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FIESTA DE LA NATIVIDAD DE MARÍA

HOMILÍA DE SU SANTIDAD PABLO VI
DURANTE LA MISA PARA LAS RELIGIOSAS


Martes 8 de septiembre de 1964

 

Queridas hijas en Cristo:

Es un gran consuelo espiritual para nuestro corazón celebrar la fiesta de la natividad de María con vosotras, buenas y queridas religiosas.

Muchas veces al celebrar nuestras sagradas festividades Nos angustia pensar en la comprensión y participación de los fieles que asisten al rito, teniendo motivos para dudar de que comprendan, de que se encuentren unidos a la oración de la Iglesia, de que gocen plenamente del sentido de los misterios, de las oraciones recitadas, del valor espiritual y moral de todo lo que el culto debía representar para nuestras almas. Este pensamiento, esta duda, ciertamente que no se da en estos momentos. Estamos seguros que todas vosotras estáis junto a Nos dando plenitud de significado y fervor a esta santa misa en honor del nacimiento de María. Y esto por tres razones evidentes que concurren simultáneamente a hacer solemne y memorable la presente ceremonia.

La primera razón Nos obliga a recordar la aparición de la Virgen en el mundo como la llegada de la aurora que precede al sol de la salvación, Cristo Jesús, como el florecimiento sobre la tierra llena del fango de pecado, de la más hermosa flor que haya brotado en el devastado jardín de la humanidad, es decir, el nacimiento de la criatura humana más pura, más inocente, más perfecta, más digna de la definición que Dios mismo había dado del hombre al crearlo: imagen de Dios, semejanza de Dios, es decir, belleza suprema, profunda, tan ideal en su esencia y en su forma y tan real en su expresión viviente que deja intuir que tal primera criatura estaba destinada, por un lado, al diálogo, al amor de su Creador en una inefable efusión de la beatísima y beatificante Divinidad y en una abandonada respuesta de poesía y de alegría (como es el "Magnificat” de la Virgen), y por otro lado, destinada al dominio real de la tierra.

Aquello que aparecería y se desvanecería miserablemente en Eva, por un designio de la infinita misericordia —podríamos decir casi que por un propósito de revancha, como el de la artista que, al ver destruida su obra, quiere rehacerla y la reconstruye más hermosa aún y más de acuerdo con su idea creadora—, Dios lo hizo revivir en María: “Con la cooperación del Espíritu Santo la preparaste para que fuera una digna morada de tu Hijo”, como dice la oración, que todas vosotras muy bien conocéis; y hoy, día dedicado al culto de este regalo, de esta obra maestra de Dios, recordemos, admiremos y alegrémonos porque María ha nacido, porque María es nuestra y porque María nos devuelve la figura de la humanidad perfecta en su inmaculada concepción humana, que está plenamente de acuerdo con la misteriosa concepción en la mente divina de la creatura reina del mundo. Y María, como nuevo motivo de gozo, de gozo encantador para nuestras almas, no detiene en Sí nuestra mirada, sino que la invita a mirar más adelante, al milagro de luz, de santidad y de vida que Ella anuncia al nacer y que llevará consigo, Cristo, su Hijo, Hijo de Dios, del que Ella misma todo lo ha recibido. Este es el célebre milagro de gracia que se llama Encarnación y que hoy se nos presagia anticipadamente en María, antorcha portadora de la luz divina, puerta por la que el cielo descenderá a la tierra, madre que da vida humana al Verbo de Dios, nuestra salvación.

Hijas queridas, vosotras ya sabéis todas estas cosas, las meditáis, las celebráis y las imitáis; María nos da para ello el cuadro sublime, en el que triunfa con humildad y gloria sin par. ¿No es un motivo para llenarnos de alegría saber que estáis todas asociadas a este gozo de la Iglesia, a esta glorificación de la Virgen?...

La segunda razón es que celebráis con Nos esta fiesta, delicada e íntima, como una jornada familiar, como un acontecimiento del hogar, que une los corazones por medio de dulces y comunes sentimientos. Es la fiesta de la Madre común y celestial; Nos comprendemos que vuestra devoción se acreciente por el hecho de que hoy la celebréis juntamente con este humilde padre común y terreno, con el Papa. Esta piadosa satisfacción Nos llena de alegría también a Nos, que experimentamos cómo vuestra devoción, cómo vuestra oración y vuestra confianza se unen a la nuestra. Nos parece, queridas y buenas religiosas, que sois esta mañana nuestro ramo de flores con el que nos presentamos a María para expresarle nuestra felicitación —digamos mejor nuestros homenajes— en el día de su cumpleaños. Brota en nuestros labios una especie de diálogo infantil: Mira, María, te ofrecemos estas flores; son las flores más bellas de la santa Iglesia; son almas de un solo amor, del amor a tu divino Hijo Jesús, son almas que han crecido verdaderamente en su palabra, y que han dejado todo por seguir solamente a El; lo escuchan, lo imitan, lo sirven, lo siguen, contigo hasta la cruz, y no se lamentan, no tienen miedo, no lloran, más aún, están siempre alegres, son buenas, son santas, estas hijas de la Iglesia de Cristo.

