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PROCLAMACIÓN DE SANTA TERESA DE JESÚS COMO DOCTORA DE LA IGLESIA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE PABLO VI

Domingo 27 de septiembre de 1970

 

Acabamos de conferir o, mejor dicho, acabamos de reconocer a Santa Teresa de Jesús el título de doctora de la Iglesia. El sólo hecho de mencionar, en este lugar y en esta circunstancia, el nombre de esta santa tan singular y tan grande, suscita en nuestro espíritu un cúmulo de pensamientos. El primero es la evocación de la figura de Santa Teresa. La vemos ante nosotros como una mujer excepcional, como a una religiosa que, envuelta toda ella de humildad, penitencia y sencillez, irradia en torno a sí la llama de su vitalidad humana y de su dinámica espiritualidad; la vemos, además, como reformadora y fundadora de una histórica e insigne Orden religiosa, como escritora genial y fecunda, como maestra de vida espiritual, como contemplativa incomparable e incansable alma activa. ¡Qué grande, única y humana, qué atrayente es esta figura! Antes de hablar de otra cosa, nos sentimos tentados a hablar de ella, de esta santa interesantísima bajo muchos aspectos. Pero no esperéis que, en este momento, os hablemos de la persona y de la obra de Teresa de Jesús. Sería suficiente la doble biografía recogida en el tomo preparado con tanto esmero por nuestra Sagrada Congregación para las causas de los santos para desanimar a quien pretendiese condensar en breves palabras la semblanza histórica y biográfica de esta santa, que parece desbordar las líneas descriptivas en las que uno quisiera encerrarlas. Por otra parte, no es precisamente en ella donde quisiéramos fijar durante un momento nuestra atención, sino más bien en el acto que ha tenido lugar hace poco, en el hecho que acabamos de grabar en la historia de la Iglesia y que confiamos a la piedad y a la reflexión del Pueblo de Dios, en la concesión de otorgarle el título de doctora a Teresa de Ávila, a Santa Teresa de Jesús, la eximia carmelita.

El significado de este acto es muy claro. Un acto que quiere ser intencionalmente luminoso, y que podría encontrar su imagen simbólica en una lámpara encendida ante la humilde y majestuosa figura de la Santa. Un acto luminoso por el haz de luz que la lámpara del título doctoral proyecta sobre ella; un acto luminoso por el otro haz de luz que ese mismo título doctoral proyecta sobre nosotros. Hablemos primero sobre ella, sobre Teresa. La luz del título doctoral pone de relieve valores indiscutibles que ya le habían sido ampliamente reconocidos; ante todo, la santidad de vida, valor oficialmente proclamado el 12 de marzo de 1622 —Santa Teresa había muerto 30 años antes— por nuestro predecesor Gregorio XV en el célebre acto de canonización que incluyó en el libro de los santos, junto con nuestra santa carmelita, a Ignacio de Loyola, Francisco Javier, Isidro Labrador, todos ellos gloria de la España católica, y al mismo tiempo al florentino-romano Felipe Neri. Por otra parte, la luz del título doctoral pone de relieve la «eminencia de la doctrina» y esto de un modo especial (cf. Prospero Lambertini, luego Papa Benedicto XIV, De servorum Dei beatificatione, IV, 2, c. 11, n. 13).

La doctrina de Teresa de Ávila brilla por los carismas de la verdad, la fidelidad a la fe católica y la utilidad para la formación de las almas. Y podríamos resaltar de modo particular otro carisma, el de la sabiduría, que nos hace pensar en el aspecto más atrayente y al mismo tiempo más misterioso del doctorado de Santa Teresa, o sea, en el influjo de la inspiración divina en esta prodigiosa y mística escritora. ¿De dónde le venía a Teresa el tesoro de su doctrina? Sin duda alguna, le venía de su inteligencia y de su formación cultural y espiritual, de sus lecturas, de su trato con los grandes maestros de teología y de espiritualidad, de su singular sensibilidad, de su habitual e intensa disciplina ascética, de su meditación contemplativa, en una palabra de su correspondencia a la gracia acogida en su alma, extraordinariamente rica y preparada para la práctica y la experiencia de la oración. Pero ¿era ésta la única fuente de su «eminente doctrina»? ¿O acaso no se encuentran en Santa Teresa hechos, actos y estados en los que ella no es el agente, sino más bien el paciente, o sea, fenómenos pasivos y sufridos, místicos en el verdadero sentido de la palabra, de tal forma que deben ser atribuidos a una acción extraordinaria del Espíritu Santo? Estamos, sin duda alguna, ante un alma en la que se manifiesta la iniciativa divina extraordinaria, sentida y posteriormente descrita llana, fiel y estupendamente por Teresa con un lenguaje literario peculiarísimo.

