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DISCURSO DEL SANTO PADRE PABLO VI
A LA UNIÓN DE EMPRESARIOS Y DIRIGENTES CATÓLICOS


Lunes 8 de junio de 1964

 

Estimados e ilustres señores:

A la terminación de vuestro XI Congreso Nacional, que la Unión Cristiana de Empresarios y Dirigentes ha celebrado en Nápoles, venís a presentarnos la expresión de los sentimientos de devoción y fidelidad que inspiran y sostienen a esta Unión; venís a ofrecernos los resultados de vuestras actividades y a renovar ante Nos los propósitos que la deben guiar y fundamentar, y venís a solicitar de nuestro ministerio apostólico unas palabras de luz y de consuelo.

Digamos en primer lugar que somos sensibles a vuestra deferencia y confianza. Os consideramos con verdadero respeto por lo que sois: hombres de negocios, como hoy se dice; empresarios, dirigentes, productores de riqueza, organizadores de empresas modernas, industriales, agrícolas, comerciales o administrativas, por tanto, creadores de trabajo, de empleos, de formación profesional, capaces de dar ocupación y pan a una gran multitud de trabajadores y colaboradores, y por ello mismo transformadores de la sociedad mediante el despliegue de las fuerzas del trabajo, que la ciencia, la técnica, la estructuración industrial y burocrática ponen a disposición del hombre moderno. Con los maestros y los médicos sois los principales transformadores de la sociedad, los que más influyen en las condiciones de la vida humana y la abren a nuevos e insospechados progresos. Cualquiera que sea el juicio que se dé sobre vosotros, hay que reconocer vuestra bravura, vuestra potencia, vuestra indispensabilidad. Vuestra función es necesaria en una sociedad que tiene su vitalidad, su grandeza y su ambición en el dominio de la Naturaleza. Tenéis muchos méritos y mucha responsabilidad.

Sois los representantes típicos de la vida moderna, que se califica por estar condicionada y plasmada por el fenómeno industrial; queremos también destacar en vosotros un magnífico desarrollo de las facultades humanas que, empleadas de acuerdo con los cánones característicos de vuestra escuela, han dado muestra de inmensa y soberbia capacidad, y han descubierto incluso el reflejo divino sobre el rostro del hombre, y han esclarecido aún más las huellas de la idea trascendente en el cosmos abierto por los estudiosos a nuevas exploraciones, y por vosotros a nuevas conquistas. La posición que ocupáis en el marco de la vida moderna es eminente, estratégica, representativa; y Nos —como todo el que mire con objetividad la realidad histórica y social que le rodea— comprendemos vuestra importancia y, en lo que tiene de bueno bajo muchos aspectos, le tributamos nuestro reconocimiento, nuestro aplauso y nuestro aliento. Nuestro testimonio es una prueba de la postura de la Iglesia con relación al mundo moderno: actitud de comprensión, de atención, de admiración y amistad.

Y si luego consideramos que unís a vuestro calificativo de empresarios y dirigentes el de cristianos, y no sólo de hecho, sino de profesión sincera, sencilla y viril, vigilante y operante, nuestra admiración se hace afecto, e inmediatamente surge en nosotros la necesidad del diálogo, cuyos términos ya conocéis, y experimentáis al mismo tiempo sus inconvenientes y beneficios. Es dificultoso introducir el término cristiano en la fórmula que os define; se agita todo el sistema ideológico que os sostiene; críticas, denuncias, deberes se insinúan como elementos nuevos en la fórmula, que es reacia a verse perturbada y como manchada en su sencilla y límpida expresión original, como invadida por un reactivo extraño al sistema mismo. ¿Qué tienen que hacer la religión, el Evangelio y la Iglesia en nuestro campo? ¿No son elementos heterogéneos? ¿No tratan de mezclar lo sagrado con lo profano? ¿No representan una contaminación del rigor científico y específico, que gobierna y cierra sobre sí mismo el círculo de nuestra actividad?

