaves del reino de los cielos. «Yo te daré las llaves del reino de los cielos»[9]. «Apacienta mis corderos..., apacienta mis ovejas»[10]. «Yo he rogado por ti, para que no desfallezca tu fe»[11]. Esta sociedad, aunque está compuesta por hombres, como la sociedad civil, sin embargo, por el fin a que tiende y por los medios de que se vale para alcanzar este fin, es sobrenatural y espiritual. Por tanto, es distinta y difiere de la sociedad política. Y, lo que es más importante, es una sociedad genérica y jurídicamente perfecta, porque tiene en sí misma y por sí misma, por voluntad benéfica y gratuita de su Fundador, todos los elementos necesarios para su existencia y acción. Y así como el fin al que tiende la Iglesia es el más noble de todos, así también su autoridad es más alta que toda otra autoridad ni puede en modo alguno ser inferior o quedar sujeta a la autoridad civil. Jesucristo ha dado a sus apóstoles una autoridad plena sobre las cosas sagradas, concediéndoles tanto el poder legislativo como el doble poder, derivado de éste, de juzgar y castigar. «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra; id, pues, enseñad a todas las gentes..., enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado»[12]. Y en otro texto: «Si los desoyere, comunícalo a la Iglesia»[13]. Y todavía: «Prontos a castigar toda desobediencia y a reduciros a perfecta obediencia»[14]. Y aún más: «Emplee yo con severidad la autoridad que el Señor me confirió para edificar, no para destruir»[15].

Por tanto, no es el Estado, sino la Iglesia, la que debe guiar a los hombres hacia la patria celestial. Dios ha dado a la Iglesia el encargo de juzgar y definir en las cosas tocantes a la religión, de enseñar a todos los pueblos, de ensanchar en lo posible las fronteras del cristianismo; en una palabra: de gobernar la cristiandad, según su propio criterio, con libertad y sin trabas. La Iglesia no ha cesado nunca de reivindicar para sí ni de ejercer públicamente esta autoridad completa en sí misma y jurídicamente perfecta, atacada desde hace mucho tiempo por una filosofía aduladora de los poderes políticos. Han sido los apóstoles los primeros en defenderla. A los príncipes de la sinagoga, que les prohibían predicar la doctrina evangélica, respondían los apóstoles con firmeza: «Es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres»[16]. Los Santos Padres se consagraron a defender esta misma autoridad, con razonamientos sólidos, cuando se les presentó ocasión para ello. Los Romanos Pontífices, por su parte, con invicta constancia de ánimo, no han cesado jamás de reivindicar esta autoridad frente a los agresores de ella. Más aún: los mismos príncipes y gobernantes de los Estados han reconocido, de hecho y de derecho, esta autoridad, al tratar con la Iglesia como con un legítimo poder soberano, ya por medios de convenios y concordatos, ya con el envío y aceptación de embajadores, ya con el mutuo intercambio de otros buenos oficios. Y hay que reconocer una singular providencia de Dios en el hecho de que esta suprema potestad de la Iglesia llegara a encontrar en el poder civil la defensa más segura de su propia independencia.

Dos sociedades, dos poderes

6. Dios ha repartido, por tanto, el gobierno del género humano entre dos poderes: el poder eclesiástico y el poder civil. El poder eclesiástico, puesto al frente de los intereses divinos. El poder civil, encargado de los intereses humanos. Ambas potestades son soberanas en su género. Cada una queda circunscrita dentro de ciertos límites, definidos por su propia naturaleza y por su fin próximo. De donde resulta una como esfera determinada, dentro de la cual cada poder ejercita iure proprio su actividad. Pero como el sujeto pasivo de ambos poderes soberanos es uno mismo, y como, por otra parte, puede suceder que un mismo asunto pertenezca, si bien bajo diferentes aspectos, a la competencia y jurisdicción de ambos poderes, es necesario que Dios, origen de uno y otro, haya establecido en su providencia un orden recto de composición entre las actividades respectivas de uno y otro poder. «Las [autoridades] que hay, por Dios han sido ordenadas»[17]. Si así no fuese, sobrevendrían frecuentes motivos de lamentables conflictos, y muchas veces quedaría el hombre dudando, como el caminante ante una encrucijada, sin saber qué camino elegir, al verse solicitado por los mandatos contrarios de dos autoridades, a ninguna de las cuales puede, sin pecado, dejar de obedecer. Esta situación es totalmente contraria a la sabiduría y a la bondad de Dios, quien incluso en el mundo físico, de tan evidente inferioridad, ha equilibrado entre sí las fuerzas y las causas naturales con tan concertada moderación y maravillosa armonía, que ni las unas impiden a las otras ni dejan todas de concurrir con exacta adecuación al fin total al que tiende el universo.

Es necesario, por tanto, que entre ambas potestades exista una ordenada relación unitiva, comparable, no sin razón, a la que se da en el hombre entre el alma y el cuerpo. Para determinar la esencia y la medida de esta relación unitiva no hay, como hemos dicho, otro camino que examinar la naturaleza de cada uno de los dos poderes, teniendo en cuenta la excelencia y nobleza de sus fines respectivos. El poder civil tiene como fin próximo y principal el cuidado de las cosas temporales. El poder eclesiástico, en cambio, la adquisición de los bienes eternos. Así, todo lo que de alguna manera es sagrado en la vida humana, todo lo que pertenece a la salvación de las almas y al culto de Dios, sea por su propia naturaleza, sea en virtud del fin a que está referido, todo ello cae bajo el dominio y autoridad de la Iglesia. Pero las demás cosas que el régimen civil y político, en cuanto tal, abraza y comprende, es de justicia que queden sometidas a éste, pues Jesucristo mandó expresamente que se dé al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. No obstante, sobrevienen a veces especiales circunstancias en las que puede convenir otro género de concordia que asegure la paz y libertad de entrambas potestades; por ejemplo, cuando los gobernantes y el Romano Pontífice admiten la misma solución para un asunto determinado. En estas ocasiones, la Iglesia ha dado pruebas numerosas de su bondad maternal, usando la mayor indulgencia y condescendencia posibles.

