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FIESTA DE LA VIRGEN DE LA CONFIANZA

HOMILÍA DEL PAPA PABLO VI

Pontificio Seminario Romano Mayor
Sábado 8 de febrero de 1964

 

“¡Paz a esta casa y a todos los que en ella habitan!”

Queremos saludar al cruzar los umbrales de esta casa, a cuantos en ella moran, a cuantos en ella ejercen funciones de dirección, de administración, de enseñanza, de asistencia espiritual y de servicio, a todos las alumnos, sacerdotes y seminaristas de la diócesis de Roma y de otras diócesis, con la paternal preocupación de charlar con todos, de conocer a todos, de exhortar y consolar a todos, de bendecir a todos, como quien tiene con todos y cada uno un título de particular interés, un deber de solicitud personal, el deseo de un confidente diálogo. Sí, a todos, nuestro saludo en el Señor.

Aquí, mejor que en cualquier otro sitio, aquí nos encontramos en nuestra casa. Si todo obispo, al entrar en un Seminario, advierte que su ministerio adquiere su pleno sentido de paternidad, y se agrava su sentido de responsabilidad pastoral ¿no experimentará estos sentimientos el Papa, al visitar, también en función de obispo, su seminario, y sentir la necesidad de patentizar su afecto, de dar a sus pensamientos y preocupación la más cordial y pronta respuesta?

Hemos de aseguraros que nos sentimos felices entre vosotros. Nos invade un concierto de pensamientos, cada uno con una nota destacada: memoria y reverencia para muestro cardenal vicario, al que la salud no le permite la presencia física, pero cuya apasionada solicitud por este Seminario, suyo y nuestro, conocemos muy bien; de agradecimiento y confianza para los superiores y para todos los profesores y maestros del espíritu, de alegría y esperanza para cada uno de vosotros seminaristas, que ávidamente contamos, como el pastor cuenta las cabezas más preciosas de su grey; quisiéramos que fuerais muchos, muchos más; pero sabemos que está lleno el espacio reducido de que ahora dispone la casa; por ello pensamos que aquí abunda la calidad, y podéis imaginar la estima que sentimos por vosotros, el bien que os deseamos; la seguridad con que hacemos cálculos y previsiones para vuestro futuro, sobre vuestra colaboración en el ministerio de vuestros respectivos obispos y en el nuestro especialmente, por parte de aquellos de vosotros que pertenecen a la querida diócesis de Roma.

Las ideas nos apremian, miramos con intenso interés los trabajos actuales en el Seminario, y deseamos con amorosa impaciencia su realización rápida y feliz. Desde aquí miramos las necesidades pastorales de esta Roma, que demasiado rápidamente se ha hecho inmensa y popular; quisiéramos desde estos benditos umbrales del glorioso Seminario de Roma lanzar un afectuoso llamamiento a las almas juveniles, que no han de faltar en nuestro pueblo, que tratan de dar a su vida una expresión pura y heroica, generosa y comprometida, vital y austera, interior en un coloquio misterioso y casi atormentador, pero dulcísimo, con Cristo presente, urgente y exterior, dedicada a un servicio sin igual a los hombres de nuestro tiempo; una voz, decimos, casi una invitación; jóvenes, venid con nosotros; amigos, venid acá; hijos carísimos, es vuestra, es para vosotros esta casa, esta casa de silencio, de estudio, de oración y de entrenamiento ascético; es el lugar, donde quizá el Señor, manso e imperioso, os ha dado cita y os espera; es la sede, es la posada donde vuestra carrera juvenil puede tomar descanso y refrigerio, conciencia de su camino y entrenamiento para lo grande, para la sublime ascensión al sacerdocio inefable. ¿Escucháis la llamada divina? ¿Queréis? ¿Venís?

Pero no dialoguemos ahora con hipotéticos y lejanos interlocutores, sino con vosotros que nos escucháis, presentes y reales, y que ya habéis cruzado los umbrales del Seminario, y ahora queréis celebrar con Nos la querida fiesta de la Virgen de la confianza, a cuyo título está especialmente dedicado el Seminario.

Honremos en su humilde imagen a María Santísima y dejemos que la piadosa y bella expresión “Mater mea, fiducia mea” circunde, como una aureola de humildes rayos, la dulce efigie y que cada uno que la mire, cada uno que la venere, piense en su corazón cómo aplicarse el significado, el valor, el consuelo, de tan afectuosas y ardientes palabras. Parece que con ellas se resuelven muchos problemas de doctrina mariana; parece que en ellas están enraizadas con sinceridad y eficacia muchas frondosidades exuberantes y muchas flores delicadas de la devoción a la Virgen; y parece que las pocas sílabas contienen un secreto del corazón, íntimo y particular para todos. “Mater mea et fiducia mea”, lema familiar de la piedad floreciente del Seminario romano, exige que se le coloque en su puesto debido en el marco de la devoción a María y en el más amplio de la espiritualidad y de la vida religiosa, propias de la formación cristiana en general y de la educación eclesiástica en particular.