Vosotros habéis comprendido que estas objeciones no tienen razón de ser cuando se considera esta actividad como formando parte de otra actividad más extensa: la propia del hombre, la actividad moral, y cuando se tienen presentes las metas a las que vuestro gigantesco trabajo quiere llegar, es decir, a la vida del hombre, con su complejidad y totalidad, con su dignidad y su destino superior e inmortal. Más aún: habéis comprendido que estas objeciones entorpecen la entrada en vuestro sector de ciertos factores espirituales, cuya ausencia es en gran parte la causa de las deficiencias, desórdenes, peligros y dramas que se dan —¡y cómo!— en el reino creado por la civilización industrial. El elemento cristiano, en lugar de despertar la inquietud, la encuentra —¡y cuánta!— al entrar en vuestro campo. ¿Quién se atrevería a sostener que el fenómeno sociológico derivado de la organización moderna del trabajo es un fenómeno de perfección, de equilibrio y tranquilidad? ¿No es verdad precisamente lo contrario? ¿No lo prueba nuestra historia de forma evidente? Vosotros mismos, ¿no experimentáis este extraño resultado en vuestros esfuerzos? Nos referimos a la aversión que surge contra vosotros, precisamente en aquellos mismos a quienes habéis ofrecido vuestras nuevas formas de trabajo. Vuestras empresas, maravillosos frutos de vuestros esfuerzos, ¿no son acaso motivo de disgustos y de choques? Las estructuras mecánicas y burocráticas funcionan perfectamente, pero las estructuras humanas todavía no. La empresa, que por exigencia constitucional es una colaboración, un acuerdo, una armonía, ¿no es acaso hoy todavía una fricción de espíritus y de intereses? ¿Es que a veces no se la considera como argumento contra quien la ha constituido, la dirige y la administra? ¿No se dice de vosotros que sois los capitalistas y los únicos culpables? ¿No sois el blanco de la dialéctica social? Ha de tener algún vicio profundo, una radical insuficiencia este sistema, si desde sus comienzos cuenta con semejantes reacciones sociales.

Es verdad que quien hoy hable, como hacen muchos, del capitalismo con los conceptos que lo definieron en el siglo pasado, da prueba de estar retrasado con relación a la realidad de las cosas; pero es un hecho que el sistema económico-social, creado por el liberalismo manchesteriano y que todavía perdura en el criterio de la unilateralidad de la posesión de los medios de producción, de la economía encaminada a un provecho privado prevalente, no trae la perfección, no trae la paz, no trae la justicia, si continúa dividiendo a los hombres en clases irreductiblemente enemigas, y caracteriza a la sociedad por el malestar profundo y lacerante que la atormenta, apenas contenido por la legalidad y la tregua momentánea de algunos acuerdos en la lucha sistemática e implacable, que debería llevarla a la opresión de una clase contra la otra.

Vosotros habéis comprendido lo que las encíclicas pontificias en el tema social afirman continuamente, es decir, que es necesario el coeficiente religioso para dar una mejor solución a las relaciones humanas nacidas de la organización industrial; y no precisamente para emplear este coeficiente religioso como simple correctivo paternalista y utilitario en atemperar la explosión pasional y fácilmente subversiva de la clase trabajadora con respecto a la empresarial, sino para descubrir con su luz la deficiencia fundamental del sistema que pretende considerar como puramente económicas y automáticamente regulables las relaciones humanas nacidas del fenómeno industrial, y para sugerir las demás relaciones que deben integrarla y aun regenerarla de acuerdo con la visión que emana de la luz cristiana: en primer lugar, el hombre; luego, lo demás. Es hermoso advertir que nuestra religión, que proclama la primacía de Dios sobre todas las cosas, introduce por la misma razón esencial, en el campo de las realidades temporales, la primacía del hombre. Es hermoso observar que esta primacía está garantizada por el reconocimiento de la soberanía, o mejor, de la paternidad de Dios sobre los hombres, motivo que estimula y justifica ese dinamismo social, ese progreso civil al que el fenómeno industrial, consciente o no, imprime su movimiento incontenible, y que constituye, en el fondo, su más noble aspiración y su más indiscutible orgullo.