Al llegar aquí, las preguntas se multiplican. La originalidad de la acción mística es uno de los fenómenos psicológicos más delicados y más complejos, en los que pueden influir muchos factores, y obligan al estudioso a tomar las más severas cautelas, al mismo tiempo que en ellos se manifiestan de modo sorprendente las maravillas del alma humana, y entre ellas la más comprensiva de todas: el amor, que encuentra en la profundidad del corazón sus expresiones más variadas y más auténticas; ese amor que llegamos a llamar matrimonio espiritual, porque no es otra cosa que el encuentro del amor divino inundante, que desciende al encuentro del amor humano, que tiende a subir con todas sus fuerzas. Se trata de la unión con Dios más íntima y más fuerte que se conceda experimentar a un alma viviente en esta tierra; y que se convierte en luz y en sabiduría, sabiduría de las cosas divinas y sabiduría de las cosas humanas. De todos estos secretos nos habla la doctrina de Santa Teresa. Son los secretos de la oración. Esta es su enseñanza.

Ella tuvo el privilegio y el mérito de conocer estos secretos por vía de la experiencia, vivida en la santidad de una vida consagrada a la contemplación y, al mismo tiempo, comprometida en la acción, por vía de experiencia simultáneamente sufrida y gozada en la efusión de carismas espirituales extraordinarios. Santa Teresa ha sido capaz de contarnos estos secretos, hasta el punto de que se la considera como uno de los supremos maestros de la vida espiritual. No en vano la estatua de la fundadora Teresa colocada en esta basílica lleva la inscripción que tan bien define a la Santa: Mater spiritualium. Todos reconocían, podemos decir que con unánime consentimiento, esta prerrogativa de Santa Teresa de ser madre y maestra de las personas espirituales. Una madre llena de encantadora sencillez, una maestra llena de admirable profundidad. El consentimiento de la tradición de los santos, de los teólogos, de los fieles y de los estudiosos se lo había ganado ya. Ahora lo hemos confirmado Nosotros, a fin de que, nimbada por este título magistral, tenga en adelante una misión más autorizada que llevar a cabo dentro de su familia religiosa, en la Iglesia orante y en el mundo, por medio de su mensaje perenne y actual: el mensaje de la oración.

Esta es la luz, hecha hoy más viva y penetrante, que el título de doctora conferido a Santa Teresa reverbera sobre nosotros. El mensaje de oración nos llega a nosotros, hijos de la Iglesia, en una hora caracterizada por un gran esfuerzo de reforma y de renovación de la oración litúrgica; nos llega a nosotros, tentados, por el reclamo y por el compromiso del mundo exterior, a ceder al trajín de la vida moderna y a perder los verdaderos tesoros de nuestra alma por la conquista de los seductores tesoros de la tierra.

Este mensaje llega a nosotros, hijos de nuestro tiempo, mientras no sólo se va perdiendo la costumbre del coloquio con Dios, sino también el sentido y la necesidad de adorarlo y de invocarlo. Llega a nosotros el mensaje de la oración, canto y música del espíritu penetrado por la gracia y abierto al diálogo de la fe, de la esperanza y de la caridad, mientras la exploración psicoanalítica desmonta el frágil y complicado instrumento que somos, no para escuchar la voces de la humanidad dolorida y redimida, sino para escuchar el confuso murmullo del subconsciente animal y los gritos de las indomadas pasiones y de la angustia desesperada. Llega ahora a nosotros el sublime y sencillo mensaje de la oración de la sabia Teresa, que nos exhorta a comprender «el gran bien que hace Dios a un alma que la dispone para tener oración con voluntad…, que no es otra cosa la oración mental, a mi parecer, sino tratar de amistad estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama» (Vida, 8, 4-5).

