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ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE PABLO VI
A UNA PEREGRINACIÓN DE TRABAJADORES DE NÁPOLES


Sábado 25 de abril de 1964

 

Acogemos con sumo gusto esta visita espectacular de los trabajadores de Nápoles y de la Campania. Es verdaderamente digna de nuestro aplauso por el número extraordinario de vuestra peregrinación: treinta mil nos han dicho que sois. ¿Cuándo una multitud como ésta de visitantes, procedentes de la misma región, ha llegado a la casa del Papa? La misma proporción de vuestro grupo constituye un acontecimiento singular y memorable. Nos parece aún más valiosa vuestra visita al pensar que venís de la tierra napolitana; sois «Nápoles», y es suficiente para que las maravillosas bellezas de la incomparable ciudad y de su región se presenten a nuestro espíritu, y para que las glorias seculares de vuestra historia y de vuestra cultura despierten en Nos visiones y recuerdos maravillosos. Sois «Nápoles»; y el eco de sus canciones y la onda de su poesía, la riqueza de su sentimiento lírico y lánguido a veces, apasionado y trágico otras, resuena en nuestro recuerdo, mientras la vivacidad de su genio expresivo y la sutileza de su talento especulativo nos hacen volver a la grandeza de sus artistas y de sus pensadores. Sois «Nápoles», y nos sentimos obligados a expresaros nuestro agradecimiento por una visita que tanto nos conmueve y nos honra. Queremos saludaros a todos. Queremos saludar en particular a vuestro cardenal arzobispo, al que una indisposición le mantiene alejado de esta audiencia, pero que en una carta nos asegura estar espiritualmente presente; le enviamos nuestro cordial y reverente saludo, nuestros votos y nuestras bendiciones. No podemos pasar por alto a quienes han promovido y dirigido esta solemne manifestación y a las autoridades políticas y civiles y personalidades representativas aquí presentes, cuyo gran número contemplamos; a los dirigentes de empresas y campos de trabajo que aquí están presentes; a los directores de vuestros grupos y asociaciones; a los asesores eclesiásticos que os asisten con su amistad y su ministerio.

Vemos aquí presentes a nuestros venerados hermanos las obispos de la Campania, a los que tributamos nuestro cordial afecto y expresamos nuestro fraternal aliento: y con ellos a monseñor Miguel Caravana delegado regional de la ONARMO y de la Obra Pontificia de Asistencia a quien se le debe el mérito principal de esta grandiosa iniciativa.

Pero vosotros, hijos queridos, al venir a vernos manifestáis otras dos notas características, que nos interesan muchísimo y que nos obligan a decíroslo. Sois trabajadores y creyentes. Sois gente de oficina y del campo, y gente de la Iglesia. Sois hombres que conseguís el pan con vuestro esfuerzo y que pedís a Dios, el Padre celestial, que lo haga bueno y fecundo en ese pan que necesita nuestra existencia en la tierra. Sois representantes de una antigua fórmula de vida, que precisamente en vuestra región —Montecasino no está lejos de Nápoles— tuvo su origen, ideada por un genio romano y cristiano, San Benito, que grabó en dos palabras los caracteres genéticos de la civilización medieval y también de la actual: ora y trabaja, «ora et labora».

No haremos ahora el elogio de estas dos actividades vuestras, que tanto califican vuestra vida y se convierten casi en vuestras prerrogativas características. Hemos de recordar que la ley del trabajo, o, como ahora es llamada, la gran ley de la vida, es connatural a nuestra alma, aunque esta ley, de suyo grave y austera, se presente cargante, avasalladora, escasa en resultados, y que hace vuestro rostro de esforzados trabajadores más digno y afecto, de reverencia y de interés, cuanto más paciente, modesto y a veces humilde se ofrece a la mirada.

Queridos trabajadores napolitanos: ¡Honor a vuestro esfuerzo! ¡Honor a vuestra constancia! ¡Honor a vuestra sobriedad! ¡Honor a vuestro coraje! ¡Honor al genio de vuestra estirpe, que os lanza por las rutas peligrosas del mar y os dispersa por los senderos dolorosos de la emigración en busca de pan y de esperanza, y que al nombre mágico de Nápoles os hace vibrar de fidelidad, de emoción y de poesía!