Esperamos que la Virgen Santísima escuche estas sencillas palabras y que se sienta honrada con el ofrecimiento que hoy le hacemos de vosotras; digamos más, de todas las religiosas de la santa Iglesia, y esperamos que las mire a todas, Ella, la bendita entre todas, con sus ojos misericordiosos, que las llene de alegría, que las proteja y las bendiga porque son suyas, y son suyas porque son de la Iglesia.

Creemos que este encuentro resalta de forma particular este aspecto de vuestra vida religiosa, ¿por qué estáis hoy tan contentas de asistir a la santa misa del Papa y de venerar con él a la Virgen Santísima? ¿Y por qué el Papa está también tan contento de teneros con él? Porque sois, decíamos, de la Iglesia; vosotras pertenecéis, y con vínculos de especial adhesión, al cuerpo místico de Cristo, y tenéis un puesto especial en la comunidad eclesiástica, vosotras sois el gozo de la Iglesia, su honor, su belleza, su ejemplo. Y podríamos también añadir: Vosotras sois su fuerza. Sois hijas predilectas de la santa Iglesia por vuestra piedad, por vuestra humildad, por vuestra docilidad y por vuestro espíritu de sacrificio.

Este encuentro debe hacer revivir en vosotras el “sentido de la Iglesia”. A. veces este “sentido de la Iglesia” es menos vivido y cultivado en ciertas familias religiosas por el hecho de vivir apartadas, y encontrar en el círculo de su comunidad todos los objetos de interés inmediato, sabiendo muy poco de cuanto sucede fuera del círculo de sus ocupaciones, a las que están totalmente entregadas; entonces su vida religiosa tiene unos horizontes limitados no sólo en lo que se refiere a las vicisitudes de las cosas de este mundo, sino también en lo que se refiere a la vida de la Iglesia, a sus acontecimientos, a sus ideas y enseñanzas, a sus ardores espirituales, a sus dolores y a sus triunfos.

Esta no es una posición ideal para una religiosa, pues pierde la visión grande y completa del designio divino en nuestra salvación y en nuestra santificación.

No es privilegio permanecer al margen de la Iglesia y construirse una espiritualidad que prescinde de la circulación de la palabra, de la gracia y de la caridad de la comunidad católica de los hermanos en Cristo. Sin quitar a las religiosas su silencio, su recogimiento, su autonomía relativa, el estilo que necesita su forma de vida, deseamos que le sea restituida una participación más directa y más plena en la vida de la Iglesia, especialmente en la liturgia, en la caridad social, en el apostolado moderno en el servicio de los hermanos. Se ha hecho mucho en este sentido, y Nos creemos que ha sido con provecho de la santificación de las religiosas y de la edificación de los fieles. Recordamos que en Milán precisamente con motivo de esta festividad invitamos a asistir a nuestra misa pontifical a las hermanas de María Niña, en aquella catedral que ciertamente es una de las más hermosas y más grandes del mundo, y que precisamente está dedicada a la Natividad de María; a ninguna de ellas le había pedido su devoción participar en el solemne y espléndido rito en honor de la Natividad de María en la catedral de la ciudad donde tienen su casa-madre y una magnífica red de actividades caritativas; las invitó el arzobispo, y luego vinieron todos los años a la catedral, el 8 de septiembre, un hermoso número, y se sintieron felices aquel día al verse hijas predilectas de la Iglesia, y Nos también al saludarlas durante la homilía y bendecirlas como ejemplares dignas de nuestra benevolencia. También recordamos lo edificante que Nos pareció ver en las iglesias de las florecientes comunidades misioneras de Rodesia meridional y de Nigeria, a las hermanas, de diversas familias religiosas, asistir, en sitios reservados a ellas, a las funciones dominicales, siendo motivo de honor para ellas y de gran consuelo y admiración para todos los fieles.