Ventajas de esta concepción

7. Esta que sumariamente dejamos trazada es la concepción cristiana del Estado. Concepción no elaborada temerariamente y por capricho, sino constituida sobre los supremos y más exactos principios, confirmados por la misma razón natural.

8. La constitución del Estado que acabamos de exponer, no menoscaba ni desdora la verdadera dignidad de los gobernantes. Y está tan lejos de mermar los derechos de la autoridad, que antes, por el contrario, los engrandece y consolida.

Si se examina a fondo el asunto, la constitución expuesta presenta una gran perfección, de la que carecen los restantes sistemas políticos. Perfección cuyos frutos serían excelentes y variados si cada uno de los dos poderes se mantuvieran dentro de su esfera propia y se aplicase sincera y totalmente al cumplimiento de la obligación y de la misión que le corresponden. De hecho, en la constitución del Estado que hemos desarrollado, lo divino y lo humano quedan repartidos de una manera ordenada y conveniente. Los derechos de los ciudadanos son respetados como derechos inviolables y quedan defendidos bajo el patrocinio de las leyes divinas, naturales y humanas. Los deberes de cada ciudadano son definidos con sabia exactitud y su cumplimiento queda sancionado con oportuna eficacia. Cada ciudadano sabe que, durante el curso incierto y trabajoso de esta mortal peregrinación hacia la patria eterna, tiene a la mano guías seguros para emprender este camino y auxiliadores eficaces para llegar a su fin. Sabe también que tiene a su alcance otros guías y auxiliadores para obtener y conservar su seguridad, su sustento y los demás bienes necesarios de la vida social presente. La sociedad doméstica encuentra su necesaria firmeza en la santidad del matrimonio, uno e indisoluble. Los derechos y los deberes de los cónyuges son regulados con toda justicia y equidad. El honor debido a la mujer es salvaguardado. La autoridad del marido se configura según el modelo de la autoridad de Dios. La patria potestad queda moderada de acuerdo con la dignidad de la esposa y de los hijos. Por último, se provee con acierto a la seguridad, al mantenimiento y a la educación de la prole.

En la esfera política y civil, las leyes se ordenan al bien común, y no son dictadas por el voto y el juicio falaces de la muchedumbre, sino por la verdad y la justicia. La autoridad de los gobernantes queda revestida de un cierto carácter sagrado y sobrehumano y frenada para que ni se aparte de la justicia ni degenere en abusos del poder. La obediencia de los ciudadanos tiene como compañera inseparable una honrosa dignidad, porque no es esclavitud de hombre a hombre, sino sumisión a la voluntad de Dios, que ejerce su poder por medio de los hombres. Tan pronto como arraiga esta convicción en la sociedad, entienden los ciudadanos que son deberes de justicia el respeto a la majestad de los gobernantes, la obediencia constante y leal a la autoridad pública, el rechazo de toda sedición y la observancia religiosa de la constitución del Estado.

Se imponen también como obligatorias la mutua caridad, la benignidad, la liberalidad. No queda dividido el hombre, que es ciudadano y cristiano al mismo tiempo, con preceptos contradictorios entre sí. En resumen: todos los grandes bienes con que la religión cristiana enriquece abundante y espontáneamente la misma vida mortal de los hombres quedan asegurados a la comunidad y al Estado. De donde se desprende la evidencia de aquella sentencia: «El destino del Estado depende del culto que se da a Dios. Entre éste y aquél existe un estrecho e íntimo parentesco»[18].

En numerosos pasajes de sus obras San Agustín ha subrayado con su elocuencia acostumbrada el valor de los bienes, sobre todo cuando, hablando con la Iglesia católica, le dice: «Tú instruyes y enseñas con sencillez a los niños, con energía a los jóvenes, con calma a los ancianos, según la edad de cada uno, no sólo del cuerpo, sino también del espíritu. Tú sometes la mujer a su marido con casta y fiel obediencia, no para satisfacer la pasión, sino para propagar la prole y para la unión familiar. Tú antepones el marido a la mujer, no para afrenta del sexo más débil, sino para demostración de un amor leal. Tú sometes los hijos a los padres, pero salvando la libertad de aquéllos. Tú colocas a los padres sobre los hijos para que gobiernen a éstos amorosa y tiernamente. Tú unes a ciudades con ciudades, pueblos con pueblos; en una palabra: vinculas a todos los hombres, con el recuerdo de unos mismos padres, no sólo con un vínculo social, sino incluso con los lazos de la fraternidad. Tú enseñas a los reyes a mirar por el bien de los pueblos, tú adviertes a los pueblos que presten obediencia a los reyes. Tú enseñas con cuidado a quién es debido el honor, a quién el efecto, a quién la reverencia, a quién el temor, a quién el consuelo, a quién el aviso, a quién la exhortación, a quién la corrección, a quién la reprensión, a quién el castigo, manifestando al mismo tiempo que no todos tienen los mismos derechos, pero que a todos se debe la caridad y que a nadie puede hacérsele injuria»[19].

