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 DISCURSO DE SU SANTIDAD PABLO VI
A LAS MISIONES EXTRAORDINARIAS*

Lunes, 1 de julio de 1963

 

Excelencias, Señores,

Durante la solemne inauguración del Concilio Ecuménico Vaticano II, en el pasado mes de octubre, Nuestro inolvidable Predecesor Juan XXIII quiso recibir aquí mismo a las Misiones Extraordinarias enviadas por más de ochenta Naciones para acrecentar la magnificencia de tan memorable ceremonia. Le pareció que la majestad del lugar correspondía así mismo a la dignidad de las personas y a la grandiosidad del acontecimiento.

El mismo pensamiento Nos ha guiado cuando hemos sabido el número y la importancia de las Misiones que habían de venir a representar a los Países del mundo, en la ceremonia de Nuestra Coronación.

Y así, en estos mismos lugares donde Nos hemos aceptado, con la emoción que imagináis, la misión del Supremo Pontificado, y recibido el homenaje de los Venerables Cardenales de la Santa Iglesia Romana, Nos acogemos hoy, con alegría y agradecimiento, el homenaje de las Naciones.

Homenaje sumamente significativo, permitidnos, ponerlo de relieve, tanto por el número de Países como por la calidad de los personajes, la variedad de las proveniencias. Es, en verdad, el mundo en miniatura el que está ante Nuestros ojos, con sus cinco continentes, sus razas, sus pueblos, sus diversas costumbres, que se ven también en el esplendor de los uniformes y trajes. ¡Qué espectáculo, Señores, qué tema de meditación para Aquel a Quien ayer se le dijo: «Que sepas que tú eres padre de príncipes y de reyes, y que en la tierra eres el guía del mundo, el Vicario de Nuestro Salvador Jesucristo».

El Papa, por sus orígenes y su formación, pertenece necesariamente a un País y a un tipo determinado de civilización de cultura. Las circunstancias de la vida y del servicio de la Iglesia han podido ponerlo en contacto con un número de Naciones más o menos grande pero en todo caso forzosamente limitado. Pero la misión sublime de que se halla revestido, le ensancha el alma y el corazón a dimensiones universales. Nos quisiéramos en este momento, y bien podéis creerlo, hablar todas las lenguas, poder decir a cada cual, en el idioma y en las formas que le son familiares, una palabra de saludo que al mismo tiempo se halle impregnada del mayor respeto y de la más viva cordialidad.

El Papa, como la Iglesia, no se considera enemigo de nadie. No sabe usar más que el lenguaje de la amistad y de la confianza. Vuestra presencia aquí, Señores, demuestra que también vuestros Países quieren hacer uso de ese lenguaje cuando tratan con la Santa Sede. Nos sentimos profundamente conmovidos por ello y Nos damos las gracias, en vuestras personas, a las Autoridades y a los pueblos que representáis.

Vuestra presencia despierta en Nuestro espíritu otro sentimiento: el de una alegre esperanza. No está tan lejos e1 tiempo en que no pocas naciones, entregadas a competiciones temporales, no concedían más que una distraída atención a los acontecimientos mayores del Papado y de la Iglesia católica. El acrecentado prestigio de los últimos Pontífices, bien puede decirse con gran franqueza, que ha cambiado esta situación. La convocación del Concilio Ecuménico, y aún más, la muerte de Juan XXIII –para no citar más que dos acontecimientos presentes en la memoria de todos– han atraído las miradas y los corazones del mundo entero, vosotros lo mismo que Nos habéis sido testigos de ello. Y la impresión producida ha sido demasiado profunda y general para que se la pueda atribuir a circunstancias accidentales. Es el mundo en su conjunto el que hoy tiene una más viva conciencia del inmenso tesoro de riquezas morales y espirituales que la Iglesia posee: se ha dado cuenta del factor decisivo y sumamente saludable que se ofrece, de este modo, a todos los hombres de buena voluntad que quieren trabajar por la organización pacífica de la vida de los hombres en la tierra.

¿Cómo no ver en ello, conforme a la feliz expresión de Nuestro Predecesor, uno de esos «signos de los tiempos», portadores y anunciadores de hermosas esperanzas? Cuando la Providencia Nos llevó, hace algunos meses, hasta las orillas del inmenso continente africano, que por espacio de siglos se vio tan envuelto en el misterio, Nos pareció advertir el estremecimiento y los llamamientos de estos nuevos Países, tan sensibles a los valores espirituales y tan felices al ver admitidas en el concierto de las Naciones a sus jóvenes energías. Nos nos remontamos con el espíritu a los tiempos de las primeras conquistas apostólicas y vuelven a Nuestra memoria las palabras de San Pedro, cuando los primeros paganos entraron a formar parte de la Iglesia: «En verdad reconozco que Dios no hace distinción de personas, pero que, en toda Nación, aquel que le teme y practica la justicia, es por El aceptado» (Hechos 10, 34-35). Permitidnos, distinguidos Señores, esta confidencia: Nos sentimos entonces Nuestro corazón embargado por la misma alegría y la misma esperanza que las que hicieron vibrar al corazón del primer Papa.

Vuestra presencia aquí renueva esa alegría y esa esperanza, y con emoción, al despedirNos de vosotros, Nos pedimos a Dios que os bendiga e invocamos sobre vuestras personas sobre vuestras familias, sobre todos y cada uno de vuestros Países y de vuestros Gobiernos, la divina asistencia y la abundancia de sus favores.


*ORe (Buenos Aires), año XIII, n° 569, p.1.

 



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