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CARTA DEL SANTO PADRE PABLO VI
A LA CONFERENCIA MUNDIAL
DEL AÑO INTERNACIONAL DE LA MUJER*

 

A la Ilustrísima Señora Helvi Sipilä
Secretaria General de la Conferencia Mundial
del Año Internacional de la Mujer

Nos sentimos feliz de enviar un saludo a la Conferencia Mundial del Año Internacional de la Mujer, que va a inaugurarse próximamente en México, a la vez que formulamos los mejores votos por el éxito de sus trabajos, que podrán ofrecer una positiva contribución para el porvenir de la humanidad.

Nos hemos tenido ya la oportunidad de subrayar —en ocasión de vuestra visita— la atención y simpatía con las que queríamos seguir el Año Internacional de la Mujer, proclamado por las Naciones Unidas. Porque reconocíamos en el triple tema del Año: igualdad, desarrollo, paz, la síntesis de una vasta problemática que las Instituciones de la comunidad mundial deben afrontar hoy y que es expresión de aspiraciones con las que la Iglesia se siente solidaria. La presente Conferencia marca, sin embargo, una etapa verdaderamente nueva en ese caminar de las naciones, siempre a la búsqueda de condiciones de vida más justas y más humanas.

Se trata, por otra parte, de hacer justicia a la mujer, la cual en el curso de la historia se ha encontrado —o se encuentra todavía— relegada a una situación de inferioridad con respecto al hombre y víctima, con mayor frecuencia que él, de las plagas del subdesarrollo y de la guerra. Pero por otra parte, como Nos nos complacíamos en hacer notar a propósito de los objetivos asignados al Año Internacional, se trata también de asegurar concretamente la plena integración de la mujer al esfuerzo global de desarrollo y de reconocer y promover su aportación para el reforzamiento de la paz. ¡Qué esperanza para la humanidad si, mediante el esfuerzo concertado de todas las buenas voluntades, los centenares de millones de mujeres de todas las regiones del mundo pudieran finalmente poner al servicio de esas grandes causas, y a la de la «reconciliación en las familias y en la sociedad», no solamente su fuerza numérica sino la aportación irremplazable de sus dones de inteligencia y corazón! Esta es la esperanza que Nos evocábamos, más recientemente, en ocasión de la Jornada Mundial de la Paz.

No es sólo ahora cuando la Iglesia Católica desea la realización de estos objetivos propuestos por el Año Internacional de la Mujer. Hace ya casi 20 años —por no remontarnos más allá— que nuestro Predecesor Pío XII decía a las mujeres católicas del mundo entero: «Vosotras podéis y debéis hacer vuestro, sin restricciones, el programa de la promoción de la mujer, que suscita inmensas esperanzas en la muchedumbre innumerable de hermanas vuestras que se ven aún sometidas a costumbres degradantes, o víctimas de la miseria, de la ignorancia de su medio, de la falta total de medios de cultura y de formación» (Pío XII, A la Unión Mundial de las Organizaciones Femeninas Católicas, 29 de septiembre de 1957: AAS 49, 1957, p. 907). Esta «promoción» debía concebirse «en términos cristianos, a la luz de la fe»; no ciertamente para disminuir su alcance. Al contrario, ya que es a esta luz como mejor resalta la verdadera igualdad entre hombre y mujer, dotados, cada uno según su manera de ser propia, de la dignidad de la persona humana y creados a imagen de Dios.

En este mismo sentido el Papa Juan XXIII, en su encíclica Pacem in terris, saludaba como un «signo de los tiempos» el hecho de que la mujer, «cada vez más consciente de su dignidad humana, no admite ya ser considerada como un instrumento; ella exige que se le trate como persona, tanto dentro del hogar como en la vida pública» (AAS 55, 1963, pp. 267-268). Al mismo tiempo el Concilio Vaticano II, tomando conciencia de la solidaridad de toda la Iglesia con las «alegrías y las esperanzas, las tristezas y las angustias» del mundo contemporáneo, se aprestó a condenar las injusticias de una discriminación basada en el sexo y a reivindicar para la mujer, junto con el respeto de derechos y deberes correspondientes a su propia naturaleza, una participación responsable y total en la vida entera de la sociedad» (Cfr. Gaudium et Spes, 29 , et 2; 60, 3).

No es necesario recordar aquí todos los esfuerzos, a través de los cuales la Iglesia Católica trata de contribuir eficazmente a la integración de las mujeres en las obras de desarrollo y de la paz. Bástenos mencionar simplemente un campo por el que sentimos particular interés : el de la lucha contra el analfabetismo, que juega un papel nefasto, sobre todo entre las mujeres de las regiones rurales, poniendo obstáculos al desarrollo y lesionando los derechos esenciales, pues —como ya lo recordamos en nuestra encíclica Populorum Progressio— «el hambre de instrucción no es menos deprimente que el hambre de alimentos: un analfabeto es un espíritu subalimentado» (Populorum Progressio, 35: AAS 59, 1967, p. 274).

Subrayar la necesidad elemental de instrucción de las masas desheredadas no quiere decir olvidar la importancia, para los objetivos del Año Internacional de la Mujer, de la educación bajo todas sus formas —educación tanto de los hombres como de las mujeres— y de la acción que hay que llevar a cabo en el campo de la opinión pública. Por otra parte, un sano esfuerzo de educación hará posible la aplicación del necesario discernimiento, para que la «liberación» no desemboque en nuevas y peores servidumbres, y que la lucha contra la discriminación no pretenda recurrir a una «falsa igualdad que niegue las distinciones establecidas por el mismo Creador» (Octogesima Adveniens, 13: AAS 63, 1971, p. 411) o que corra el riesgo de atenuar la visión exacta de la misión privilegiada de la mujer.

A fin de promover y orientar esta acción hacia un cambio saludable de mentalidad, Nos hemos querido crear un Comité de la Santa Sede para el Año Internacional de la Mujer. Hemos propuesto también a las Iglesias locales, extendidas por todo el mundo, que aprovechen esta ocasión para preguntarse acerca de la participación efectiva de las mujeres en la vida de la Iglesia, así como acerca de la aportación de los católicos a todo esfuerzo que tienda a la colaboración armónica entre hombres y mujeres en las grandes tareas de la sociedad humana.

Nos deseamos contribuir de esta manera a que el Año Internacional de la Mujer sea realmente, de acuerdo con la feliz idea de sus promotores, el punto de arranque de una acción a largo plazo. Dirigimos finalmente nuestra mirada hacia el Altísimo. El ha creado a la mujer, lo mismo que al hombre, a su imagen (Gen. 1, 27); El ha querido también llamar a una mujer, la Virgen María, para que diera «su consentimiento activo y libre» (Marialis Cultus, 37: AAS 66, 1974, p. 148) al acontecimiento decisivo de la venida de Cristo a la tierra, buena nueva de verdadera liberación para toda la humanidad. Que El bendiga los trabajos de esta conferencia; que El de luz y fuerza a todos aquellos y aquellas que tienen la responsabilidad de la misma, al servicio de la familia humana.

Vaticano, 16 de junio de 1975.

PAULUS PP. VI


*AAS 67 (1975), p.437-439;

Insegnamenti di Paolo VI, vol. XIII, p.639-642;

L'Osservatore Romano, 22.6.1975, p.1;

L'Osservatore Romano, edición en lengua española, n.26, p.2.

 



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