Este es, en síntesis, el mensaje que nos da Santa Teresa de Jesús, doctora de la santa Iglesia. Escuchémoslo y hagámoslo nuestro. Debemos añadir dos observaciones que nos parecen importantes. En primer lugar hay que notar que Santa Teresa de Ávila es la primera mujer a quien la Iglesia confiere el título de doctora; y esto no sin recordar las severas palabras de San Pablo: «Las mujeres cállense en las asambleas» (1 Cor 14, 34), lo cual quiere decir incluso hoy que la mujer no está destinada a tener en la Iglesia funciones jerárquicas de magisterio y de ministerio. ¿Se habrá violado entonces el precepto apostólico?

Podemos responder con claridad: no. Realmente no se trata de un título que comporte funciones jerárquicas de magisterio, pero a la vez debemos señalar que este hecho no supone en ningún modo un menosprecio de la sublime misión de la mujer en el seno del Pueblo de Dios.

Por el contrario, ella, al ser incorporada a la Iglesia por el bautismo, participa del sacerdocio común de los fieles, que la capacita y la obliga a «confesar delante de los hombres la fe que recibió de Dios mediante la Iglesia» (Lumen gentium 2, 11). Y en esa confesión de fe muchas mujeres han llegado a las cimas más elevadas, hasta el punto de que su palabra y sus escritos han sido luz y guía de sus hermanos. Luz alimentada cada día en el contacto íntimo con Dios, también en las formas más elevadas en la oración mística, para la cual San Francisco de Sales llega a decir que poseen una especial capacidad. Luz hecha vida de manera sublime para el bien y el servicio de los hombres.

Por eso el Concilio ha querido reconocer la preciosa colaboración con la gracia divina que las mujeres están llamadas a ejercer para instaurar el reino de Dios en la tierra, y al exaltar la grandeza de su misión no duda en invitarlas igualmente a ayudar «a que la humanidad no decaiga», «a reconciliar a los hombres con la vida», «a salvar la paz del mundo» (Concilio Vaticano II, Mensaje a las mujeres). En segundo lugar, no queremos pasar por alto el hecho de que Santa Teresa era española, y con razón España la considera una de sus grandes glorias. En su personalidad se aprecian los rasgos de su patria: la reciedumbre de espíritu, la profundidad de sentimientos, la sinceridad de corazón, el amor a la Iglesia. Su figura se centra en una época gloriosa de santos y de maestros que marcan su época con el florecimiento de la espiritualidad. Los escucha con la humildad de la discípula, a la vez que sabe juzgarlos con la perspicacia de una gran maestra de vida espiritual, y como tal la consideran ellos.

Por otra parte, dentro y fuera de las fronteras patrias se agitaban violentos los aires de la Reforma, enfrentando entre sí a los hijos de la Iglesia. Ella, por su amor a la verdad y por el trato íntimo con el Maestro, hubo de afrontar sinsabores e incomprensiones de toda índole, y no sabía como dar paz a su espíritu ante la rotura de la unidad: «Fatiguéme mucho —escribe— y, como si yo pudiera algo o fuera algo, lloraba con el Señor y le suplicaba redimiese tanto mal» (Camino de perfección 1, 2). Este su sentir con la Iglesia, probado en el dolor que consumía sus fuerzas, la llevó a reaccionar con toda la entereza de su espíritu castellano en un afán de edificar el reino de Dios, y decidió penetrar en el mundo que la rodeaba con una visión reformadora para darle un sentido, una armonía, un alma cristiana. A distancia de cinco siglos, Santa Teresa de Ávila sigue marcando las huellas de su misión espiritual, de la nobleza de su corazón sediento de catolicidad, de su amor despojado de todo apego terreno para entregarse totalmente a la Iglesia. Bien pudo decir, antes de su último suspiro, como resumen de su vida: «En fin, soy hija de la Iglesia». En esta expresión, presagio y gusto ya de la gloria de los bienaventurados para Teresa de Jesús, queremos ver la herencia espiritual por ella legada a España entera. Debemos ver asimismo una llamada dirigida a todos a hacernos eco de su voz, convirtiéndola en programa de nuestra vida para poder repetir con ella: ¡Somos hijos de la Iglesia!

Con nuestra bendición apostólica.

 



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