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RADIOMENSAJE DEL SANTO PADRE PABLO VI
EN EL VIII CENTENARIO DE LA CATEDRAL DE PARÍS


Iglesia de San Luis de Los Franceses, Roma
Domingo 31 de mayo de 1964

 

Queridos hijos e hijas de Francia:

Con ocasión del octavo centenario de Notre Dame de París, y del primer centenario de su consagración, hemos querido dirigirnos directamente a todos vosotros, que habéis participado en la misa pontifical celebrada por nuestro legado el cardenal Pablo Marella, y a los que os habéis unido a esta ceremonia por medio de la radio televisión francesa.

Para ello hemos venido a San Luis de los Franceses, vuestra iglesia nacional de Roma. En este santuario dedicado a Notre Dame y a los santos de Francia, nos es grato saludar, entre la colonia francesa, al ilustre decano del Sacro Colegio, el cardenal Eugenio Tisserant, y al embajador de Francia, M. René Brouillet, cuyas altas dotes apreciamos. Un vínculo invisible —nos parece— y más fuerte que las ondas que llevan nuestra voz nos une a la catedral de París, que muchas veces hemos visitado y donde hemos orado con fervor.

Con el alma llena de estos queridos recuerdos enviamos al pueblo francés el testimonio de nuestro profundo afecto.

¡Notre Dame de París! Joya exquisita del arte gótico, imagen de los hombres que te han levantado con entusiasmo, tú, que ofreces el equilibrio majestuoso de tus dos torres, y lanzas hacia el cielo tu flecha audaz, estás íntimamente ligada a los mejores momentos religiosos y políticos de Francia.

Es San Luis, con su hermano Roberto, los pies desnudos y cubierto con una simple túnica, quien lleva a este santuario la conmovedora corona del Señor; son los primeros Estados Generales; es Luis XIII quien consagra su reinado a Notre Dame; es Pío VII quien consagra allí al emperador Napoleón; allí Lacordaire hace oír sur palabra de fuego y abre el camino a otros muchos ilustres predicadores; allí el que sería Papa Pío XII exalta en términos inolvidables la vocación histórica y cristiana de Francia; allí el nuncio Roncalli, nuestro venerado predecesor, se fue a postrar muchas veces con suma piedad; allí el pueblo recién liberado fue a entonar el triunfo ardiente del Magnificat.

Y han sido muchos los santos que se han postrado en la sombra recogida de las naves de este templo; millones de fieles que en el curso de los siglos han ido a implorar allí a la Madre de Dios; numerosos obispos y sacerdotes han sido allí consagrados y ordenados para predicar el Evangelio en el mundo; allí Isabel Romée pidió justicia para su hija Juana, quemada en Ruán, y allí el gran Paul Clodel fue repentinamente iluminado por la gracia, junto a una pilastra de la catedral.

Nos gustaría seguir, evocar aquí “el esplendor de vuestras catedrales” y “el inmenso patrimonio religioso de Francia” (cfr. Mensaje televisado a los franceses,  6 de diciembre de 1963). Pero estas riquezas se mantienen siempre vivas, en medio de vuestras familias cristianas, en vuestras parroquias en renovación, gracias también a las múltiples manifestaciones del apostolado seglar, que comparte con sus sacerdotes la acuciante preocupación de los obispos por anunciar el Evangelio a todos los alejados. En la pastoral y en la liturgia, como en las ciencias sagradas, los nombres franceses se ofrecen en gran número a nuestro pensamiento, hombres que destacan por el valor de sus trabajos y que no están ajenos, sino en colaboración fecunda con sus obispos, al feliz éxito del Concilio. Si Francia “cuece el pan intelectual de la cristiandad”, según una expresión feliz que recogimos como elogio a vuestros obispos al recibirlos durante la segunda sesión del Concilio, este pan está compartido de mil formas, y por ello el Papa se goza y os felicita.