En otro pasaje el santo Doctor refuta el error de ciertos filósofos políticos: «Los que afirman que la doctrina de Cristo es nociva al Estado, que nos presenten un ejército con soldados tales como la doctrina de Cristo manda; que nos den asimismo inspectores del fisco tales como la enseñanza de Cristo quiere y forma. Una vez que nos los hayan dado, atrévanse a decir que tal doctrina se opone al interés común. No lo dirán; antes bien, habrán de reconocer que su observancia es la gran salvación del Estado»[20].

9. Hubo un tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados. En aquella época la eficacia propia de la sabiduría cristiana y su virtud divina habían penetrado en las leyes, en las instituciones, en la moral de los pueblos, infiltrándose en todas las clases y relaciones de la sociedad. La religión fundada por Jesucristo se veía colocada firmemente en el grado de honor que le corresponde y florecía en todas partes gracias a la adhesión benévola de los gobernantes y a la tutela legítima de los magistrados. El sacerdocio y el imperio vivían unidos en mutua concordia y amistoso consorcio de voluntades. Organizado de este modo, el Estado produjo bienes superiores a toda esperanza. Todavía subsiste la memoria de estos beneficios y quedará vigente en innumerables monumentos históricos que ninguna corruptora habilidad de los adversarios podrá desvirtuar u oscurecer. Si la Europa cristiana domó las naciones bárbaras y las hizo pasar de la fiereza a la mansedumbre y de la superstición a la verdad; si rechazó victoriosa las invasiones musulmanas; si ha conservado el cetro de la civilización y se ha mantenido como maestra y guía del mundo en el descubrimiento y en la enseñanza de todo cuanto podía redundar en pro de la cultura humana; si ha procurado a los pueblos el bien de la verdadera libertad en sus más variadas formas; si con una sabia providencia ha creado tan numerosas y heroicas instituciones para aliviar las desgracias de los hombres, no hay que dudarlo: Europa tiene por todo ello una enorme deuda de gratitud con la religión, en la cual encontró siempre una inspiradora de sus grandes empresas y una eficaz auxiliadora en sus realizaciones. Habríamos conservado también hoy todos estos mismos bienes si la concordia entre ambos poderes se hubiera conservado. Podríamos incluso esperar fundadamente mayores bienes si el poder civil hubiese obedecido con mayor fidelidad y perseverancia a la autoridad, al magisterio y a los consejos de la Iglesia. Las palabras que Yves de Chartres escribió al papa Pascual II merecen ser consideradas como formulación de una ley imprescindible: «Cuando el imperio y el sacerdocio viven en plena armonía, el mundo está bien gobernado y la Iglesia florece y fructifica. Pero cuando surge entre ellos la discordia, no sólo no crecen los pequeños brotes, sino que incluso las mismas grandes instituciones perecen miserablemente»[21].

II. EL DERECHO CONSTITUCIONAL MODERNO

Principios fundamentales

10. Sin embargo, el pernicioso y deplorable afán de novedades promovido en el siglo XVI, después de turbar primeramente a la religión cristiana, vino a trastornar como consecuencia obligada la filosofía, y de ésta pasó a alterar todos los órdenes de la sociedad civil. A esta fuente hay que remontar el origen de los principios modernos de una libertad desenfrenada, inventados en la gran revolución del siglo pasado y propuestos como base y fundamento de un derecho nuevo, desconocido hasta entonces y contrario en muchas de sus tesis no solamente al derecho cristiano, sino incluso también al derecho natural.

El principio supremo de este derecho nuevo es el siguiente: todos los hombres, de la misma manera que son semejantes en su naturaleza específica, son iguales también en la vida práctica. Cada hombre es de tal manera dueño de sí mismo, que por ningún concepto está sometido a la autoridad de otro. Puede pensar libremente lo que quiera y obrar lo que se le antoje en cualquier materia. Nadie tiene derecho a mandar sobre los demás. En una sociedad fundada sobre estos principios, la autoridad no es otra cosa que la voluntad del pueblo, el cual, como único dueño de sí mismo, es también el único que puede mandarse a sí mismo. Es el pueblo el que elige las personas a las que se ha de someter. Pero lo hace de tal manera que traspasa a éstas no tanto el derecho de mandar cuanto una delegación para mandar, y aun ésta sólo para ser ejercida en su nombre.

Queda en silencio el dominio divino, como si Dios no existiese o no se preocupase del género humano, o como si los hombres, ya aislados, ya asociados, no debiesen nada a Dios, o como si fuera posible imaginar un poder político cuyo principio, fuerza y autoridad toda para gobernar no se apoyaran en Dios mismo. De este modo, como es evidente, el Estado no es otra cosa que la multitud dueña y gobernadora de sí misma. Y como se afirma que el pueblo es en sí mismo fuente de todo derecho y de toda seguridad, se sigue lógicamente que el Estado no se juzgará obligado ante Dios por ningún deber; no profesará públicamente religión alguna, ni deberá buscar entre tantas religiones la única verdadera, ni elegirá una de ellas ni la favorecerá principalmente, sino que concederá igualdad de derechos a todas las religiones, con tal que la disciplina del Estado no quede por ellas perjudicada. Se sigue también de estos principios que en materia religiosa todo queda al arbitrio de los particulares y que es lícito a cada individuo seguir la religión que prefiera o rechazarlas todas si ninguna le agrada. De aquí nacen una libertad ilimitada de conciencia, una libertad absoluta de cultos, una libertad total de pensamiento y una libertad desmedida de expresión[22].

