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DISCURSO DE SU SANTIDAD PABLO VI
EN EL XXV ANIVERSARIO DE LA MUERTE DE PÍO XI


Miércoles 17 de junio de 1964

 

Agradecemos al señor cardenal decano haber evocado noblemente la figura de nuestro gran predecesor el Papa Pío XI, de gloriosa memoria; nos sentimos obligados a cuantos han promovido esta conmemoración, que demuestra manifiestamente cómo después de veinticinco años de la muerte de aquel venerado Pontífice su recuerdo sigue siendo ilustre y bendito, al paso que su obra, pasando por las imágenes fugaces de la crónica a las memorables de la historia, se inscribe entre las que determinan su curso y, en cuanto es posible a las cosas humanas, lo hacen lógico y feliz.

Nadie como Nos siente el deber de asociarse a esta piadosa y solemne celebración de tan gran hombre y Pontífice. Lo conocimos personalmente, antes de vestir el hábito eclesiástico, al visitar el museo sagrado, anejo a la Biblioteca Vaticana, al final de octubre de 1917. El mismo se acercó y amablemente nos ayudó a admirar, mediante sus explicaciones, los sagrados tesoros de aquella insigne colección; lo volvimos a ver en Roma en el reconstruido Seminario Lombardo en junio de 1921, cuando él, de retorno de su misión en Polonia, se disponía a asumir la cura pastoral de la archidiócesis de Milán, nombrado arzobispo de la Iglesia ambrosiana.

Conocíamos ya, por medio de información privada, la singularidad de su figura cuando Nos, enviado por breve espacio de tiempo como adscrito a la nunciatura de Varsovia recogimos más directos y altos testimonios de su personalidad, llamada al solio pontificio. Tuvimos luego el honor de prestarle nuestros humildes servicios en las dependencias de su Secretaría de Estado durante muchos años, los últimos en funciones de sustituto de esta misma Secretaría, oficio que nos proporcionó la gran suerte de acercarnos, casi todos los días, y muchas veces más de una vez al día, a su sagrada persona y estar de esta forma no sólo a su servicio, sino ser de su escuela.

Conocimos entonces su espíritu a través del diálogo directo y afortunado. Es verdad cuanto se ha dicho de su formidable cultura, de su amor por los estudios sagrados, históricos y bibliográficos especialmente, de su temperamento reflexivo empeñado en una continua elaboración interior de recuerdos, pensamientos, palabras, y de su carácter voluntarioso, tenaz y laborioso, capaz de ordenaciones imperiosas, pero siempre atemperado por una acendrada ecuanimidad y con frecuencia abierto a efusiones de emotiva y conmovedora bondad; admiramos entonces un elevado y vigilante espíritu siempre inclinado, diríamos manzonianamente, si no fuera más exacto decir llanamente, a buscar y descubrir los trazos de la Divina Providencia, tanto en los pequeños corno en los grandes marcos de la experiencia humana, como conviene a un hombre sabio, a un Pontífice.

Entonces conocimos en la fuente de su alma la obra vasta y magnánima de su ministerio apostólico, lo que amaba a la Iglesia y al mundo, lo que su mote de “paz de Cristo en el reino de Cristo” tenía de propósito y de oración, el empeño y confianza que ponía al asociar al laicado en las filas especialmente por él trazadas de la Acción Católica, al apostolado jerárquico, la claridad y esfuerzo que empleaba en el estudio y acción de los contactos de la Iglesia católica con el mundo circundante, el corazón, es decir, el amor, la esperanza, el temor, el sufrimiento y la firmeza, que dedicó al hecho más significativo de su pontificado, la reconciliación de la Santa Sede con el Estado italiano.

Nos, para quien es motivo de humildad suceder a tan gran Pontífice, admiramos sus ejemplos, honramos su historia, nos encomendamos a su alma selecta, creyéndola ahora en la posesión de la luz eterna; y a vosotros, dignatarios y miembros de la sede apostólica; a vosotros, romanos; a vosotros, italianos; a vosotros, católicos todos; a vosotros, hombres de este mundo, haciéndonos eco del elogio que acabamos de oír de él, os recomendamos la memoria del Papa Pío XI como digna de permanecer entre los mejores hombres de nuestro siglo.



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