Pues bien, este encuentro, repetimos, servirá para encender en vosotras, como también en todas las almas religiosas femeninas, el amor a la Iglesia y para ponerlas en una comunicación cada vez más estrecha con ella. Gran pensamiento éste, recordadlo, que puede abrir la ventana a la realidad espiritual a la que habéis dedicado la vida. La Iglesia es la obra de salvación establecida por Cristo; gran idea que puede consolar y sostener la modestia y ocultamiento de vuestras ocupaciones; la Iglesia es el reino del Señor, quien a ella pertenece, y quien la sirve, participa en la dignidad, en la fortuna de este reino; gran idea, sí, es que la Iglesia abre a vuestra oblación los caminos por los que puede ser más fecunda en resultados apostólicos, en caridad y en méritos.

Creemos que ha venido el día en que es necesario poner muy alto el honor y hacer mayor la eficacia de la vida religiosa femenina, y que éste puede venir perfeccionando los vínculos que la unen a la de la Iglesia entera. Os tenemos que hacer a este respecto una confidencia: hemos dado las disposiciones necesarias para que también algunas mujeres, calificadas y devotas, asistan como oyentes a muchos solemnes ritos y congregaciones generales de la tercera sesión del Concilio Vaticano II; aquellas congregaciones, decimos, en las que los problemas discutidos pueden especialmente interesar a la vida de la mujer; tendremos de esta forma, por primera vez quizá, presente en un Concilio Ecuménico a algunas, pocas —es evidente—, pero significativas y simbólicas representaciones femeninas; de vosotras las religiosas, las primeras, y luego las de las grandes organizaciones femeninas católicas, para que la mujer sepa lo que la Iglesia honra la dignidad de su ser, de su misión humana y cristiana.

Al paso que Nos alegra daros esta noticia Nos entristece el pensamiento de las muchas manifestaciones de la vida moderna en que la mujer aparece despojada de la altura espiritual y ética, que las mejores costumbres civiles y la elevación a la vocación cristiana le atribuyen, colocándose a un nivel de insensibilidad moral y con frecuencia de licenciosidad pagana; y al paso que le son abiertos los caminos de las experiencias más peligrosas y morbosas, la mujer se ve privada de la verdadera felicidad y amor verdadero que nunca pueden estar separados del sentido sagrado de la vida.

Nos apena también ver a muchas almas femeninas, hechas para cosas altas y generosas, que no saben dar hoy a su vida un sentido pleno y superior, pues les fallan dos coeficientes de plenitud interior: la oración, en su expresión completa, personal y sacramental, y el espíritu de entrega de amor, que sabe dar y que vivifica. Hay almas pobres atormentadas que encuentran falaz remedio en las distracciones exteriores.

Ved ahora el tercer motivo de nuestro gozo espiritual, originado en este encuentro y que viene a consolarnos: es observar en vuestro número y en vuestro fervor que todavía hoy hay almas puras y fuertes que tienen sed de perfección y que no tienen ni temor ni vergüenza a vestir el hábito religioso, el hábito de la consagración total de su vida al Señor.

En verdad también, a este respecto hemos de hacer una doble y no grata observación: que las vocaciones religiosas, también las femeninas, están disminuyendo, y que la Iglesia, como la sociedad profana, tiene una creciente necesidad de estas vocaciones. Es éste uno de los problemas de nuestro tiempo, por cuya solución es preciso trabajar y orar.

Pero detengámonos ahora en la prueba de vitalidad religiosa que vuestra presencia nos ofrece. Agradecemos a la Virgen este consuelo que nos permite entrever su maternal y providencial asistencia a la Iglesia; que nos ofrece el ejemplo de su generosidad cristiana cada vez más floreciente, que nos lleva a pensar en el tesoro de obras buenas a que vuestra vida está consagrada.

Pedimos a la Virgen, por vosotras, que os dé la certeza en la bondad de la elección que habéis realizado; es la mejor, la más difícil y la más fácil a la vez; es la más cercana a la de María Santísima, pues, como la suya, está dirigida por un sencillo y total abandono en la voluntad divina: “Hágase en mí según tu palabra”. Le pediremos que os haga fuertes; la vida religiosa exige hoy fortaleza; quizá ayer fuese el refugio de muchas almas débiles y tímidas; hoy es la palestra de las almas fuertes, constantes y heroicas. Le pediremos, finalmente, que os haga alegres y felices; la vida religiosa, por pobre y austera que sea, no puede ser auténtica más que con la alegría interior. Es lo que os deseamos como recuerdo de este encuentro, pidiéndoos a todas oraciones por el Concilio y por toda la Iglesia al paso que os damos nuestra bendición.

 



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