Crítica de este derecho constitucional nuevo

11. Es fácil de ver la deplorable situación a que queda reducida la Iglesia si el Estado se apoya sobre estos fundamentos, hoy día tan alabados. Porque cuando la política práctica se ajusta a estas doctrinas, se da a la Iglesia en el Estado un lugar igual, o quizás inferior, al de otras sociedades distintas de ella. No se tienen en cuenta para nada las leyes eclesiásticas, y la Iglesia, que por mandato expreso de Jesucristo ha de enseñar a todas las gentes, se ve apartada de toda intervención en la educación pública de los ciudadanos. En las mismas materias que son de competencia mixta, las autoridades del Estado establecen por sí mismas una legislación arbitraria y desprecian con soberbia la sagrada legislación de la Iglesia en esta materia. Y así, colocan bajo su jurisdicción el matrimonio cristiano, legislando incluso acerca del vínculo conyugal, de su unidad y estabilidad; privan de sus propiedades al clero, negando a la Iglesia el derecho de propiedad; tratan, finalmente, a la Iglesia como si la Iglesia no tuviera la naturaleza y los derechos de una sociedad perfecta y como si fuere meramente una asociación parecida a las demás asociaciones reconocidas por el Estado. Por esto, afirman que, si la Iglesia tiene algún derecho o alguna facultad legítima para obrar, lo debe al favor y a las concesiones de las autoridades del Estado. Si en un Estado la legislación civil deja a la Iglesia una esfera de autonomía jurídica y existe entre ambos poderes algún concordato, se apresuran a proclamar que es necesario separar los asuntos de la Iglesia de los asuntos del Estado, y esto con el intento de poder obrar impunemente contra el pacto convenido, y, eliminados así todos los obstáculos, quedar las autoridades civiles como árbitros absolutos de todo. Pero como la Iglesia no puede tolerar estas pretensiones, porque ello equivaldría al abandono de los más santos y más graves deberes, y, por otra parte, la Iglesia exige que el concordato se cumpla con entera fidelidad, surgen frecuentemente conflictos entre el poder sagrado y el poder civil, cuyo resultado final suele ser que sucumba la parte más débil en fuerzas humanas ante la parte más fuerte.

12. Así, en la situación política que muchos preconizan actualmente existe una tendencia en las ideas y en la acción a excluir por completo a la Iglesia de la sociedad o a tenerla sujeta y encadenada al Estado. A este fin va dirigida la mayor parte de las medidas tomadas por los gobiernos. La legislación, la administración pública del Estado, la educación laica de la juventud, el despojo y la supresión de las Órdenes religiosas, la destrucción del poder temporal de los Romanos Pontífices, no tienen otra finalidad que quebrantar la fuerza de las instituciones cristianas, ahogar la libertad de la Iglesia católica y suprimir todos sus derechos.

13. La sola razón natural demuestra el grave error de estas teorías acerca de la constitución del Estado. La naturaleza enseña que toda autoridad, sea la que sea, proviene de Dios como de suprema y augusta fuente. La soberanía del pueblo, que, según aquéllas, reside por derecho natural en la muchedumbre independizada totalmente de Dios, aunque presenta grandes ventajas para halagar y encender innumerables pasiones, carece de todo fundamento sólido y de eficacia sustantiva para garantizar la seguridad pública y mantener el orden en la sociedad. Porque con estas teorías las cosas han llegado a tal punto que muchos admiten como una norma de la vida política la legitimidad del derecho a la rebelión. Prevalece hoy día la opinión de que, siendo los gobernantes meros delegadas, encargados de ejecutar la voluntad del pueblo, es necesario que todo cambie al compás de la voluntad del pueblo, de donde se sigue que el Estado nunca se ve libre del temor de la revoluciones.

14. En materia religiosa, pensar que las formas de culto, distintas y aun contrarias, son todas iguales, equivale a confesar que no se quiere aprobar ni practicar ninguna de ellas. Esta actitud, si nominalmente difiere del ateísmo, en realidad se identifica con él. Los que creen en la existencia de Dios, si quieren ser consecuentes consigo mismos y no caer en un absurdo, han de comprender necesariamente que las formas usuales de culto divino, cuya diferencia, disparidad y contradicción aun en cosas de suma importancia son tan grandes, no pueden ser todas igualmente aceptables ni igualmente buenas o agradables a Dios.

15. De modo parecido, la libertad de pensamiento y de expresión, carente de todo límite, no es por sí misma un bien del que justamente pueda felicitarse la sociedad humana; es, por el contrario, fuente y origen de muchos males. La libertad, como facultad que perfecciona al hombre, debe aplicarse exclusivamente a la verdad y al bien. Ahora bien: la esencia de la verdad y del bien no puede cambiar a capricho del hombre, sino que es siempre la misma y no es menos inmutable que la misma naturaleza de las cosas. Si la inteligencia se adhiere a opiniones falsas, si la voluntad elige el mal y se abraza a él, ni la inteligencia ni la voluntad alcanzan su perfección; por el contrario, abdican de su dignidad natural y quedan corrompidas. Por consiguiente, no es lícito publicar y exponer a la vista de los hombres lo que es contrario a la virtud y a la verdad, y es mucho menos lícito favorecer y amparar esas publicaciones y exposiciones con la tutela de las leyes. No hay más que un camino para llegar al cielo, al que todos tendemos: la vida virtuosa. Por lo cual se aparta de la norma enseñada por la naturaleza todo Estado que permite una libertad de pensamiento y de acción que con sus excesos pueda extraviar impunemente a las inteligencias de la verdad y a las almas de la virtud.