También tenemos que recordar vuestra religiosidad que, acaso bajo las formas folklóricas y las expresiones externas de otros tiempos, conserva un fondo noble de fe, de piedad, de bondad, que habla de una gloriosa tradición local de espiritualidad y santidad, y que todavía constituye una nota de la alta dignidad del alma napolitana. Mucho habría también que decir sobre este punto; pero ahora apenas tenemos tiempo para fijar un instante vuestra atención en el fenómeno principal de vuestra vida de trabajadores napolitanos y cristianos, fenómeno común a toda la clase trabajadora de nuestro tiempo, pero en vosotros quizá más evidente y más influyente quizá en vuestra vida y mentalidad. No decimos nada original; pero creemos siempre importante hacer notar el fenómeno: es el de la madurez de las clases trabajadoras a la que vosotros habéis llegado. ¿Qué entendemos por madurez? Entendemos transformación, metamorfosis, paso de las formas y mentalidades del trabajo tradicional a las formas y mentalidades propias del trabajo moderno. Entendemos conciencia del propio estado, voluntad y actitud de dar al trabajo un puesto más digno en el concierto social.

Y vosotros sabéis muy bien lo que esto significa. Significa algo nuevo, hermoso, útil y digno de gozo en el desarrollo ordinario de la vida: cambian los vestidos, las casas, las costumbres, los horarios; cambian las diversiones, las relaciones sociales; cambia todo, podríamos decir. Y está bien que sea así. Si esta enorme y sensible transformación os trae un poco de bienestar, la saludamos con gusto; más aún, dentro de nuestras posibilidades, la favorecemos, la promovemos y la pedimos. Si esta transformación se llama justicia, progreso, cultura, modernidad, nos declaramos sin más heraldos y defensores de este programa innovador de la vida social, y especialmente de la vida de las clases trabajadoras.

Pero la transformación y la novedad no se detienen aquí; el fenómeno es más complejo y más profundo; la madurez respeta no sólo al marco exterior de la vida, sino mucho más al interior de las ideas. La madurez se mide mayormente por la capacidad de pensar y de juzgar, y no por la de aceptar las comodidades y los beneficios de una sociedad desarrollada y progresiva. Aún más: vosotros comprendéis muy bien que es la madurez de las ideas la que provoca, produce, dirige, aprecia o condena la madurez de las cosas. La vida depende, se quiera o no, del modo de pensar. Hoy esto es clarísimo: las ideologías —como ahora se dice— son las que gobiernan el mundo. Y en este punto el fenómeno de la madurez resulta delicado e importante.

Decíamos que la madurez produce evolución, transformación. En la evolución en que también vosotros os encontráis, ¿han de cambiar también vuestras ideas? ¿Habrá de transformarse también vuestra alma napolitana? ¿Caerá también vuestra fe cristiana? ¿Dejaréis mañana de ser napolitanos y cristianos verdaderos? Ya veis cómo el fenómeno de la madurez puede resultar dramático y decisivo.

Pues bien, atended. Cuando la crisálida se transforma en mariposa, cambia enormemente su aspecto y funcionalidad biológica. Sí. Pero no cambia su vida; no cambia su ser individual y substancial; al contrario, se manifiesta y se desarrolla en perfección y plenitud. Es decir, hay transformaciones que hacen morir lo que es caduco, o superfluo, o nocivo; y hay transformaciones que desarrollan lo que está implícito y vivo. Hay cambios que llevan a una transformación que implica o engendra decadencia; y hay otros que en la transformación conservan elementos esenciales y producen renacimiento y esplendor; todo consiste en saber juzgar y escoger bien para seguir el camino bueno de los tiempos nuevos. Pues bien, escuchad. Creemos que os ha llegado a vosotros este momento de escoger bien. La hora de la madurez es la hora de la elección. Es una hora grande, hijos queridos; es una hora que implica no sólo el presente, sino el futuro. ¿Será presunción pediros que escojáis en este mismo momento, en esta solemne e irrepetible audiencia? ¿Y si os pedimos, trabajadores de Nápoles y de la Campania, que escojáis a Cristo? Pues mirad, queridos hijos, a la postre se trata de la elección del nombre de Cristo. Es demasiado grave y complejo, lo comprendemos, este problema, aunque vosotros, buenos ciudadanos y fieles cristianos, ya conocéis sus términos y su solución, para que esperemos de vosotros, ahora, una definición explícita. Nos basta presentaros con claridad este problema y pediros que lo llevéis en la mente como recuerdo de este encuentro.

Nos limitaremos ahora a enunciar tres proposiciones, que pueden servirnos de orientación en la madurez social, a la que sois candidatos.