Hay en vosotros como una efervescencia, un aguijón permanente que suscita, en el campo religioso como en el profano, una reflexión siempre profunda, acaso muchas veces sin una suficiente atención a las instituciones cristianas, que ciertamente piden una adaptación a las exigencias de nuestro tiempo, pero no por ello menos indispensables para el reinado del Evangelio. Sabemos que los católicos franceses están al nivel de estas iniciativas, que apreciamos vivamente, pues también sabemos que todos ellos ansían ser hijos amantes de la Iglesia.

Nuestro pensamiento se dirige ahora a los clérigos, religiosos y seglares franceses que se entregan a numerosas tareas misioneras, tanto en otros países como en Francia. Por el número de institutos, por la expansión de las misiones, por la diversidad e inteligencia del trabajo de evangelización, estos pioneros escriben una maravillosa epopeya, en la que las provincias profundamente cristianas, como Alsacia, Bretaña o la Vandea, ocupan puestos de relevancia.

Hoy el trabajo misionero es inmenso y debe hacerse en condiciones con frecuencia muy diferentes y a veces más difíciles que en el pasado. Sabemos el eco que despertó entre vosotros la admirable encíclica Fidei Donum, y los esfuerzos que habéis realizado para atender la llamada del Tercer Mundo; éstos, sin embargo, están solamente en sus comienzos, y esperamos que sabréis darles una amplitud digna de Francia. Que todos los que se preparan o adiestran para esta misión sepan que son objeto de nuestras plegarias, de nuestro afecto y predilección.

Al terminar nuestro mensaje queremos dirigir un saludo especial a las más altas autoridades de vuestro país, cargadas de graves responsabilidades y que han querido dar a estas fiestas jubilares una gran brillantez. Con cordialidad saludamos a nuestro querido hijo el cardenal Mauricio Fellin, así como a los cardenales y obispos de Francia, que gozan de nuestra plena confianza y cuyo interés pastoral y entendimiento fraternal han quedado patentemente afirmados en el curso de su reciente asamblea plenaria; a los miembros del clero, tan meritorios por su celo apostólico, que no se arredran ante las graves dificultades materiales; a las almas consagradas, esplendor de la Iglesia; al laicado, cuyas preocupaciones compartimos; a los ancianos y enfermos; a todos los que sufren o se encuentran, alejados de la Iglesia, nuestra Madre común.

Que, en esta fiesta de María Reina, la Virgen Inmaculada y Gloriosa en su Asunción interceda ante su Hijo y os consiga la alegría del alma y la paz del corazón. Con esta confianza os vamos a impartir a todos nuestra bendición apostólica.

* * *

Queridos hijos e hijas:

En este día en que tenemos la alegría de encontrarnos en medio de vosotros en la iglesia de San Luis de los Franceses, queremos unirnos de una forma especial a la festividad de las madres en toda Francia.

Ya hemos enviado a nuestro querido hijo el cardenal Mauricio Fellin, arzobispo de París, un telegrama en el que expresamos nuestros afectuosos votos a todas las dignas madres de familia. Y le manifestábamos nuestro vivo deseo de que las virtudes cristianas sean cada vez más honradas en los hogares franceses, de los que son el más bello ornato.

Queremos repetir, en vuestra selecta presencia, que hacemos nuestras las alegrías y las penas de las madres de familia de vuestro país; que sentimos por ellas un gran afecto y estima, y que también pedimos de corazón que sean fieles a las exigencias del matrimonio cristiano, elevado por Cristo a la dignidad de sacramento. Pedimos a Notre Dame, patrona de vuestra noble patria, que ayude a las madres francesas en su tarea bella y delicada de educadoras, para que enseñen a sus hijos a ser dignos descendientes de aquellos: que merecieron a Francia su titulo más apreciado de “Hija primogénita de la Iglesia”.

Este es nuestro más ardiente deseo, que lo unimos, a intención de todas las madres de Francia, a nuestra bendición apostólica.



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