Error grande y de muy graves consecuencias es excluir a la Iglesia, obra del mismo Dios, de la vida social, de la legislación, de la educación de la juventud y de la familia. Sin religión es imposible un Estado bien ordenado. Son ya conocidos, tal vez más de lo que convendría, la esencia, los fines y las consecuencias de la llamada moral civil. La maestra verdadera de la virtud y la depositaria de la moral es la Iglesia de Cristo. Es ella la que defiende incólumes los principios reguladores de los deberes. Es ella la que, al proponer los motivos más eficaces para vivir virtuosamente, manda no sólo evitar toda acción mala, sino también domar las pasiones contrarias a la razón, incluso cuando éstas no se traducen en las obras. Querer someter la Iglesia, en el cumplimiento de sus deberes, al poder civil constituye una gran injuria y un gran peligro. De este modo se perturba el orden de las cosas, anteponiendo lo natural a lo sobrenatural. Se suprime, o, por lo menos, se disminuye, la afluencia de los bienes que aportaría la Iglesia a la sociedad si pudiese obrar sin obstáculos. Por último, se abre la puerta a enemistades y conflictos, que causan a ambas sociedades grandes daños, como los acontecimientos han demostrado con demasiada frecuencia.

Condenación del derecho nuevo

16. Estas doctrinas, contrarias a la razón y de tanta trascendencia para el bien público del Estado, no dejaron de ser condenadas por los Romanos Pontífices, nuestros predecesores, que vivían convencidos de las obligaciones que les imponía el cargo apostólico. Así, Gregorio XVI, en la encíclica Mirari vos, del 15 de agosto de 1832, condenó con gran autoridad doctrinal los principios que ya entonces se iban divulgando, esto es, el indiferentismo religioso, la libertad absoluta de cultos y de conciencia, la libertad de imprenta y la legitimidad del derecho de rebelión. Con relación a la separación entre la Iglesia y el Estado, decía así el citado Pontífice: «No podríamos augurar resultados felices para la Iglesia y para el Estado de los deseos de quienes pretenden con empeño que la Iglesia se separe del Estado, rompiendo la concordia mutua del imperio y del sacerdocio. Todos saben muy bien que esta concordia, que siempre ha sido tan beneficiosa para los intereses religiosos y civiles, es muy temida por los fautores de una libertad desvergonzada»[23]. De modo semejante, Pío IX, aprovechando las ocasiones que se le presentaron, condenó muchas de las falsas opiniones que habían empezado a estar en boga, reuniéndolas después en un catálogo, a fin de que supiesen los católicos a qué atenerse, sin peligro de equivocarse, en medio de una avenida tan grande de errores[24].

17. De estas declaraciones pontificias, lo que debe tenerse presente, sobre todo, es que el origen del poder civil hay que ponerlo en Dios, no en la multitud; que el derecho de rebelión es contrario a la razón; que no es lícito a los particulares, como tampoco a los Estados, prescindir de sus deberes religiosos o medir con un mismo nivel todos los cultos contrarios; que no debe ser considerado en absoluto como un derecho de los ciudadanos, ni como pretensión merecedora de favor y amparo, la libertad inmoderada de pensamiento y de expresión. Hay que admitir igualmente que la Iglesia, no menos que el Estado, es una sociedad completa en su género y jurídicamente perfecta; y que, por consiguiente, los que tienen el poder supremo del Estado no deben pretender someter la Iglesia a su servicio u obediencia, o mermar la libertad de acción de la Iglesia en su esfera propia, o arrebatarle cualquiera de los derechos que Jesucristo le ha conferido. Sin embargo, en las cuestiones de derecho mixto es plenamente conforme a la naturaleza y a los designios de Dios no la separación ni mucho menos el conflicto entre ambos poderes, sino la concordia, y ésta de acuerdo con los fines próximos que han dado origen a entrambas sociedades.

18. Estos son los principios que la Iglesia católica establece en materia de constitución y gobierno de los Estados. Con estos principios, si se quiere juzgar rectamente, no queda condenada por sí misma ninguna de las distintas formas de gobierno, pues nada contienen contrario a la doctrina católica, y todas ellas, realizadas con prudencia y justicia, pueden garantizar al Estado la prosperidad pública. Más aún: ni siquiera es en sí censurable, según estos principios, que el pueblo tenga una mayor o menor participación en el gobierno, participación que, en ciertas ocasiones y dentro de una legislación determinada, puede no sólo ser provechosa, sino incluso obligatoria para los ciudadanos. No hay tampoco razón justa para acusar a la Iglesia de ser demasiado estrecha en materia de tolerancia o de ser enemiga de la auténtica y legítima libertad. Porque, si bien la Iglesia juzga ilícito que las diversas clases de culto divino gocen del mismo derecho que tiene la religión verdadera, no por esto, sin embargo, condena a los gobernantes que para conseguir un bien importante o para evitar un grave mal toleran pacientemente en la práctica la existencia de dichos cultos en el Estado. Es, por otra parte, costumbre de la Iglesia vigilar con mucho cuidado para que nadie sea forzado a abrazar la fe católica contra su voluntad, porque, como observa acertadamente San Agustín, «el hombre no puede creer más que de buena voluntad»[25].