Primero. Es preciso pensar bien. Ya lo hemos indicado, y lo repetimos: es preciso pensar bien.

¡Y cuántas cosas hay que pensarlas bien! Aquí tocamos uno de los puntos neurálgicos del desarrollo social de nuestro pueblo, de nuestro querido pueblo trabajador e italiano. Es espontánea y obligada la pregunta: ¿Cuáles son las ideologías que le impresionan y le llaman la atención? ¿Cuáles son los hombres que se le ofrecen como guías y maestros? ¿Cuáles son los periódicos, discursos y organizaciones que quieren hacerse con el alma de la gente trabajadora? Seamos francos. Muchas de estas ideologías, las del egoísmo social y primacía de la economía sobre la ley moral y religiosa, por ejemplo; la del marxismo revolucionario, clasista y ateo; la del placer y el vicio como libre programa de vida, etc., son ideologías erróneas, son ideologías dañosas; pueden ser desastrosas precisamente para el pueblo trabajador que busca suficiencia económica, dignidad y libertad personal, paz social e internacional. Abrid los ojos y observad los acontecimientos de estos días, que denuncian la debilidad científica, la inconsistencia social, la peligrosidad política de doctrinas, que se han hecho poderosas y pretenden la dirección del mundo del trabajo. Auguramos que estas crisis ideológicas llevarán a los intelectuales honrados y animosos a rectificar muchas fáciles aquiescencias a las corrientes culturales en boga, y deseamos que éstas se resuelvan en bien de quienes las padecen y las sufren en pro de una más justa y humana concepción de la vida humana. Queremos recomendaros, queridos trabajadores, inteligencia y libertad frente a la tentación de las falsas ideologías. Recordad: es preciso pensar bien.

Y ved ahora la segunda afirmación. Permaneced fieles a la Iglesia, permaneced fieles a Cristo. A la Iglesia Madre y Maestra, como la llamó nuestro llorado predecesor Juan XXIII. Madre y Maestra que es, a su vez, alumna y representante de Cristo. Ya sabéis que de esta escuela del sumo Maestro de la humanidad, del único Maestro de la verdadera vida, ha emanado, por medio de la voz de los Papas en especial, muchas enseñanzas, que se refieren precisamente a vosotros, trabajadores, y a todos los problemas que complican vuestra vida. Pues bien, os diremos que este amplio y repetido interés doctrinal de la Iglesia, debido principalmente a nuestros últimos predecesores, no es una predicación puramente verbal, no es una apología interesada por propios privilegios o beneficios temporales, no es una defensa de condiciones sociales histórica y lógicamente superadas, no es un obstáculo para un legítimo y concreto dinamismo transformador, no es un gesto simplemente demostrativo y propagandístico: es amor verdadero y consciente por vosotros, hijos del campo, del mar, de la oficina, servidores y oficiales, hombres del trabajo; es un esfuerzo inteligente y leal de colaboración con vuestras libres y honestas asociaciones y con las competentes autoridades civiles y políticas, para dar a la sociedad la justicia, el orden y la paz, de la que vosotros sois los primeros en tener necesidad.

Y ved ahora, por tanto, nuestra tercera recomendación. Sed positivos, sed constructores del mundo nuevo, que el progreso teórico y científico nos puede conseguir. Es decir, en lugar de odiar y maldecir a la sociedad, en la que la Providencia nos ha situado, tratamos de comprenderla, de servirla, de curarla y de amarla. Imprimid serenidad, esperanza, vigor y alegría a vuestros pensamientos, como nos enseña la educación cristiana.

Amad vuestro trabajo. Probablemente os imponga disciplina, molestias, renuncias, esfuerzos que os hagan sufrir. Habrá que buscar, por todos los medios, aliviar en lo posible vuestras penas. Estamos agradecidos a cuantos os asisten, os ayudan, os comprenden y tratan de hacer llevadero y humano vuestro trabajo. Pero, repetimos, amad a vuestro trabajo, y sabed sublimar con paciencia cristiana los inevitables sufrimientos; amad vuestro trabajo y dadle un sentido interior de altos y nobles pensamientos, de honrada amistad, fraternidad y solidaridad. Y con vuestro trabajo amad a vuestras familias, a vuestros ancianos, a vuestros hijos, a vuestros compañeros; amad vuestros campos, vuestro mar, vuestro campo de trabajo y de cansancio; amad, sí, a Nápoles, y conservadla y renovadla en la libertad, en la concordia, en la prosperidad, en la paz. Con nuestra paternal bendición apostólica.



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