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CARTA DEL SANTO PADRE PABLO VI;
FIRMADA POR EL CARDENAL SECRETARIO DE ESTADO,
A LA I SEMANA SOCIAL DE CHILE

 

Roma, 5 de diciembre de 1963

 

Eminentísimo y reverendísimo señor:

Tengo el gusto de manifestarle la paternal complacencia con que el Augusto Pontífice ha visto las expresiones de devoción que los organizadores de la Primera Semana Social de Chile le han hecho llegar al poner en sus manos el programa de los actos de la misma.

Me es grato ahora dar cumplimiento a los deseos de Su Santidad y me apresuro a transmitir a cuantos en estas jornadas participan los votos que él formula por el más feliz éxito de las mismas.

Se trata, sin duda, de un acontecimiento de gran importancia para la vida cristiana de ese noble país. La idea de las Semanas Sociales católica ha echado ya hondas raíces en varias naciones, en las que realizan una admirable labor en orden a profundizar y difundir la doctrina social de la Iglesia, ya que su cometido principal es precisamente el de estudiar los problemas sociales de cada tiempo, con especial referencia al propio lugar y a la luz de los principios católicos, siempre actuales, con aquella perennidad y juventud “propia de las verdades y de las fuerzas que jamás envejecen y que tienen en sí mismas el deber y el secreto de la actualidad y el empuje del amor”. (Su Santidad Pablo VI, Discurso al Seminario Europeo de la Juventud sobre problemas agrícolas, 23 de julio de 1963.)

Tal doctrina, que forma parte integrante de la concepción cristiana de la vida, tiende a presentar al mundo, muchas veces desgarrado por ideologías erróneas, por deformaciones estructurales y por egoísmos individuales o colectivos, un orden social cristiano capaz de devolver a los pueblos el sentido de la verdadera justicia, del amor fraterno y de la paz. La luz, tanto de la razón como de la revelación, nos hace siempre concebir esta doctrina como fundada sobre la dignidad de la persona humana, creada a imagen de Dios, restaurada después del pecado, redimida con la sangre de Cristo, introducida en la amistad con Dios y hecha heredera de la gloria eterna: “Per cognitionem eius qui vocavit nos propria gloria et virtute, per quem maxima et pretiosa nobis promissa donavit ut per haec divinae efficiamini divinae consortes naturae” (2 P 1, 3-4.)

La dignidad de la persona humana entendida en el orden natural y sobrenatural es el fundamento y el fin de toda convivencia social. Ninguna forma social puede ser válida, ningún bien común puede pretender la denominación de verdadero bien si suprime o viola lo inalienables derechos de la persona, si no da a todos los miembros de la comunidad la posibilidad del desarrollo armónico de sus derechos personales y si fu favorece el cumplimiento de sus deberes. (Cfr. Pacem in terris, AAS, LV, 1963, pág. 272.).

Al hablar, pues, de la comunidad nacional y de los intereses que a ella se refieren habrá que tener en cuenta que ésta como comunidad está formada por personas humanas, las cuales tienen sus derechos y sus deberes, y asimismo que aun en su carácter de comunidad nacional será tanto más sólida cuanto más conscientes sean de sus deberes y más libremente puedan obrar según sus derechos los miembros que la componen.

Mas a fin de que el bien común de una comunidad nacional sea accesible a todas las personas que la forman, es muy importante que las relaciones internas entre los diversos grupos sociales, entre iniciativa personal e intervención de los poderes públicos en el campo económico, político y cultural estén bien equilibrados, bien estructurados. En esta materia la doctrina social de la Iglesia presenta una línea segura de conducta mediante la fórmula del “principio de subsidiariedad” enunciada a por Pío XI en la encíclica Quadragesimo anno y (AAS, XXIII, 1931, pág. 203) y oportunamente recordado por Juan XXIII (Mater et magistra, AAS, LII, 1961, pág. 414): “Debe, sin embargo quedar firme el principio importantísimo en la filosofía social de que al igual que no es lícito quitar a los individuos aquello que éstos pueden realizar por sus propias fuerzas e industria para confiarlo a la comunidad, así también es injusto confiar a una mayor y más alta sociedad lo que por las menores e inferiores puede ser llevado a cabo. Y esto un grave daño y un trastorno del recto orden de la sociedad, porque el objeto natural de cualquier intervención de la sociedad misma es el de ayudar en manera supletoria a los miembros del cuerpo social, no el de destruirlos y absorberlos”.

En los países que están atravesando por un período de fuerte desarrollo en el campo económico y social, el respeto de este principio adquiere una importancia todavía mayor. El equilibrio y la armonía entre la actividad de los particulares y la intervención, a veces necesaria, de los poderes públicos, pueden ser asegurados en una manera más orgánica por el buen funcionamiento de los cuerpos intermedios. Toca a ellos reunir, agrupar, estimular y coordinar las iniciativas personales de quienes pertenecen a las mismas condiciones sociales, a las mismas profesiones y, por tanto, tienen intereses comunes en el desarrollo económico y social, así como también de servir de intermediarios entre los intereses particulares, personales o regionales y el bien común de toda la comunidad nacional.