19. Por la misma razón, la Iglesia no puede aprobar una libertad que lleva al desprecio de las leyes santísimas de Dios y a la negación de la obediencia debida a la autoridad legítima. Esta libertad, más que libertad, es licencia. Y con razón la denomina San Agustín libertad de perdición[26] y el apóstol San Pedro velo de malicia[27]. Más aún: esa libertad, siendo como es contraria a la razón, constituye una verdadera esclavitud, pues el que obra el pecado, esclavo es del pecado[28]. Por el contrario, es libertad auténtica y deseable aquella que en la esfera de la vida privada no permite el sometimiento del hombre a la tiranía abominable de los errores y de las malas pasiones y que en el campo de la vida pública gobierna con sabiduría a los ciudadanos, fomenta el progreso y las comodidades de la vida y defiende la administración del Estado de toda ajena arbitrariedad. La Iglesia es la primera en aprobar esta libertad justa y digna del hombre. Nunca ha cesado de combatir para conservarla incólume y entera en los pueblos. Los monumentos históricos de las edades precedentes demuestran que la Iglesia católica ha sido siempre la iniciadora, o la impulsora, o la protectora de todas las instituciones que pueden contribuir al bienestar común en el Estado. Tales son las eficaces instituciones creadas para coartar la tiranía de los príncipes que gobiernan mal a los pueblos; las que impiden que el poder supremo del Estado invada indebidamente la esfera municipal o familiar, y las dirigidas a garantizar la dignidad y la vida de las personas y la igualdad jurídica de los ciudadanos.

Consecuente siempre consigo misma, si por una parte rechaza la libertad inmoderada, que lleva a los individuos y a los pueblos al desenfreno o a la esclavitud, acepta, por otra parte, con mucho gusto, los adelantos que trae consigo el tiempo, cuando promueven de veras el bienestar de la vida presente, que es como un camino que lleva a la vida e inmortalidad futuras. Calumnia, por tanto, vana e infundada es la afirmación de algunos que dicen que la Iglesia mira con malos ojos el sistema político moderno y que rechaza sin distinción todos los descubrimientos del genio contemporáneo. La Iglesia rechaza, sin duda alguna, la locura de ciertas opiniones. Desaprueba el pernicioso afán de revoluciones y rechaza muy especialmente ese estado de espíritu en el que se vislumbra el comienzo de un apartamiento voluntario de Dios. Pero como todo lo verdadero proviene necesariamente de Dios, la Iglesia reconoce como destello de la mente divina toda verdad alcanzada por la investigación del entendimiento humano. Y como no hay verdad alguna del orden natural que esté en contradicción con las verdades reveladas, por el contrario, son muchas las que comprueban esta misma fe; y, además, todo descubrimiento de la verdad puede llevar, ya al conocimiento, ya a la glorificación de Dios, de aquí que la Iglesia acoja siempre con agrado y alegría todo lo que contribuye al verdadero progreso de las ciencias. Y así como lo ha hecho siempre con las demás ciencias, la Iglesia fomentará y favorecerá con ardor todas aquellas ciencias que tienen por objeto el estudio de la naturaleza. En estas disciplinas, la Iglesia no rechaza los nuevos descubrimientos. Ni es contraria a la búsqueda de nuevos progresos para el mayor bienestar y comodidad de la vida. Enemiga de la inercia perezosa, desea en gran manera que el ingenio humano, con el trabajo y la cultura, produzca frutos abundantes. Estimula todas las artes, todas las industrias, y dirigiendo con su eficacia propia todas estas cosas a la virtud y a la salvación del hombre, se esfuerza por impedir que la inteligencia y la actividad del hombre aparten a éste de Dios y de los bienes eternos.

20. Pero estos principios, tan acertados y razonables, no son aceptados hoy día, cuando los Estados no solamente rechazan adaptarse a las normas de la filosofía cristiana, sino que parecen pretender alejarse cada día más de ésta. Sin embargo, como la verdad expuesta con claridad suele propagarse fácilmente por sí misma y penetrar poco a poco en los entendimientos de los hombres, por esto Nos, obligados en conciencia por el sagrado cargo apostólico que ejercemos para con todos los pueblos, declaramos la verdad con toda libertad, según nuestro deber. No porque Nos olvidemos las especiales circunstancias de nuestros tiempos, ni porque juzguemos condenables los adelantos útiles y honestos de nuestra época, sino porque Nos querríamos que la vida pública discurriera por caminos más seguros y tuviera fundamentos más sólidos, y esto manteniendo intacta la verdadera libertad de los pueblos; esta libertad humana cuya madre y mejor garantía es la verdad: «la verdad os hará libres»[29].

III. DEBERES DE LOS CATÓLICOS

En el orden teórico

21. Si, pues, en estas difíciles circunstancias, los católicos escuchan, como es su obligación, estas nuestras enseñanzas, entenderán con facilidad cuáles son los deberes de cada uno, tanto en el orden teórico como en el orden práctico. En el orden de las ideas, es necesaria una firme adhesión a todas las enseñanzas presentes y futuras de los Romanos Pontífices y la profesión pública de estas enseñanzas cuantas veces lo exijan las circunstancias. Y en particular acerca de las llamadas libertades modernas es menester que todos se atengan al juicio de la Sede Apostólica y se identifiquen con el sentir de ésta. Hay que prevenirse contra el peligro de que la honesta apariencia de esas libertades engañe a algún incauto. Piénsese en el origen de esas libertades y en las intenciones de los que las defienden. La experiencia ha demostrado suficientemente los resultados que producen en la sociedad. En todas partes han dado frutos tan perniciosos que con razón han provocado el desengaño y el arrepentimiento en todos los hombres honrados y prudentes. Si comparamos esta clase de Estado moderno, de que hablamos, con otro Estado, real o imaginario, que persiga tiránica y abiertamente a la religión cristiana, podrá parecer el primero más tolerable que el segundo. Sin embargo, los principios en que se basa son tales, como hemos dicho, que no pueden ser aceptados por nadie.

