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PABLO VI

EPÍSTOLA

IN CONGO

A LOS VENERABLES HERMANOS Y QUERIDOS HIJOS ARZOBISPOS,
OBISPOS Y DEMÁS ORDINARIOS DEL CONGO

 

Venerables hermanos y queridos hijos: Salud y bendición apostólica.

Se han desarrollado estos días en el Congo calamitosos acontecimientos que en algunas regiones han sido causa de acerbo dolor para muchos miles de personas y origen lamentable de un desastre, que, dañando los bienes del cuerpo y del espíritu han llenado de luto muchos hogares y ha sembrado el odio entre los ciudadanos de esa nación.

Con angustiosa solicitud hemos seguido estos tristes acontecimientos, y como bien sabéis, venerables hermanos, hemos empleado el esfuerzo que nos ha sido posible para evitar que las agitadas pasiones desembocaran en una ruina extrema e irreparable; por ello hicimos un llamamiento a todos para que se respetaran los derechos del hombre y cesara de correr la sangre.

Junto con vosotros y muchas familias, que con justas lágrimas lloran a sus seres queridos, elevamos fervientes preces a Dios para que conceda luz y descanso eterno a quienes han sido abatidos de la vida terrestre por la bárbara tempestad y dispense consuelo a los supervivientes.

Con el corazón emocionado recordamos a los sacerdotes, religiosos y sagradas vírgenes que, firmes en sus puestos, han sido sorprendidos por la muerte y con el derramamiento de su sangre han afirmado su amor a Cristo y al pueblo del Congo. Como invicta constancia del mérito de su muerte, podéis atribuiros la voz generosa de San Cipriano, que ensalzaba a quienes murieron en África por su fidelidad a la fe católica: “Bienaventurada nuestra Iglesia, iluminada por el honor de la divina dignación, ilustrada en nuestros días por la gloriosa sangre de los mártires. Antes resplandecía de blancura por las obras de los hermanos, ahora se ha hecho roja por la sangre de los mártires; en su jardín no faltan ni los lirios ni las rosas... Reciban las coronas blancas de sus obras o rojas de su martirio. En los campamentos celestiales la paz y el ejército tienen sus flores, con las que puede ser coronado de gloria el soldado de Cristo” (San Cipriano, Ad Mártires et Confesores, Ep, III, 5).

De todos es sabido que los ministros de Cristo en el Congo trabajaron, sin tener presente ningún fin o premio terreno, por la extensión del Evangelio a todos los confines, con gran ardor y entrega, inculcando el respeto y la observancia de la dignidad de la naturaleza humana, para sentar los fundamentos del culto del verdadero humanismo.

En cuanto la situación actual mejore, no dudamos que continuarán entre los congoleños su obra apostólica, con la misma diligencia y ardor, pues con grandes deseos los secundan y les han dado pruebas inequívocas de fidelidad y de amor.

La Iglesia, siempre y en todas partes, es Reino de verdad, de gracia, de amor y de paz. No podemos dejar en esta tempestad de ilustrar y recordar a los católicos congoleños sobre este magno oficio de la Iglesia, pues su Patria necesita en estos momentos el sincero y unido esfuerzo de sus ciudadanos para establecer la paz y la concordia.

La vida sobrenatural, la profunda consideración de la ley y de la verdad evangélicas, la gracia que mana abundantemente del sacrificio eucarístico, de los Sacramentos de la Iglesia y de las oraciones, la divulgación de la doctrina saludable del derecho de los pueblos, las fuerzas de un renovado vigor, ciertamente serán auxilios eficaces para atraer las almas a los pensamientos de paz y para que se depongan y apacigüen las ansias de exterminio.

Hay que esforzarse para que se pongan prontos remedios a las condiciones de miseria, para que se preparen los caminos de la conciliación y, si fuera posible, siguiendo el ejemplo de Cristo, se conceda el perdón.

Aunque nuestro pensamiento está fijo en todos los congoleños de todas las clases, sin embargo, deseando consuelo y esperanza, se destine especialmente en esa juventud a cuya formación y educación cristiana habéis dedicado vuestras fuerzas y vuestro trabajo. Era vuestra principal preocupación; seguid actuando como antes, dedicaos de ahora en adelante, también con el mismo ardor, a la formación y educación espiritual de la juventud, pues estáis persuadidos de que éste ha de ser el capítulo principal de vuestras preocupaciones.

Tampoco ignoramos el interés que tenéis por el progreso civil de este pueblo, ni vuestros esfuerzos para que los problemas sociales que tiene planteados se resuelvan de acuerdo con los principios de la doctrina cristiana. Es nuestro deseo, y a ello os exhortamos, que continuéis el camino emprendido, no cejando en estos esfuerzos, para que la Iglesia, en cuanto está de su parte, contribuya a dar mejores tiempos a esta nación,

Al tratar de subvenir tantas y tan grandes necesidades, pensando en la flaqueza de las fuerzas humanas, el ánimo desfallece y la desconfianza ahoga los esfuerzos más generosos.

Levantando el corazón a lo alto, tomad de Dios la luz del consejo, la firmeza de los propósitos, el vigor de la virtud, la tolerancia del mal, siempre con la esperanza en el premio cierto, “siempre diligentes, sin flojedad, fervorosos de espíritu, como quienes sirven al Señor; vivid alegres con la esperanza, pacientes en la tribulación, perseverantes en la oración” (Rm 12, 11-12). “Así, pues, hermanos míos muy amados, manteneos firmes, inconmovibles, abundando siempre en la obra del Señor, teniendo presente que vuestro trabajo no es vano en el Señor” (1 Cor 15, 58).

Con estos votos invocamos el auxilio sobrenatural para vosotros, venerables hermanos, cuya fe, constancia y diligencia muy bien conocemos, para los dignos sacerdotes, para los misioneros, sagradas vírgenes, para los seglares que trabajan en colaboración con la jerarquía eclesiástica y para todos los fieles que se encuentran en tan graves circunstancias, y como prenda de ello amantemente os impartimos la bendición apostólica.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 7 del mes de diciembre del año 1964, segundo de nuestro pontificado.

PABLO PP. VI

 



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