Donde estos cuerpos intermedios falten, o estén poco desarrollados, la comunidad nacional puede ser presa de algunos individuos que se arrogan un poder exagerado en el campo económico, social o político, o bien de los poderes públicos que, no encontrando ninguna estructura social robusta, invaden la esfera privada de los individuos y acaban muchas veces por ignorar o hasta violar los derechos fundamentales de la persona humana.

No hay que olvidar después que una gran responsabilidad incumbe a todos aquellos que tienen o deben tener un influjo decisivo en la sana estructuración económica y social de un país. Ya León XIII, dirigiéndose a los gobernantes (Immortale Dei, Acta Leonis XIII, V, 1885, pág. 121), decía que el poder público “ha de ejercitarse en provecho de los ciudadanos, porque la única razón del poder de quien gobierna es la tutela del bienestar público. Por tanto, de ningún modo puede admitirse que la autoridad civil sirva a los intereses de uno o de pocos, cuando ha sido establecida para el bien de todos”. Y la encíclica Mater et magistra (AAS, LIII 1961, pág. 717) recuerda que el bien común exige la realización de todas las condiciones sociales que son necesarias a fin de que los hombres puedan obtener una perfección más completa en el consorcio humano bien constituido.

Pero el hombre, que es un compuesto de cuerpo y de alma inmortal, no puede alcanzar su perfección plena dentro de los estrechos límites de la vida mortal; por eso el bien común debe ser formulado de tal manera y con tales medios dotado, que la salvación eterna de los hombres no sólo no sea con ello obstaculizada, sino que por el contrario sea preparada y favorecida.

Es indudable que la construcción o la reconstrucción de una comunidad nacional no es empresa fácil, sino que requiere la generosa colaboración de todos los sectores de la población. Todos los seres humanos y todos los cuerpos intermedios quedan obligados a dar su aportación específica en orden a la actuación del bien común. Esto comporta el que persigan los propios intereses en armonía con sus exigencias, y ofrezcan, a este mismo fin, la colaboración, en bienes y servicios, que las autoridades legítimas establezcan, según criterios de justicia y dentro del ámbito de su propia competencia. (Cfr. Pacem in terris, AAS, IV, 1963, pág. 272.)

Particularmente grave es la responsabilidad de los católicos, los cuales en la doctrina social cristiana que forma parte del magisterio de la Iglesia, tienen las directivas claras y seguras que pueden y deben seguir en su vida privada y pública. Por esta razón hay que saludar con gran satisfacción la Primera Semana Social de Chile, testimonio vivo del sentido de responsabilidad de los intelectuales católicos de dicho país, y de aquellos hombres que, trabajando en los diversos sectores de la vida social, quieren realizar, unidos estrechamente con la Iglesia en verdad, en justicia y en amor fraterno, el bien común que promete un porvenir edificado sobre un orden social cristiano.

¡Qué unión de voluntades y de esfuerzos ante la tarea urgente de la recta aplicación de los principios católicos a la vida práctica no dará la caridad de Cristo! Si el mundo moderno pudiera a primera vista aparecer como ajeno a lo religioso y sobrenatural, advertía el día mismo de su coronación el Santo Padre Pablo VI (30 de junio de 1963), préstese con todo oído atento a las voces profundas que del mismo vienen y que nos lo harán ver como trabajado por la gracia y el Espíritu Santo: el mundo de hoy “aspira a la justicia, a un progreso que no sea solamente la suspensión precaria de las hostilidades entre las naciones o las clases sociales, sino que permita, en fin, el desarrollo y la colaboración de los hombres y de los pueblos en una atmósfera de confianza recíproca. Al servicio de tales causas él se muestra capaz de practicar en grado asombroso virtudes de energía y de valor, de espíritu de iniciativa de entrega, de sacrificio. Nos lo decimos sin vacilar: todo eso es nuestro”.

Que esta Semana contribuya en grado poderoso a descubrir y descifrar tales voces a fin de presentar al pueblo chileno la respuesta adecuada a sus legítimas exigencias y aspiraciones.

Para ello el Santo Padre invoca la luz de lo Alto y la ayuda divina, mientras a vuestra eminencia, lo mismo que a los demás que aportan su colaboración a los trabajos de la Primera Semana Social de Chile, da una particular bendición apostólica.

Al expresarle los sentimientos de mi más alta y distinguida consideración beso su mano mientras me reitero de vuestra eminencia reverendísima servidor verdadero,

AMLETO G., Cardenal CICOGNANI.

 


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