En el orden práctico

22. En la práctica, la aplicación de estos principios pueden ser considerados tanto en la vida privada y doméstica como en la vida pública. En el orden privado el deber principal de cada uno es ajustar perfectamente su vida y su conducta a los preceptos evangélicos, sin retroceder ante los sacrificios y dificultades que impone la virtud cristiana. Deben, además, todos amar a la Iglesia como a Madre común; obedecer sus leyes, procurar su honor, defender sus derechos y esforzarse para que sea respetada y amada por aquellos sobre los que cada cual tiene alguna autoridad. Es también de interés público que los católicos colaboren acertadamente en la administración municipal, procurando y logrando sobre todo que se atienda a la instrucción pública de la juventud en lo referente a la religión y a las buenas costumbres, como conviene a personas cristianas: de esta enseñanza depende en gran manera el bien público de cada ciudad. Asimismo, por regla general, es bueno y útil que la acción de los católicos se extienda desde este estrecho círculo a un campo más amplio, e incluso que abarque el poder supremo del Estado. Decimos por regla general porque estas enseñanzas nuestras están dirigidas a todas las naciones. Puede muy bien suceder que en alguna parte, por causas muy graves y muy justas, no convenga en modo alguno intervenir en el gobierno de un Estado ni ocupar en él puestos políticos. Pero en general, como hemos dicho, no querer tomar parte alguna en la vida pública sería tan reprensible como no querer prestar ayuda alguna al bien común. Tanto más cuanto que los católicos, en virtud de la misma doctrina que profesan, están obligados en conciencia a cumplir estas obligaciones con toda fidelidad. De lo contrario, si se abstienen políticamente, los asuntos políticos caerán en manos de personas cuya manera de pensar puede ofrecer escasas esperanzas de salvación para el Estado. Situación que redundaría también en no pequeño daño de la religión cristiana. Podrían entonces mucho los enemigos de la Iglesia y podrían muy poco sus amigos. Queda, por tanto, bien claro que los católicos tienen motivos justos para intervenir en la vida política de los pueblos. No acuden ni deben acudir a la vida política para aprobar lo que actualmente puede haber de censurable en las instituciones políticas del Estado, sino para hacer que estas mismas instituciones se pongan, en lo posible, al servicio sincero y verdadero del bien público, procurando infundir en todas las venas del Estado, como savia y sangre vigorosa, la eficaz influencia de la religión católica.

Así se procedía en los primeros siglos de la Iglesia. Las costumbres paganas distaban inmensamente de la moral evangélica. Sin embargo, en pleno paganismo, los cristianos, siempre incorruptos y consecuentes consigo mismos, se introducían animosamente dondequiera que podían. Ejemplares en la lealtad a los emperadores y obedientes a las leyes en cuanto era lícito, esparcían por todas partes un maravilloso resplandor de santidad, procurando al mismo tiempo ser útiles a sus hermanos y atraer a los demás a la sabiduría de Cristo; pero dispuestos siempre a retirarse y a morir valientemente si no podían retener los honores, las dignidades y los cargos públicos sin faltar a su conciencia. De este modo, las instituciones cristianas penetraron rápidamente no sólo en las casas particulares, sino también en los campamentos, en los tribunales y en la misma corte imperial. «Somos de ayer y ya llenamos todo lo vuestro: las ciudades, las islas, las fortalezas, los municipios, las asambleas, los campamentos, las tribus, las decurias, el palacio, el Senado, el foro»[30]. Hasta tal punto que, cuando se dio libertad de profesar públicamente el Evangelio, la fe cristiana apareció no dando vagidos como un niño en la cuna, sino adulta y vigorosa ya en la mayoría de las ciudades.

La defensa de la religión católica y del Estado

23. Es necesario renovar en nuestros tiempos los ejemplos de nuestros mayores. Es necesario en primer lugar que los católicos dignos de este nombre estén dispuestos a ser hijos amantes de la Iglesia y aparecer como tales. Han de rechazar sin vacilación todo lo que sea incompatible con su profesión cristiana. Han de utilizar, en la medida que les permita su conciencia, las instituciones públicas para defensa de la verdad y de la justicia. Han de esforzarse para que la libertad en el obrar no traspase los límites señalados por la naturaleza y por la ley de Dios. Han de procurar que todos los Estados reflejen la concepción cristiana, que hemos expuesto, de la vida pública. No es posible señalar en estas materias directrices únicas y uniformes, porque deben adaptarse a circunstancias de tiempo y lugar muy desiguales entre sí. Sin embargo, hay que conservar, ante todo, la concordia de las voluntades y tender a la unidad en la acción y en los propósitos. Se obtendrá sin dificultad este doble resultado si cada uno toma para sí como norma de conducta las prescripciones de la Sede Apostólica y la obediencia a los obispos, a quienes el Espíritu Santo puso para gobernar la Iglesia de Dios[31]. La defensa de la religión católica exige necesariamente la unidad de pensamiento y la firme perseverancia de todos en la profesión pública de las doctrinas enseñadas por la Iglesia. Y en este punto hay que evitar dos peligros: la connivencia con las opiniones falsas y una resistencia menos enérgica que la que exige la verdad. Sin embargo, en materias opinables es lícita toda discusión moderada con deseo de alcanzar la verdad, pero siempre dejando a un lado toda sospecha injusta y toda acusación mutua. Por lo cual, para que la unión de los espíritus no quede destruida con temerarias acusaciones, entiendan todos que la integridad de la verdad católica no puede en manera alguna compaginarse con las opiniones tocadas de naturalismo o racionalismo, cuyo fin último es arrasar hasta los cimientos la religión cristiana y establecer en la sociedad la autoridad del hombre independizada de Dios.

