Index   Back Top Print

[ ES  - IT ]

ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE PABLO VI
EN LA INAUGURACIÓN DEL MONUMENTO A PÍO XII


Jueves 12 de marzo de 1964

 

Señores cardenales,
venerables hermanos e hijos queridos,
ilustres señores y fieles todos aquí presentes:

Nos llena de gozo esta ceremonia que ofrece a nuestra devoción y admiración y a la de todos los que visiten, a partir de hoy, la Basílica Vaticana, un digno monumento a la venerada y gloriosa memoria del Papa Pío XII, que hace veinticinco años, en este día, dedicado al culto de San Gregorio Magno, era coronado Sumo Pontífice de la Iglesia romana y universal; y hacemos nuestras las palabras conmemorativas hace poco pronunciadas, con altura de pensamientos y profundidad de sentimientos, por el señor cardenal Gregorio Pedro Agagianian, en nombre propio y en el de los señores cardenales creados por el llorado Pontífice, a quienes se debe el mérito de la erección de este monumento.

Nos, en primer lugar y con más razón que ninguno. Nos, en primer lugar, que tuvimos la suerte de suceder al Papa Pío XII sobre la cátedra que ocupó, durante veinte años, su gran figura, grande como hombre y grande como Pontífice; nos oprime, pues, el ansia de evitar que, en la opinión de los hombres, su magna estatura sea comparada con nuestra ínfima persona.

A Nos, el primero, decíamos, nos agrada recoger la herencia de Pío XII, custodiada, acrecentada y transmitida hasta Nos por su inmediato sucesor y predecesor nuestro el Papa Juan XXIII, de no menos querida y venerada memoria, conociendo su peso y su valor y deseando y disfrutando que a esta herencia se le ofrezca, con un digno monumento como éste, el testimonio del mérito, que tuvo en el tiempo de su realización y que debe tener en la historia futura.

A Nos más que a nadie nos agrada haber tenido la fortuna y el honor de prestarle, durante largos años, en un diálogo íntimo y diario, nuestros humildes pero fidelísimos servicios; a Nos que gozamos de sus confidencias, de su confianza, de su mucha afabilidad; a Nos que fuimos testigo maravillado, aunque perezoso discípulo, de su absoluta entrega al oficio apostólico, que meditaba y comprendía con conciencia continua; testigo de la dulzura de su espíritu, aunque firme, complejo y muchas veces casi satisfecho de su solitaria reflexión; testigo de su descriptible piedad religiosa en verdad no muy inclinada a las manifestaciones externas del culto, más bien amiga de las íntimas efusiones y de la personal observancia; testigo también del incomparable vigor de su ingenio, del poder excepcional de su memoria, de la maravillosa sensibilidad de su espíritu, de su fenomenal capacidad de trabajo a pesar de la debilidad de su físico y de su delicada salud; testigo de su rara capacidad en advertir y cuidar de las cosas pequeñas relacionadas con la perfección sustancial y formal de su trabajo, juntamente con la simultánea y siempre vigilante atención por las grandes cosas, en que estaba empeñada su actividad; Nos, que pudimos recoger las expresiones íntimas y originales de su temeroso e intrépido sentido de la responsabilidad, proyectado lo mismo a todos los asuntos que entraban dentro del foco luminoso de su atención, que a su estudio, a la investigación, al esfuerzo de percibir, la difícil, la ardua y hasta muchas veces casi indescifrable, pero siempre indefectible y clara, y por tanto, inflexible línea de su sagrado deber, bajo la luz soberana de la divina voluntad, en el riguroso obsequio de su mandato apostólico, en el profundo amor a la santa Iglesia, en su cálculo cordial para no ofender indebidamente a nadie, de edificar a todos en lo posible.

Podríamos decir a este respecto mucho más; pero, no es éste el momento de trazar la biografía o hacer la apología de tan gran Pontífice. Os diremos, sencillamente, en estos momentos que Nos sentimos contento de ver cuajada en el bronce, por la pericia del escultor Messina, la majestuosa y aquí impresionante figura del Papa Pío XII. Y estamos contentos porque el monumento, nos parece, no es un alarde de fasto vanidoso, sino un signo de piedad, de belleza y de historia, que no sólo proporciona un nuevo realce a los muros de esta basílica, sino que graba en ellos una luz, a cuyos rayos nos podremos acercar para encontrar consejo y consuelo de sentimiento religioso, de múltiple sabiduría y de humana bondad.

A nuestra generación que lo ha conocido, que ve ahora alejarse en el pasado su figura, que pasa a la experiencia de nuevos tiempos, y que, mezclados con las voces de aplauso y los sollozos, siente levantarse contra la memoria del Papado de Pío XII, voces de crítica y hasta injustos e ingratos clamores de reproche y acusación, servirá la mirada a esta hierática y dramática figura para despertar en el ánimo dos actos principales: de recuerdo y de agradecimiento.