Es fácil hacerlo. Creemos que es un ejercicio siempre repetido y edificante para vuestras almas el colocar la imagen de la Virgen, que ofrece el pequeño cuadro en líneas muy sencillas y populares, en el gran diseño teológico que le corresponde. Jamás debemos olvidar quién es María a los ojos de Dios: “Meta de los ideales divinos”; no en vano la liturgia y la especulación teológica superponen el delicado perfil de María al majestuoso y misterioso designio de la eterna Sabiduría. No debemos nunca olvidar quién es María en la historia de la salvación; la Madre de Cristo, y por ello, la Madre de Dios, y, por maravillosas relaciones espirituales, la Madre de los creyentes y de los redimidos; la “puerta del cielo”. La visión panorámica de la teología centrada en la humilde “esclava del Señor” no debe nunca desaparecer de nuestra mirada espiritual, si queremos comprender algo verdadero, auténtico, avasallador de la creatura privilegiada sobre la cual se descubre y detiene la trascendencia divina y adquiere realidad humana el Verbo de Dios,

Creemos que es también fácil y obligado dar a la devoción a la Virgen su genuina expresión cultural, antes, pues, de invocarla debemos honrarla. Nuestra piedad, alumna fiel de la tradición, debe conservar su plena expresión objetiva del culto, y de la imitación, antes de disponerse a la imploración en propio consuelo y beneficio. No debemos privar nuestra devoción a María de esta principal y, diremos, desinteresada intención de celebrar en Ella los misterios del Señor, de venerar sus grandezas y sus privilegios; de admirar su bondad, de estudiar sus virtudes y sus ejemplos. El desarrollo moderno de la piedad mariana debe seguir esta senda, que la tradición más antigua y autorizada de la Iglesia propone a la espiritualidad del pueblo cristiano.

De esta forma, honrando a María se llega a descubrir su superlativa función en la economía de la salvación, en especial la de la intercesión; y de esta forma, bajo los, auspicios de San Bernardo, y después de él, de innumerables devotos de la piedad mariana, llegamos a descubrir una relación personal entre la Virgen y cada una de nuestras almas; una relación que cada alma puede hacer de eficacia saludable, siendo al mismo tiempo tributo de honor y amor a María, y fuente de toda clase de gracias para el alma, si es bien comprendida y cultivada. Creemos que quiere reavivar esto precisamente esta fiesta de la Virgen, madre y confianza, para quien felizmente se atreve a llamarla: “Madre mía, confianza mía”.

Creemos que esta confianza filial y personal con María, este breve, caluroso y siempre renaciente diálogo con la Virgen, este modo de introducir su recuerdo, su pensamiento, su imagen, su, mirada profunda y maternal en la celda de la religión personal, de la piedad íntima y secreta del espíritu, es del todo habitual. Vuestra fiesta lo demuestra. Y bienaventurados vosotros. Pues, como sabéis, la devoción a María, llevada a este grado de interioridad, posee maravillosas virtudes: la protección de la Virgen, la profusión de sus gracias y de su asistencia; y también la de una fidelidad firme y fácil a todos los deberes que lleva consigo la voluntad de Dios y la imitación de Cristo. Es por esta razón una devoción de utilidad pedagógica extraordinaria, por la singular firmeza con que sostiene la voluntad, en la elección de lo mejor, en la constancia del empeño, en la capacidad de sacrificio; y al mismo tiempo, en la vitalidad de sentimientos, ni ambigua ni peligrosa, con que llena de energías interiores, de “frutos del espíritu” al alma devota. La devoción se convierte en fortaleza y poesía.

Y esto, carísimos hijos, nos parece muy hermoso e importante, precisamente para la formación eclesiástica, que está y debe estar marcada por la severidad, la austeridad, la renuncia, cuyas implacables exigencias conocemos. Pero no debe estar falta la formación eclesiástica de esa vivacidad espiritual, que es propia de la gracia y que no sólo es concedida, sino cultivada en el corazón de quien hace del mundo de la gracia su supremo y único interés. Tendréis esta dulce experiencia, queridos hijos, si ponéis todo vuestro corazón en la vocación, y si ante la necesidad, aumentada y acrecentada precisamente por esto, de algunas sublimes ternuras, de total abandono, perdón indulgente, de invencible esperanza, tendréis un sostén suficientemente sólido en la íntima, afectuosa, filial devoción sacerdotal a María: “Mater mea et fiducia mea”.



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