Tampoco es lícito al católico cumplir sus deberes de una manera en la esfera privada y de otra forma en la esfera pública, acatando la autoridad de la Iglesia en la vida particular y rechazándola en la vida pública. Esta distinción vendría a unir el bien con el mal y a dividir al hombre dentro de sí, cuando, por el contrario, lo cierto es que el hombre debe ser siempre consecuente consigo mismo, sin apartarse de la norma de la virtud cristiana en cosa alguna ni en esfera alguna de la vida. Pero si se trata de cuestiones meramente políticas, del mejor régimen político, de tal o cual forma de constitución política, está permitida en estos casos una honesta diversidad de opiniones. Por lo cual no tolera la justicia que a personas cuya piedad es por otra parte conocida y que están dispuestas a aceptar dócilmente las enseñanzas de la Sede Apostólica, se les acuse de falta grave porque piensen de distinta manera acerca de las cosas que hemos dicho. Mucho mayor sería la injusticia si se les acusara de violación o de sospecha en la fe católica, cosa que desgraciadamente ha sucedido más de una vez. Tengan siempre presente y cumplan esta norma los escritores y, sobre todo, los periodistas. Porque en una lucha como la presente, en la que están en peligro bienes de tanta importancia, no hay lugar para las polémicas intestinas ni para el espíritu de partido, sino que, unidos los ánimos y los deseos, deben todos esforzarse por conseguir el propósito que los une: la salvación de la religión y del Estado. Por tanto, si anteriormente ha habido alguna división, es necesario sepultarla voluntariamente en el olvido más completo. Si ha existido alguna temeridad o alguna injusticia, quienquiera que sea el culpable, hay que recuperarla con una recíproca caridad y olvidarlo todo como prueba de supremo acatamiento a la Sede Apostólica. De esta manera, los católicos conseguirán dos resultados excelentes. El primero, ayudar a la Iglesia en la conservación y propagación de los principios cristianos. El segundo, procurar el mayor beneficio posible al Estado, cuya seguridad se halla en grave peligro a causa de nocivas teorías y malvadas pasiones.

24. Estas son, venerables hermanos, las enseñanzas que Nos juzgamos conveniente dar a todas las naciones del orbe católico acerca de la constitución cristiana del Estado y de las obligaciones propias del ciudadano.

Sólo nos queda implorar con intensa oración el auxilio del cielo y rogar a Dios que El, de quien es propio iluminar los entendimientos y mover las voluntades de los hombres, conduzca al resultado apetecido los deseos que hemos formado y los esfuerzos que hemos hecho para mayor gloria suya y salvación de todo el género humano. Como auspicio favorable de los beneficios divinos y prenda de nuestra paterna benevolencia, os damos en el Señor, con el mayor afecto, nuestra bendición apostólica a vosotros, venerables hermanos, al clero y a todo el pueblo confiado a la vigilancia de vuestra fe.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 1 de noviembre de 1885, año octavo de nuestro pontificado.

 

LEÓN PP. XIII


Notas

[1] Rom 13,1.

[2] Sab 6,7.

[3]. Rom 13,1.

[4] Rom 13,2.

[5] Jn 20,21.

[6] Mt 28,20.

[7] Jn 10,10.

[8] Mc 16,15.

[9] Mt 16,19.

[10] Jn 21,16-17.

[11] Lc 22,32.

[12]Mt 28,18-20.

[13] Mt 18,17.

[14] 2 Cor 10,6.

[15] 2 Cor 13,10.

[16] Hech 5,29.

[17] Rom 13,1.

[18]. Teodosio II Carta a San Cirilo de Alejandría y a los obispos metropolitanos: Mansi, 4,1114.

[19] San Agustín, De moribus Ecclesiae catholicae 1,30: PL 32,1336.

[20] San Agustín, Epist. 138 ad Marcellinum 2,15: PL 33,532.

[21]. Vives de Chartres, Epis. 238: PL 162,246.

[22] Véase la Enc. Libertas praestantissimum, de 20 de junio de 1888: ASS 20 (1887-1888) 593-613.

[23] Gregorio XVI, Enc. Mirari vos, 15 de agosto de 1832: ASS 4 (1868) 341ss.

[24] Véase Pío IX, Syllabus prop.19,39,55 y 89: ASS 3 (1867) 167ss.

[25] San Agustín, Tractatus in Io. Evang. 26,2: PL 35,1607.

[26] San Agustín, Epist. 105 2,9: PL 33,399.

[27] 1 Pe 2,16.

[28] Jn 8,34.

[29] Jn 7,32.

[30] Tertuliano, Apologeticum 37: PL 1,462.

[31] Hech 20,28

 



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