Nos llevará a recordar esta estatua, que con su viva y casi animada figura despierta espontánea la pregunta ¿quién es?, ¿cuál fue la vida de quien está aquí representado? Tendremos que recordar una vida sacerdotal pura, piadosa, austera, laboriosa, de muchos sufrimientos, completamente dedicada al estudio, a la oración, al servicio de la Iglesia. Recordaremos como diseño de su vida: era romano (desde Inocencio XIII, es decir, desde hacía dos siglos, Roma había tenido Papas de otra cuna); sacerdote celoso, profesor en el Apolinar, elevado a la Secretaría de Estado, fue secretario para la codificación del Derecho canónico (todo el Código pasó por sus manos); nuncio luego en Baviera y Alemania, donde llevó a cabo magníficos concordatos; secretario de Estado, muy apreciado del Papa Pío XI, durante nueve años, y Papa desde marzo de 1939 a octubre de 1958. Y lo que fue su obra; la principal, como se ha dicho, el magisterio de la palabra, de los escritos y de los hechos. Fruto son los veinte volúmenes de sus discursos, pronunciados durante su pontificado, preparados por él con esmero, con pasión, con trabajo diario; y no menos lo son las cuarenta y tres encíclicas de Pío XII, algunas de las cuales de gran importancia y extensión, que el Concilio Ecuménico, en curso, no las ignora. Suman algunos centenares sus Constituciones Apostólicas: recordamos una, la Bula dogmática sobre la Asunción de María Santísima al cielo. Ningún Pontífice ha hablado y escrito tanto. La obra doctrinal de Pío XII enriquece enormemente el patrimonio cultural de la Iglesia.

¿Y su actividad? Se recordará mejor si se compara con los acontecimientos que circundaron la vida del Papa Pío XII; baste recordar el nazismo, la guerra y la posguerra. Y aquí nuestro recuerdo se deberá hacer reconocimiento, o más bien agradecimiento.

Ante esta figura del Pontífice, en la que parece reflejarse algo de los terrores y de los sufrimientos de la guerra, debemos, obligadamente, reconocer el título que el pueblo romano, en el día de la liberación, 4 de julio de 1944, quiso tributarle: Defensor civitatis. Pues si Roma no sufrió mayores ruinas que las infligidas a algunos de sus barrios periféricos, lo debe principalmente a este Papa. ¡Esto no se puede, no se debe olvidar! Su memoria debe ser querida y sagrada para cuantos profesan culto y amor a la Urbe; para cuantos en ella tienen su morada, sus intereses y sus recuerdos. Que este monumento sea una debida muestra de nuestra gratitud y un legítimo trofeo a su memoria.

No es esta defensa el único mérito que el engrandecimiento público debe atribuir a la obra sagaz y animosa de Pío XII, pues, cuanto se lo permitieron las circunstancias, que él estudió con intensa y concienzuda reflexión, empleó obra y palabra en proclamar los derechos de la justicia, en defender a los débiles, en socorrer a los necesitados, en impedir males mayores, en allanar los caminos de la paz. No se podrá imputar como bajeza, desinterés o egoísmo del Papa, el que males sin número y medida devastaran a la humanidad. Quien mantuviera lo contrario ofendería a la verdad y a la justicia. Si los resultados de sus esfuerzos, de sus afanes, de su oración y de su obra humanitaria y pacificadora no estuvieron a la altura de sus deseos ni de las necesidades ajenas, no le faltó corazón para hacer suyo el drama de iniquidad, de dolor y de sangre del mundo deshecho por la guerra e invadido por el furor del totalitarismo y de la opresión.

Fue eminentemente el Papa de la paz, de los derechos de la persona humana, de la organización ordenada y fraternal de los pueblos y de las clases sociales. Le rindió testimonio de ello su sucesor el Papa Juan XXIII, sacando de los escritos de Pío XII el núcleo de doctrina, que ha hecho justamente famosas sus dos encíclicas Mater et Magistra y Pacem in terris.

Fue un amigo de nuestro tiempo; el diálogo con todas las formas de la vida moderna, con el criterio resolutivo en la bondad y en la verdad del Evangelio de los problemas actuales, fue abierto e iniciado sistemáticamente por él.

Recordarlo, es piedad; estadle agradecidos, es justicia.

Será un consuelo seguir sus doctrinas y su ejemplo. Y para todos nosotros no será una esperanza falaz tenerlo cerca de nosotros, como amigo, como padre, como maestro, en la comunión de los Santos.



Copyright © Dicastero per la Comunicazione - Libreria Editrice Vaticana