De esta forma habéis comprendido muchas cosas, fastidiosas y redentoras. Habéis comprendido que es preciso salir de la etapa primitiva de la era industrial, cuando la economía del provecho unilateral, es decir, egoísta, regía el sistema, y cuando se esperaba que la armonía social resultase solamente del determinismo de las condiciones económicas en juego. Habéis comprendido que muchas desgracias consecuentes a la búsqueda del bienestar humano, fundado exclusiva y prevalentemente en los bienes económicos y en la felicidad temporal, nacen precisamente de esta estructuración materialista de la vida, imputable no solamente a aquellos que del viejo materialismo dialéctico hacen el dogma fundamental de una triste sociología, sino también a todos cuantos colocan el becerro de oro en el puesto que le corresponde al Dios del cielo y de la tierra. Habéis comprendido que para vosotros la aceptación del mensaje cristiano es un sacrificio: mientras que para las clases carentes de bienes es un mensaje de bienaventuranza y esperanza, para vosotros es un mensaje de responsabilidad, de renuncia y de temor; pero, por cristiano, ese mensaje lo aceptáis animosamente, con la confianza, con la clarividencia que su laboriosa aplicación exige, sí, la superación del egoísmo, propio de la economía que se tiene como única norma a sí misma, restableciéndose la escala de los valores, haciendo de la economía un servicio indispensable, hasta un ejercicio de amor, y confiriendo al hombre de negocios la dignidad propia del benefactor social y la íntima satisfacción de haber dedicado sus prodigiosas energías a algo que vale y permanece: la humanidad; mejor, a algo que trasciende el tiempo y resulta un crédito para la eternidad: “Tuve hambre..., tuve sed..., estaba desnudo...; y vosotros me alimentasteis, me calmasteis la sed y me vestisteis...”(cfr. Mt 25, 40).

Habéis comprendido. He ahí por qué apreciamos vuestra Unión y por qué nos sentimos honrados con la visita que nos hace. Comprendemos muy bien las dificultades exteriores e interiores que se oponen a la apertura de vuestras voluntades y de las ajenas a la elaboración de una nueva sociología fundada en la concepción cristiana de la vida, y a la reconstrucción efectiva de las estructuras económicas de acuerdo con esta concepción,

Pero por esta razón alabamos mucho más vuestros propósitos y alentamos vuestros esfuerzos. La gradación, por progresiva, es sabia. Y no iremos lejos para indicaros el camino. Lo tenéis abierto ante vosotros por las directrices del desarrollo de la sociedad moderna. Marcha hacia ese bien común del que recientemente os ha hablado la Semana Social de los Católicos Italianos en Pescara; y que exige por ello la superación de los intereses particularistas y de las mentalidades que ahora oponen el capital al trabajo, la utilidad propia al bien público, la concepción clasista a la concepción orgánica de la sociedad, la economía privada a la pública, la iniciativa particular a la racionalmente planificada, la autarquía nacional al mercado internacional; en una palabra, el beneficio propio al beneficio de la fraternidad humana. Es preciso tener nuevas visiones amplias y universales del mundo, a las que el curso mismo de la Historia nos invita, y a las que el cristianismo nos estimula.

Vosotros, hombres de negocios, habéis sido los pilotos en la formación de la sociedad moderna industrial y técnica y comercial. Vosotros, hombres de negocios cristianos, podéis también, con arte vario, con virtud nueva, ser los pilotos en la formación de una sociedad más justa, pacífica y fraterna. Sed hombres de ideas dinámicas, de iniciativas geniales, de riesgos saludables, de sacrificios benéficos, de expresiones animosas; con la fuerza del amor cristiano podréis grandes cosas.

Y Nos, que por deber de nuestra misión somos defensores de los humildes, abogados de los pobres, profetas de la justicia, heraldos de la paz, promotores de la caridad, os exhortamos a ello y os bendecimos.


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