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DISCURSOS DEL PAPA PABLO VI
A LOS PARTICIPANTES EN UN CONGRESO DE MEDICINA AERONÁUTICA Y ESPACIAL

Sábado 5 de octubre de 1963

 

Señores:

Gustosos recibimos vuestra visita. Vuestra presencia nos testimonia vuestras intenciones —devoción, gentileza, piedad— a las que no podemos menos que ser sensibles y estar muy agradecidos. Por nuestra parte nos sentimos obligados a expresaros nuestros sentimientos más sinceros de estima y admiración, y nuestros más vivos votos por el feliz éxito de vuestro Congreso.

A decir verdad, no podemos ocultar cómo nos maravilla y nos llena de curiosidad el objeto de este Congreso, al mismo tiempo que nos embaraza un poco, debido a su especialidad, que no permite hablar adecuadamente de él más que a los iniciados. La ciencia, en un momento dado, es decir, cuando traspasa las fronteras de la experiencia común, se convierte en un secreto, cuyo sentido profundo y oculto no queda patente más que a los sabios consagrados a su exploración paciente y asidua; los profanos, como Nos, quedan fuera y no pueden atreverse a pronunciar una palabra en el campo exclusivamente reservado a los peritos.

Por esta razón sentimos la tentación de permanecer callados y escuchar algunas cosas sobre la medicina aeronáutica que ha llegado ya a medicina aeroespacial.

Con esto os queremos manifestar el gran interés que tenemos por vuestros estudios; comprendemos el valor de vuestros esfuerzos científicos y sanitarios. Baste solamente, sin que osemos penetrar allí, destacar que Nos también, y plenamente justo desde nuestro punto de vista, tenemos gran interés por lo que ocupa vuestra atención y vuestro arte médico: el progreso de la aeronáutica y los audaces y victoriosos ensayos de la actividad aeroespacial. Todo lo tocante al progreso del hombre nos interesa. Y si el progreso es manifestación del genio del hombre, encontrará en Nos asentimiento y favor. Y si el genio del hombre está sostenido por el desarrollo de las virtudes naturales fomentadas en alto grado, y consigue una organización compleja y comunitaria, nos sentimos obligados a rendirle homenaje y prestarle, en lo posible, nuestro apoyo y nuestra ayuda.

Mirad, nos brindáis una nueva ocasión, señores, de afirmar la actitud de la Iglesia con respecto a las manifestaciones características de nuestro tiempo, las de la ciencia y la técnica, de los instrumentos creados por el talento del hombre moderno, instrumentos que marcan el imperio del hombre sobre la naturaleza, sobre el espacio y sobre el tiempo, y que parecen hoy abrirle la conquista de un campo sin límites, el universo, Esta actitud —vuestra presencia lo reconoce y nuestra palabra lo confirma— es de admiración, de favor y de interés.

Sí también de interés. Es decir, señores, que la Iglesia no es extraña a la esfera de vuestras actividades, en cuanto que estas actividades son humanas, o sea, que considera la vida del hombre en sus aspectos más profundos y esenciales. La Iglesia, nos referimos a la sabiduría que ella guarda y enseña, puede hacer suya la máxima clásica de los antiguos: “Homo sum et nihil humanum a me alienum puto”: soy hombre y nada humano me es extraño. Hay aspectos sobre los que la sabiduría cristiana tiene algo que decir, y no importa el campo, si éste atañe al hombre, a su vida, a su alma y a su destino.

Bajo este aspecto, el encuentro con que nos favorece vuestra presencia, no es puramente externo y ocasional, pues pone de relieve un aspecto capital del progreso humano, al que siempre hacemos alusión; un aspecto, que vosotros, señores, defensores de la salud física del hombre, y Nos, tutores de su salud espiritual, podemos a una considerar y hasta se puede decir que celebrar, también de cara al imperio moderno de la aeronáutica y de la actividad aeroespacial, es decir: la primacía del hombre. No se puede hacer abstracción de esta consideración subjetiva del progreso: el hombre ante los instrumentos más poderosos y aun en comparación con el universo que se abre ante su vista, signe ocupando el primer puesto. Recordamos las palabras de Cristo: “¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo, si él se pierde y se arruina?” (Lc 9, 25). El hombre es para vosotros y para nosotros, en el marco del mundo sensible, el valor supremo. Y gustamos pensar que, lo mismo que vuestro interés por la salud física del hombre —expuesto a los peligros y a la experiencia de los vuelos por la atmósfera y por el espacio—, no es considerado como un freno a su esfuerzo conquistador, sino como una ayuda, de la misma forma, el interés de la Iglesia por la salud moral y espiritual del hombre no debe considerarse como un obstáculo, sino como una protección, una garantía, una ayuda para la conquista de sus últimos fines.

Y de la misma forma que nos gozamos por vuestros esfuerzos en salvaguardar la salud del hombre y garantizar su eficiencia física y psíquica, vosotros sabréis apreciar la maternal solicitud de la Iglesia, para que los maravillosos progresos que el hombre ha realizado en este extraordinario período de su historia, no sean para su detrimento, sino para su verdadero bien.

Con estos sentimientos os agradecemos vuestra amable visita e invocamos sobre vosotros, sobre vuestras familias y sobre el feliz éxito de vuestros trabajos, la abundancia de las bendiciones divinas.

 



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